Capítulo 21

Las clases del viernes se me pasaron volando, en parte porque todo el mundo andaba como loco con el concurso de talentos que se celebraría por la noche. Nadie prestaba atención a la lección, ni siquiera el propio profesor Richards, que se dedicó a contarnos el monólogo que había preparado para la ocasión. Fuimos los conejillos de Indias de sus espantosos chistes.

A pesar de todo, me esforcé por reírme en los momentos adecuados, sobre todo porque a cambio de aquella tortura nos libraríamos de hacer deberes. Ahora bien, cuando el timbre anunció el fin de las clases, fui la primera persona en llegar a la puerta. Cuando Hal y Callie se reunieron conmigo, yo ya estaba montada en la bici.

—Nia, ¿cómo lo consigues?

—¿El qué? —pregunté enarcando una ceja en un gesto muy típico de Ali McGraw, la protagonista de Love Story.

—Nada, olvídalo. ¿Listas? —suspiró Hal.

—Aún no —dije, y saqué una cajita del bolsillo.

Les enseñé a los chicos la piedra de ónice y la pieza de madera, y les relaté la visita que me había hecho Keith Harmon.

—Un aviso de Amanda —dijo Hal señalando el coyote del reverso de la pieza.

—Sin duda. Pero Keith y tú no sois amigos, precisamente —dijo Callie (¡menuda novedad!)—, así que ¿por qué se molestaría en cumplir las indicaciones de la nota?

—Eso mismo me pregunto yo —confesé.

—Aunque, bueno, igual ahora quiere hacerse amiguito tuyo —aventuró Callie guiñándome un ojo—. Al fin y al cabo, últimamente estás mucho más explosiva…

—Tengo una teoría más realista —dije fulminándola con la mirada—. Creo que Amanda sabe algo sobre Keith, algo que él no quiere que salga a la luz.

—¿Y crees que le ha chantajeado con revelarlo? Puede ser. ¿Pero por qué ha jugado esa carta ahora? —preguntó Callie—. ¿Y por qué justo contigo?

—Claro, Keith nos podría haber entregado la caja a Callie o a mí —añadió Hal.

—Cierto, pero aun así, Amanda decidió que me la diera a mí —dije.

Llevaba toda la noche buscándole una explicación a todo este asunto.

—Es posible que Amanda quisiera darte una oportunidad para zanjar de una vez tu historia con Keith —dijo Callie con suavidad, para no herir mis sentimientos.

—Es una buena teoría, pero no necesitaba zanjar nada —le repliqué—. Lo que ocurrió entre nosotros es agua pasada.

—A lo mejor Amanda no piensa lo mismo —prosiguió Callie—. Tal vez creyó que necesitabas estar cara a cara con él para superar lo ocurrido.

Aparté la mirada. Odiaba admitirlo, pero me había quitado un peso de encima. Y una vez más, se lo debía a Amanda. Le dirigí una fugaz sonrisa a Callie, para que supiera que tenía razón.

—Lo que está claro es que el regalo es una advertencia —dijo Hal, que, como buen caballero, se había mantenido al margen de nuestra conversación sobre Keith—. «Cuidado con el ojo de ónice». No me explico cómo lo hace, pero sabe que hemos estado husmeando en los lugares adecuados.

—Y también debe de saber que vamos por buen camino, aunque esté lleno de peligros —añadí.

—Sí, y ya es hora de seguir nuestro camino —sonrió Hal, al tiempo que sacaba de su mochila el mapa que le había impreso Cornelia—. ¿Preparadas?

—¿Tú qué crees? —bromeé.

—¡Vamos allá, chicos! —exclamó Callie.

Montamos en nuestras bicis y emprendimos la marcha. Llegamos a Saint Claude unos quince minutos después, atravesando la avenida Blackbird. Se trataba de una ciudad pequeña y rural, al estilo de La casa de la pradera. Hierba alta, pastos amplios y un montón de tierras de cultivo y edificios medio abandonados.

—¿Seguro que es por aquí? —preguntó Callie.

En realidad era lógico que una pista de aterrizaje estuviera en mitad de la nada.

Seguimos avanzando por un largo camino de tierra con una pradera verde a un lado y un bosque al otro.

Finalmente, un letrero clavado en el suelo nos confirmó que habíamos llegado: «Pista de aterrizaje militar de Casteel». La zona estaba rodeada por una verja de alambre de espino, con una puerta en medio. Dentro había una garita, pero no se veía a nadie por ningún lado.

La pista de aterrizaje estaba vacía a excepción de un hangar y un camión cisterna, situados en extremos opuestos. Un letrero decía claramente «Prohibido el paso». El hangar era tal y como me lo había imaginado: un gigantesco edificio de acero con dos rayas azules oscuras en la fachada y los laterales.

—En fin, ahora solo nos queda un pequeño problemilla: ¿cómo entramos? —preguntó Callie señalando el candado de la gruesa cadena que mantenía cerrada la verja.

¿Dónde estarían los guardias de seguridad?

Escondimos las bicis detrás de unos arbustos que crecían cerca de la entrada. Hal se puso a examinar el candado. Empezó a girarlo y a tirar de él, intentando moverlo. Por la tensión de sus músculos, vi que estaba haciendo acopio de todas sus fuerzas. Incluso lo golpeó varias veces con un pedrusco, pero fue imposible abrirlo, y eso que estaba viejo y oxidado. Callie empezó a deambular por la zona buscando alguna forma de entrar, ya fuera un agujero en la verja o un árbol por el que trepar.

Yo me agaché y empecé a tirar de la esquina inferior de la puerta para intentar doblarla hacia arriba, lo justito para que pudiéramos colarnos por debajo. Hal intentó ayudarme, pero ni siquiera entre los dos lo conseguimos.

—Bueno, siempre podemos escalar la verja… —dijo Hal jadeando.

—¿Estás de coña? —preguntó Callie, que regresaba de su inspección—. La verja debe de medir casi cuatro metros y no me hace demasiada ilusión acabar clavada en el alambre de espino.

—Cubriremos el alambre con una chaqueta —dijo Hal, al tiempo que sacaba una navaja suiza del bolsillo trasero del pantalón.

A continuación metió la punta de lima en el candado, pero también fue en vano.

—Dejadme probar a mí. Cómo se nota que no conocéis mi pasado como ladrona de joyas —bromeó Callie quitándole la navaja a Hal.

Tras varios intentos fallidos, Callie tiró la navaja al suelo y empezó a tirar como una loca de la cadena.

Con las manos desnudas.

Imaginaos la escena: Callie con un vestido de verano y manoletinas intentando arrancar a pelo una cadena de acero. Eso sí, he de admitir que se le marcaron los músculos de los brazos tanto como a Hal.

Callie soltó un gruñido mientras tiraba de dos eslabones herrumbrosos. Pero de pronto, la cadena se rompió y Callie se cayó de espaldas del impulso.

¡Lo había conseguido!

—¿Cómo lo has hecho? ¿Desde cuándo eres una amazona? —le pregunté mientras la ayudaba a ponerse en pie.

Hal sonrió, pero estaba tan estupefacto como yo.

—No lo sé —dijo Callie, también perpleja—. Será que mi fuerza de voluntad es más fuerte de lo que pensaba…

Entonces se miró las manos, finas y pequeñitas, y se dio cuenta de que tenía un corte bastante profundo. Se había desgarrado la piel con un extremo afilado de la verja y por el brazo le corría un reguero de sangre.

Me quité el fular del cuello y se lo vendé enseguida. Hal también se acercó con intención de ayudar, ofreciendo su botella de agua para limpiar la herida.

Pensé que Callie se iba a poner a chillar de dolor, pero lo cierto es que se limitó a quitarle hierro al asunto diciendo que se encontraba bien y que debíamos seguir con nuestra investigación. Así, sin más, se puso en pie apretando el fular para contener la hemorragia.

—Ya te pagaré la tintorería —me dijo.

—No te preocupes —respondí—, lo importante es que te pongas bien.

—Estoy perfectamente, de verdad —aseguró, sin intención de darle más importancia al asunto—. Bueno, ¿entramos o qué?

—Esperad, chicas… ¿No habéis oído algo? —preguntó Hal, echando un vistazo a su alrededor.

—¿El qué? —pregunté.

Yo solo oía el murmullo del viento y mi propia respiración.

Hal se quedó quieto durante casi un minuto. Después negó con la cabeza y volvió a centrarse en la cadena.

—Nada —dijo al fin, y después desenrolló la cadena y abrió la verja—. ¡Vamos allá!

Una vez dentro, cerramos la puerta y atravesamos la pista de aterrizaje a la carrera. Nos ocultamos detrás de unos bidones de aceite, a escasos metros de la puerta del hangar.

—¿Y ahora qué? —preguntó Callie.

Antes de que pudiéramos responder, Hal salió disparado hacia la puerta. Increíblemente, estaba abierta.

—Vamos —nos susurró.

Callie y yo nos reunimos con él detrás de unas escaleras móviles, de esas que utilizan las aerolíneas para subir a los pasajeros a los aviones. El hangar estaba prácticamente vacío a excepción de unas cuantas cajas, un portaequipajes y un Jeep descapotable de color verde oscuro. Me incorporé para adentrarme un poco más, pero Callie me agarró de la manga y volví a agacharme de inmediato.

Había un hombre sentado frente a un escritorio, apenas a unos metros de distancia. Le veíamos de perfil. Estaba tan encorvado, que casi parecía que iba a fundirse con la mesa. Tenía la cabeza apoyada sobre las páginas de un libro.

—No hagáis ruido —nos chistó Hal—. Está dormido.

Por el uniforme que llevaba, deduje que debía de ser el guardia de seguridad. Un guardia un poco inútil, todo sea dicho. A su lado había un carrito de golf eléctrico.

De repente, el rugido de un motor reverberó por todo el hangar. El guardia se despertó y se irguió de golpe intentando disimular que no se había quedado sopa.

neumáticos. Sus potentes focos me deslumbraron y en un principio pensé que el vehículo se dirigía hacia nosotros. Pero se detuvo a poca distancia de nuestro escondite.

Permanecimos agachados detrás de las escaleras. El corazón me latía con tanta fuerza que pensé que podría llegar a delatarme, como en el relato de Poe.

—¿Va todo bien? —preguntó el guardia de seguridad.

El conductor, un hombre con un pañuelo rojo en la cabeza, respondió con un gesto de la mano. También había otro tipo con un tatuaje en la mejilla (desde lejos no se veía bien qué era). Hablaba por el móvil, aunque su voz llegaba tan ahogada que era imposible entender lo que decía.

—Nos os mováis —dijo Hal.

El fular que envolvía la herida de Callie estaba lleno de sangre.

Yo seguía concentrada en el Jeep. En el asiento de atrás había un hombre mayor, de unos setenta años. Su expresión era distinta a la de los otros dos: parecía inseguro, incluso asustado.

El guardia se montó en el carrito de golf. Contuve el aliento, esperando a que se marcharan. ¿De qué iba todo esto? ¿Nos habrían visto?

Finalmente, el Jeep salió quemando rueda por la puerta del hangar. Como el guardia nos estaba dando la espalda, me asomé un poquito más y me di cuenta de que el coche no se dirigía hacia la salida principal, sino probablemente hacia el camión cisterna.

—Larguémonos —susurró Callie.

—Aún no —respondí.

El guardia llevaba un walkie-talkie colgado del cinturón. Después de echar un vistazo rápido a su alrededor, bostezó y salió fuera del hangar.

Había llegado nuestra oportunidad para empezar a investigar.