Capítulo 6
Había llegado la hora de comer. Callie, Hal y yo nos sentamos en nuestra mesa de siempre: cerca de la salida de la cafetería y lo suficientemente lejos de la cocina como para no tener que aguantar la peste a carne de pollo recalentada.
—Bueno, ¿alguna idea sobre lo que deberíamos decirle a esa tal Waverly? —pregunté.
—¿Os parecería una locura que la chantajeásemos con la caja? —dijo Hal—. ¿Y si le decimos que solo se la daremos si responde a nuestras preguntas?
—¿Y qué preguntas le haríamos?—inquirió Callie.
—Antes que nada, creo que deberíamos dejar claro que ni en broma vamos a entregarle la caja a esa mujer —les dije.
—¿Ni siquiera si nos quedamos nosotros con la verdadera y le damos una falsa? —sugirió Hal.
—¿Hablas en serio? Brittney la ha visto. De hecho, intentó abrirla, ¿recuerdas? Puede que Waverly también lo haya intentado —apuntó Callie mientras sacaba un sándwich de atún de un envoltorio de papel albal.
Hal negó con la cabeza.
—Ya, bueno, tienes razón. No es una buena idea. Veo demasiadas series en la tele, lo siento.
—Cuando hablemos con ella, debemos elegir las palabras con cuidado —les advertí—. Mucha gente está interesada en nuestra búsqueda, gente que no tiene muy buenas intenciones que digamos.
Les recordé que incluso Thornhill nos mandó llamar a su despacho para interrogarnos sobre el paradero de Amanda. Justo antes de que le agredieran, además.
—Ahí le has dado —dijo Hal—. Pero entonces, ¿por qué no fue a la policía o pidió ayuda a sus padres si estaba en peligro?
—Nadie sabe nada… todavía —añadió Callie con ese optimismo tan propio de ella.
—¿Y qué hay de su hermana mayor? —preguntó Hal—. Se supone que es ella la que tiene la custodia de Amanda.
—Sí, ya, ponte a buscar a Robín Beckendorf —dije en tono escéptico—. No sabemos ni quién es, ni dónde está. Por no hablar de que buscar su nombre en Google no nos aportó nada.
—Bueno, a lo mejor fue por eso por lo que Thornhill nos preguntó a nosotros —dijo Callie—. Si los documentos de Amanda eran falsos, no tenía más hilos de los que tirar para averiguar quién era.
Inspiré profundamente. Amanda le había dicho a Callie que vivía en Orion con sus abuelos porque las Naciones Unidas habían destinado a su padre a Latinoamérica y su madre estaba haciendo un estudio sobre los gorilas en Uganda. A Hal, por su parte, le había contado que su padre había muerto y que estaba viviendo con su madre en un piso en el centro. En cuanto a mí, me dijo que sus padres se iban a divorciar, y que por ahora se alojaba con su madre en un hotel de la ciudad hasta que encontrasen una nueva casa.
Callie tenía razón. Amanda se había inventado diferentes historias sobre su familia, y no conseguimos dar con la verdadera hasta que descubrimos la caja y todos los recuerdos que guardaba en su interior.
—Tampoco olvidemos las extrañas preguntas que me hizo el oficial Marsiano después de que agredieron a Thornhill —prosiguió Hal.
—O el interrogatorio de aquel médico tan raro, cuando intentamos visitar a nuestro subdirector en el hospital —recordé viendo el parecido entre ambas situaciones—. Por otra parte, ¿no os parece sospechoso el comportamiento de Heidi de esta mañana? ¿Desde cuándo se interesa tanto por Amanda? Vale, es normal que todos pregunten por ella. Al fin y al cabo, se trata de una chica desaparecida… Pero tengo la sensación de que la gente se está haciendo las preguntas equivocadas.
—Por motivos equivocados —dijo Hal quitando el tapón de su botella de agua.
—¿Y si somos nosotros los que estamos equivocados? —sugirió Callie—. Quiero decir, después de todo, el objetivo sigue siendo el mismo: encontrar a Amanda.
—El objetivo parece el mismo, sí —le repliqué—, pero no estoy segura de qué otras intenciones puede tener la gente.
—Estoy de acuerdo —dijo Hal— Si Amanda sigue enviándonos todas estas pistas, será por algo. Es evidente que aún no se siente a salvo como para salir de su escondite.
—Quiero encontrarla —susurró Callie dando un mordisco al sándwich con desgana.
—Todos queremos encontrarla —la corregí—, pero tenemos que andarnos con ojo. Amanda cuenta con nosotros.
—Sí, no podemos decepcionarla —asintió Hal—. Chicas, nos queda otro cabo suelto. Creo que deberíamos pasarnos por el centro de rehabilitación del doctor Joy.
Probé mi tortita mexicana rellena de ensalada de pollo, mientras reflexionaba sobre el tema. ¿Estarla Thornhill allí? Callie y Hal encontraron la dirección del centro en la habitación secreta de la señora Bragg, impresa en el frasco de un medicamento.
—Espera, ¿no dijo Frieda que la clínica de Joy había cerrado? — preguntó Callie.
Era cierto. Unos días antes, Hal había ido a Baltimore para reunirse con una vieja amiga de Amanda en una estación de tren abandonada. La artista se comportó de forma muy extraña, incluso excéntrica, y al parecer había estado en contacto con Amanda, pero lo único que dijo fue que el doctor Joy estaba desaparecido y que los tres corríamos peligro si seguíamos viéndonos.
—No, lo que desmantelaron fue su clínica en Baltimore —la corrigió Hal—, pero el centro de rehabilitación está en Orion. Vale la pena que le echemos un vistazo.
—Eso está hecho —dijo Callie.
—Por descontado —añadí.
De pronto me pregunté por qué no habíamos interrogado a Louise, la dueña de Tócala Otra Vez, Sam, para ver si sabía algo sobre Robin, la hermana de Amanda.
—¿A qué hora quedamos? —añadí.
Pero justo en ese momento, alguien apareció en nuestra mesa.
Eché un vistazo hacia la mesa de las Chicas I, sorprendida de que el campo de fuerza invisible que parecía rodearla no hubiera devuelto a Traci automáticamente a su asiento. Tan solo vi a Kelli, apartando uno a uno los picatostes de su ensalada campera con unos palillos de color rosa que hacían juego con su jersey.
Traci se apartó la melena azabache, esperando mi respuesta. No tenía ganas de hablar con ella, y menos tras nuestro último encontronazo en la fiesta que dio Heidi después de la obra de teatro. Traci había cometido el error de llamarme friki, y yo hice que se le cayeran los refrescos encima. Además, gracias al iPhone de Cisco, envié una invitación a los doscientos contactos de su agenda, reventando así el exclusivo evento que querían las Chicas I.
—No sé si me viene bien hablar contigo: estoy intentando hacer la digestión —le espeté.
—No te pases, ¿va? No te robaré mucho tiempo —insistió, y sonrió a Hal.
—Está bien, habla. Pero de aquí no me muevo —le dije.
Traci parecía muy cabreada. Miró discretamente del hombro para asegurarse de que no hubiera nadie escuchando y después se acercó un poco más.
—Está bien, mira, solo quería decirte que me pasé de la raya el otro día. No debería haberte tratado de esa forma, no sé qué me pasó…
—¿Me tomas el pelo? —le pregunté, desconfiada.
Estuve a punto de atragantarme con la ensalada de solo pensar que a Traci se le hubiera pasado por la cabeza la idea de disculparse.
—Sí, es que… Tenías todo el derecho del mundo a estar allí. Fue una estupidez por mi parte decir que solo podían ir los actores. Es que, bueno, como la fiesta se llama «fiesta de reparto» y no se dice nada del resto del equipo, supongo que a veces me tomo las cosas demasiado al pie de la letra. Entonces… ¿todo guachi? —añadió poniendo morritos.
—¿Guachi? —pregunté.
—Sí… Guachi, guay, que si hay buen rollo, vamos —dijo, visiblemente molesta por tener que traducirme su ridícula jerga.
Fruncí el ceño, preguntándome si se trataría de una nueva jugarreta por su parte. ¿Dónde estaba la cámara oculta? No me extrañaría nada que de repente emergiera alguien de la máquina de refrescos para decirme que aquello era una broma pesada.
Traci no pareció amedrentarse en ningún momento.
—Acepto tus disculpas —dije, considerando la posibilidad de tener una Chica I infiltrada que pudiera pasarnos información desde el otro lado de los muros de rímel y carmín—. Todo guachi.
—¿De verdad? —Traci volvió a sonreír a Hal—. Genial, porque no me sentiría bien si siguieras enfadada…
Antes de que pudiera responder, Heidi irrumpió en la cafetería y fue directa como una bala a meterse en nuestra conversación.
—No me digas que tú también vas a pasarte a la mesa de los pringados —le espetó lanzando una mirada furiosa a Callie.
Traci cerró los ojos con fuerza, revelando una gruesa capa de sombra de ojos dorada que hacía juego con sus bailarinas. Parecía como si su peor pesadilla se hubiera hecho realidad.
—¿Se puede saber qué estabas haciendo aquí? —le preguntó Heidi de forma avasalladora, blandiendo su poderoso campo de fuerza—. Porque igual puedes contagiarte de estos antisociales si te acercas tanto a su mesa…
—No tiene importancia —dijo Traci.
—Alguna tendrá si te dejas ver en público con esta gente —insistió Heidi, al tiempo que revisaba su iPhone por si alguien más importante que nosotros requiriese su atención.
—¿Por qué no la dejas en paz, Heidi? —dijo Hal.
—¿Perdooona? —exclamó la líder de las Chicas I, con los ojos desorbitados—. No entiendo cómo las soportas, tío. Si yo fuera tú, Hal, sería un poco listo y me libraría de estas pringadas. Si te esforzaras un poco, incluso podrías llegar a transformarte.
—¿Transformarme?
—Ya sabes —se encogió de hombros—. De rarito a tío guay, de friki a triunfador…
—Aquí la única pringada eres tú.
Heidi apretó los labios.
—Tú mismo. Yo solo intentaba ayudarte…
Y justo en ese momento se le cayó el móvil de la mano. Intentó cogerlo al vuelo, pero rebotó en la mesa y aterrizó sobre mi regazo.
—Devuélvemelo —me espetó.
Pero por alguna razón que no logro explicar, hubo algo que me impidió cumplir sus deseos. Me quedé mirando la pantalla rosa y de repente pude visualizar mentalmente una serie de mensajes de texto.
—¡Dámelo pero ya! —gritó Heidi, al borde de la histeria.
La ignoré completamente y cerré los ojos. Por mi cabeza pasaron varios whatsapps que había intercambiado con Kelli.
—Maldita imbécil —gruñó—, devuélvemelo de una vez o te mancharé ese trapo de mercadillo que llevas con el batido de chocolate… Aunque no creo que nadie fuera a notar la diferencia.
—¿Ah, sí? —dije en tono irónico—. Pues ya que hablamos del tema, ¿por qué no le cuentas a Traci lo que Kelli y tú habéis estado diciendo de su ropa?
—¿De qué estás hablando? —Heidi hizo una mueca con sus labios embadurnados de brillo.
—Ya sabes… Cosas como que de tanto abusar del marrón empieza a parecerse a una montaña de basura.
La líder de las Chicas I me arrancó el móvil de las manos con tanta fuerza que perdí el equilibrio y casi me caí de la silla. Pero no lo negó.
—¿Una montaña de basura? —exclamó Traci.
La pobre chica se fijó en el modelito que llevaba aquel día: un vestido de ante de color chocolate y unas bailarinas de un tono muy parecido al bronce.
—Y eso no es más que una milésima parte —añadí, y de pronto me entraron unas ganas tremendas de recuperar ese móvil—. ¿Quieres oír lo que Heidi va diciendo por ahí sobre Kelli? ¿O Lexi? ¿O sobre el resto de tus amigas?
Eché un vistazo a mi alrededor y me di cuenta de que habíamos atraído la atención de una docena de personas, por lo menos. Incluso Keith Harmon nos miraba, ansioso por ver cómo acabaría esta escena.
—¿Qué pasa, Nia? ¿Esperas que tu novio venga a salvarte? —se burló Heidi al darse cuenta de que le miraba—. ¿Ya se te olvidó que Keith dijo que preferiría salir con un animal de granja antes que contigo?
—No sigas por ahí —le advirtió Hal.
—Mira, da igual lo que digáis —dijo Heidi alzando una mano—. Nia es una mentirosa, se lo está inventando todo.
—¿Ah, sí? —le repliqué, desafiándola con la mirada.
Recé para que no me pidiera que probase mis palabras. Pero en vez de eso, lo que hizo fue tirarme la comida encima. De repente, una oleada de ensalada de pollo y batido de chocolate se derramó sobre mi regazo.
—¡Me das asco! —gritó Heidi, tan furiosa que le temblaban las manos.
Hal se levantó de inmediato y se puso en medio de las dos.
—¿Pero tú de qué vas, Heidi? —salió en mi defensa, intentando mantener la calma.
Segundos después, la señora Watson llegó a nuestra mesa a toda velocidad y acabó castigándonos a todos.
—¡Pero si no ha sido culpa de Nia! —protestó Callie mientras me ayudaba a limpiarme.
—No ha sido culpa nuestra, profe —añadió Hal señalándonos a los cuatro, Traci incluida.
Intentamos contarle nuestra versión de los hechos, pero la señora Watson no quiso escuchamos.
—Ya tendréis ocasión de explicarlo después de clase.
—Pero es que luego tenemos cosas que hacer, profe —protestó Callie una vez más.
—Pues haberlo pensado antes de empezar esta pelea.
Negué con la cabeza, desconcertada por toda esta situación. ¿Cómo había sido capaz de imaginarme todos esos mensajes de texto? ¿Los había soñado? ¿Es posible que fueran comentarios sueltos que había escuchado por ahí? Le di mil vueltas al tema en busca de alguna explicación lógica, pero la única conclusión a la que llegué fue que, desde que conocía a Heidi (hacía ya demasiados años), jamás la había visto tan furiosa.
La señora Watson se quedó vigilándonos hasta que terminamos de limpiar todo el estropicio. Heidi y Traci también tuvieron que colaborar y no dejaron de quejarse de que se les iba a echar a perder la manicura.
Sí, ¡menuda tragedia!
Noté que Callie estaba muy agobiada. Además de llevarse una buena ración de ensalada de pollo, acababa de recordar que se había dejado en casa el chándal para la clase de gimnasia.
—El entrenador Richards me va a castigar —dijo—. Y ya van dos.
—Lo que significa que hoy no vas a salir de aquí hasta las mil —añadió Hal.
—Y que no podremos ir adonde teníamos previsto —suspiré.
Heidi y Traci corrieron al baño para desinfectarse sus delicadas manos. Nosotros nos quedamos junto a la salida, esperando a que sonara el timbre.
—Me habría venido de maravilla salir pitando justo después de clase — les dije—. Casi no tengo tiempo para nada…
Mi madre sentía la imperiosa necesidad de controlar todos mis movimientos, sobre todo desde que agredieron a Thornhill. Ya le había mentido diciéndole, que tenía una reunión del club de debate esa tarde.
—Tendría que estar en casa a las cinco y media —añadí.
—Yo también debería llegar sobre esa hora —dijo Hal—. Y necesito pasarme por la tienda de música antes de que cierre.
—¿No puedes ir mañana? —le preguntó Callie.
—¿Y no podría prestarte Nia la ropa de gimnasia? —propuso Hal.
—Claaaro, ¿crees que llevo el armario entero dentro de la mochila o qué? —le repliqué señalando las manchas de batido que tenía en la falda.
Callie miró de reojo a Kelli y Lexi, que parecían inmersas en una conversación importantísima en la mesa de las Chicas I, pero negó con la cabeza.
—Bueno, supongo que puedo prestarte la mía —suspiró Hal.
—¿Tu chándal? —dijo con una risita—. La sudadera igual me valdría, ¡pero los pantalones me quedarán enormes!
—Para eso están las gomas de la cintura —dijo Hal guiñándole un ojo.
Pero Callie no parecía muy convencida. Se quedó contemplando el cuerpo larguirucho de Hal, y se detuvo en su pecho. Era imposible no fijarse en cómo se le marcaban los pectorales a través de la camiseta.
Se rumoreaba que llevaba un tatuaje en alguna parte y había muchas versiones sobre lo que podría representar: un dragón escupiendo fuego en la espalda, un relámpago en la cadera, un alambre de espino alrededor del bíceps… Pero ninguna de esas teorías parecía ir acorde con su personalidad, teniendo en cuenta que llevaba una camiseta de Bob Esponja.
—No sé, Hal —dudó Callie poniéndose roja—. Igual deberíamos aplazar nuestros planes a mañana y dejarnos de líos.
—Mañana tal vez sea demasiado tarde —dije echando un vistazo al reloj de la cafetería.
Solo quedaban cuatro minutos para que sonase el timbre.
Hal se colgó la mochila del hombro, preparándose para salir.
—Creo que deberíamos intentar hacer las dos cosas hoy: llamar a esa tal Waverly y buscar el centro de rehabilitación. ¿Qué puede pasarnos si nos saltamos la hora del castigo?
—Dos castigos, en el caso de Callie —le corregí.
—Está bien —suspiró Callie—. Me pondré tu chándal, Hal.
—Sí, bueno, pero eso no nos libra del castigo que nos ha puesto la señora Watson —les recordé.
—Dejadme eso a mí —dijo Callie de forma misteriosa.
Y sin dar más explicaciones, se dio la vuelta y se encaminó hacia la puerta, justo cuando empezaba a sonar la campana.