Capítulo 23
El subdirector Roger Thomhill nos observaba desde el otro lado de la habitación, tumbado en una camilla y vestido únicamente con una bata de hospital. Había un montón de monitores a su alrededor, pese a que estaba consciente y no parecía necesitarlos. Se le veía muy débil y bastante más flaco que antes, y eso que solo habían pasado un par de semanas desde su desaparición.
—Señor Thornhill, ¿se encuentra bien? —dije, preocupada.
Me acerqué a él sin apartar la mirada del vendaje que le cubría la frente.
—¿Cómo me habéis encontrado? —inquirió con brusquedad, ignorando mi pregunta—. ¿Alguien sabe que estáis aquí?
De alguna parte de fuera nos llegaba el estruendo de un motor en marcha. No obstante, el ruido parecía salir de una de las tuberías que recorrían el techo.
Me froté los ojos, incapaz de creer lo que veía. Nuestro subdirector estaba atado a la cama con unas gruesas correas que le sujetaban las piernas, la cintura y el pecho. Tenía grilletes en las muñecas y los tobillos.
Hal se aproximó con la intención de liberarlo, pero Thornhill negó con la cabeza y agarró con ahínco una de las correas como si no quisiera que Hal le ayudara.
—¿Es que no quiere salir de aquí, señor? —preguntó.
—Claro que quiero, Hal, pero por el momento es mejor que piensen que tienen todo bajo control.
—¿Mejor para quién? —inquirí.
—Para Amanda —respondió.
Nuestras miradas se cruzaron. Thornhill tenía los ojos enrojecidos y parecían llenos de sufrimiento.
—El doctor Joy y el jefe deben creer que son ellos los que están al mando.
—¿Y no es así? —preguntó Hal señalando las correas.
Eché un vistazo a aquella habitación subterránea. Las paredes eran de roca y el suelo estaba cubierto de mugre. Había un fuerte olor a moho en el ambiente. Aquello era cualquier cosa menos un centro de rehabilitación, de eso no cabía duda. Más bien se trataba de una cárcel. Y de ser así, ¿por qué Thornhill no se había alegrado de vernos?
—Tenemos que sacarle de aquí —dije, mirando a Callie.
En vista de que últimamente no se le resistía ninguna cerradura, me pareció la más indicada para esta labor.
Callie asintió y se acercó al subdirector.
—¡Callista, no! —exclamó Thornhill—. Tenéis que salir de aquí. De verdad, es mejor así.
—¿Está herido? —le preguntó Callie.
—No os preocupéis por mí. Debéis marcharos de aquí. Y tener mucho cuidado con el doctor Joy y con el jefe. No podéis caer en sus garras… Solo así tendremos alguna esperanza. Para encontrar a Amanda.
Me costaba creer que nuestro subdirector pudiera ayudar a Amanda de alguna forma estando amarrado a una camilla.
—¿Pero quién es ese tal doctor Joy? —pregunté—. ¿Y qué es lo que quiere?
—¿Qué va a querer? Pues a Amanda —respondió Thornhill.
—Ya, ¿pero por qué? —inquirí, desesperada por conocer la verdad.
—Por haber nacido, solo por eso. ¿No lo entendéis? —preguntó en un tono que detonaba su impaciencia—. Todo se debe a eso, el simple hecho de su nacimiento. Pero hacedme caso, por favor, ahora no hay tiempo para explicaciones. ¡Tenéis que salir de aquí!
Negué con la cabeza, pues seguía sin entender nada.
—Díganos por qué —insistí.
—Eso, ¿por qué? ¿Y quién es el jefe? —intervino Hal, igual de exasperado.
Se interrumpió. Percibimos un tono de alarma en su voz.
Miré a los chicos. ¿Acaso pensaba Thomhill que Amanda nos lo había contado? ¿Acaso sabía ella algo sobre esa gente?
—Joy también está en apuros —prosiguió el subdirector—. El que es realmente peligroso es el jefe.
—¿Pero quién es el jefe? —preguntó Callie.
Thornhill negó con la cabeza y señaló hacia lo que parecía un monitor cardiaco. ¿Habría algún micrófono o algo con lo que pudiera estar escuchándonos?
Me acerqué un poco y vi una etiqueta roja idéntica a la del armario por el que habíamos accedido a aquella habitación secreta. «Propiedad de la Escuela de Farmacia Orion». Recordé aquella conversación con Amanda, en la que insinuó que allí estaba pasando algo, que había gato encerrado.
—Necesitamos respuestas, señor —insistió Hal—. Llevamos buscando pistas desde que le agredieron, sin saber muy bien qué creer ni en quién confiar. Hay gente que nos dice que no sigamos juntos, gente que de pronto desaparece sin dejar rastro. Y por si fuera poco, Amanda parece estar a la vuelta de cada esquina, pero nunca se deja ver.
—Ayúdenos a entenderlo, por favor —suplicó Callie.
Nuestro subdirector volvió a mirar con inquietud hacia el monitor cardiaco, temiendo todavía que sus captores pudieran oírle.
—No puedo deciros más por ahora —dijo alzando la voz para hacerse oír por encima del estrepitoso motor—. Pero estoy seguro de que ya tenéis todo lo que necesitáis. Al fin y al cabo, los cuatro habéis conseguido encontrarme.
Callie, Hal y yo nos miramos desconcertados.
—¿Los cuatro?
—En realidad solo somos tres, señor —dijo Hal.
¿Acaso el golpe que le habían dado en la cabeza había sido más grave de lo que pensábamos? ¿A qué venía eso de «los cuatro»? ¿Y lo del jefe?
Nos quedamos mirándole en espera de una explicación, pero él tenía la mirada fija en la escalera.
Entonces una figura salió de las sombras. Primero vimos cómo aparecían unas botas muy gastadas de estilo militar, con cordones. A continuación, unas mallas rotas. Después, una falda vaquera y una camisa de cuadros. Y por último, una melena lisa, negra y reluciente.
¿Zoe Costas?
¿Qué demonios hacía ella aquí?
Me quedé de piedra, incapaz de articular palabra.
—¿Pero cómo…? —fue todo lo que consiguió decir Hal al verla.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Callie.
Hasta entonces, apenas había cruzado tres o cuatro palabras con Zoe Costas. De hecho, la única conversación que recuerdo haber tenido con ella fue en clase de francés, cuando me pidió prestado un boli. Lo cierto es que Zoe no parecía muy habladora que digamos. Y aun así, curiosamente encajaba sin problema en cualquier grupo del instituto: un día se dejaba ver con los empollones y al siguiente comía con los chicos más populares de Endeavor. Todo el mundo sabía quién era, pero al mismo tiempo nadie parecía conocerla de verdad.
Zoe se quedó mirándonos con sus ojos color avellana, grandes e impenetrables, pero no dijo ni una palabra. No dejaba de negar con la cabeza. ¿Por qué? ¿Acaso estaría decepcionada? ¿Le sorprendía que la situación hubiera llegado a tales extremos?
—¿¡Qué demonios está pasando!? —exploté.
Zoe permaneció en silencio, sosteniendo la mirada de nuestro subdirector.
Pero mi prioridad, antes que Zoe Costas, era Amanda.
—Señor Thornhill, díganos lo que necesitamos saber —exigí—. ¿Cómo podemos encontrar a Amanda?
—Tenéis que reunir toda la información que podáis sobre un programa llamado C-33 —dijo de forma atropellada—. Es la clave para destapar este asunto. Investigad sobre las intenciones originales del doctor Joy y entonces preguntaos qué podría ocurrir si alguien se apropiara de su idea.
—¿Que qué? —pregunté, intentando grabar a fuego en mi mente cada una de sus palabras.
—Encontraréis más respuestas en Washington —murmuró echando otro vistazo al monitor cardiaco—. Tenéis que ir allí y buscar a Robin, la hermana de Ariel.
—¿¿¿Cómo ha dicho??? —exclamé.
Sentí que se me encogía el corazón. De pronto aquel nombre, Ariel, centelleaba ante mis ojos como un gigantesco letrero de neón.
—Se refiere a Amanda —dijo finalmente Zoe, y una sonrisita cruzó sus labios—. Ariel es su nombre de nacimiento.
—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Hal girando la cabeza hacia ella.
—En realidad sé más cosas de Amanda que cualquiera de vosotros —explicó.
Mientras hablaba, no paraba de juguetear con un mechón de su melena azabache. Llevaba las puntas teñidas de azul cobalto.
Negué con la cabeza, cada vez más perdida. ¿Acaso la enigmática Zoe Costas iba a proporcionarnos la pieza que faltaba en el rompecabezas de nuestra investigación?
—¿Te importaría ser un poco más clara? —preguntó Callie—. ¿Tú también estás metida en esto? ¿Desde cuándo llevas ahí? ¿Nos has seguido o qué?
Las caras de Hal y Callie eran todo un poema. Aquella nueva revelación era otra prueba más de lo poco que en verdad conocíamos a Amanda. Yo sentía lo mismo, lo que pasa es que se me da mejor ocultar mis emociones.
—Un momento —dije—. Señor Thornhill, no vamos a irnos de aquí hasta que…
—No hay tiempo —me interrumpió—. Los siento de verdad, pero tenéis que marcharos. Van a volver de un momento a otro.
—Eso es cierto —dijo Hal—, volverán.
Nuestro subdirector murmuró algo más sobre subir y encontrar una llave, pero apenas pude oírle. El ruido del motor ahogaba su voz.
—¿Qué ha dicho? —pregunté, al tiempo que me acercaba unos pasos para escucharle mejor.
Fue entonces cuando vi lo que llevaba colgado del cuello.
Un amuleto ovalado.
Enseguida recordé la caja de Amanda y me puse a pensar en todas las fotos en blanco y negro que encontramos. Me vino a la cabeza aquella en la que alguien había recortado las cabezas, posiblemente para que encajaran dentro de un medallón. Era la foto de una mujer embarazada sentada junto a un hombre (probablemente el padre) y una niña pequeña.
Estaba a punto de decirle que me enseñara el medallón, pero de repente se oyó un portazo. Procedía del piso de arriba. El turno de preguntas había llegado a su fin.
—¡Marchaos! —insistió Thornhill.
Aunque estuviera atado a la cama, nuestro subdirector seguía siendo de lo más intimidante.
—No podemos dejarle aquí —gimió Callie agarrando las correas que le aprisionaban la cintura.
—¡Largaos de aquí pero ya! —insistió, furioso—. O de lo contrario acabaréis como yo…