Capítulo 12

Mamá se quedó mirándome con cara de pocos amigos cuando entré por la puerta y empecé a quitarme el abrigo.

—¿Me puedes explicar eso, jovencita? —me preguntó.

En un principio creí que se refería a la boina y los pendientes nuevos (a veces le costaba acostumbrarse a mis adquisiciones más extravagantes), pero no podía ser eso, porque los había guardado en la mochila. Luego pensé que había notado los nervios que me había producido el episodio en la agencia de viajes. Pero no, tampoco. No fue hasta que señaló la gigantesca mancha de batido que tenía en la falda, cuando por fin lo comprendí todo.

—Un mal día —dije encogiéndome de hombros.

—¿Qué te ha ocurrido? —insistió.

Con los tacones de aguja, el vestido de seda y el delantal encima, mi madre se parecía a Betty Draper, de la serie Mad Men (solo que con BlackBerry y un ropero de primera, claro), un ama de casa todoterreno a cargo de más actividades de voluntariado que los cincuenta empresarios más ricos del país todos juntos. Algo así solía decir mi padre, medio en broma, medio en serio.

—Tuve un roce con una chica durante la comida.

—¿Y qué ha sido esta vez? —preguntó cruzándose de brazos y mostrando las uñas recién pintadas.

Volví a encogerme de hombros y fruncí el ceño.

—En resumidas cuentas, la chica empezó a meterse con varios compañeros de clase y yo me enfrenté a ella.

—¿Esa es tu manera de hacer amigos?

—Mamá, ¿de verdad quieres que sea amiga de una persona que se dedica a insultar a los demás?

Mi madre no pudo responder a eso y, por la forma en la que sonrió, supe que se sentía orgullosa de mí.

—Anda, ve a darte una ducha y cámbiate. Cuando termines, ¿podrías ayudarme a terminar de sellar las invitaciones de la subasta?

¡Guau! Qué planazo…

Ya en mi habitación, abrí el armario para comprobar que nadie hubiera tocado la caja de Amanda. Era mejor asegurarse, sobre todo teniendo en cuenta lo concienzuda (o mejor dicho, obsesiva) que era mi madre los días de limpieza. Pero al parecer, la subasta aún la mantenía ocupada. ¡Todo estaba en orden!

Me puse una túnica negra muy cómoda y un par de leggins pirata a juego. Después me acerqué a mi tocador, donde había varios productos de belleza. Un día me dio un venazo y me los compré, cuando volvía de la tienda de Louise.

Con la imagen de Audrey Hepburn en mente (puesto que mi atuendo era un claro homenaje al que llevaba en Sabrina), me pinté los ojos con una sombra de color carbón y añadí un poco de rímel a mis pestañas. Contrasté el tono de mis ojos con un toque de melocotón para los labios. Como remate final, me recogí el pelo en una cola de caballo al estilo de la actriz y me peiné el flequillo hacia abajo para que me cayera sobre la frente. La verdad es que me lo pasaba genial durante aquellas sesiones ante el espejo.

—¿Nia? —me llamó mi madre desde las escaleras, ansiosa por comprobar mis habilidades para pegar sobres.

Antes de bajar, me asomé a la habitación de Cisco. ¿Por qué mamá no le habría pedido ayuda también a él? Claro que mi hermano era todo un experto en escaquearse de las tareas domésticas y, al parecer, esta vez había vuelto a conseguirlo, ya que estaba tirado en la cama leyendo una revista de fútbol. Al verme, se llevó un dedo a los labios.

—Tú no me has visto —me susurró—. Gracias, Nini.

Apreté los dientes y torcí el gesto. Cisco sabía que me molestaba un montón que me llamase con ese apodo de niña pequeña.

Cuando bajé a la cocina, mi madre estaba inmersa en un torrente de invitaciones. Por la estancia flotaba un delicioso aroma a arroz con frijoles.

—Quiero acabar con este último montón —dijo mientras metía con gran habilidad y rapidez las invitaciones en sus respectivos sobres—. ¿Te importaría ayudarme a cerrarlos, porfa?

—Claro, mamá. Por cierto, ¿dónde está Cisco? —le pregunté, como quien no quiere la cosa.

—Tiene un montón de deberes pendientes. El fútbol le ha estado quitando mucho tiempo.

—Yaaa… —rumié, y me puse manos a la obra.

Saqué la lengua para lamer el pegamento de uno de los sobres. Por lo que había oído por ahí, se hacía a base de huevas de cucaracha. Y de repente se me ocurrió algo.

—Creo que iríamos mucho más rápido con una barra de pegamento.

—¡Buena idea! ¿Has visto como necesitaba tu ayuda? —se rio mi madre—. Hay una en el despacho, en el cajón de arriba a la izquierda. Y ya que vas, ¿podrías traerme el post-it que hay encima de mi mesa? He apuntado allí un par de direcciones de nuevos feligreses a los que también me gustaría invitar.

Asentí y me puse en marcha. La mesa ya estaba puesta, solo faltaba que llegara mi padre para que empezáramos a cenar. Abrí la puerta del despacho y encendí la luz.

Aquella habitación, decorada con tejidos tapizados de suaves tonos rojizos, era de uso exclusivo de mis padres. Nunca nos dejaban entrar y jamás tuve interés en hacerlo, pero siempre me había impresionado el ambiente de serenidad que se respiraba allí.

El escritorio de mi madre estaba tan ordenado como el resto de la casa, por lo que no me costó encontrar el pegamento. Sin embargo, no vi el post-it por ninguna parte. Solo había un par de carpetillas, una vasija de cerámica y una foto familiar que nos hicimos el verano pasado, cuando fuimos a las cataratas del Niágara. La primera de las carpetillas tenía una etiqueta con el título «Subasta parroquial», así que supuse que el post-it estaría dentro. Empecé a hojear los papeles que contenía: folletos con posibles lugares para la celebración, apuntes sobre los proveedores, un listado de los artículos donados para la subasta.

Y entonces encontré una lista.

Una lista muy larga y repleta de nombres.

Al principio pensé que serían los invitados y los voluntarios que irían a la subasta, pero me sorprendió ver algunos nombres que conocía muy bien: el mío y el de mis padres; el de Callie y el de su madre; el de Hal y el resto de su familia, y el de más gente del instituto. Y me di cuenta de que era la misma lista que Hal había encontrado en el ordenador de Thornhill.

Mi mente empezó a funcionar a toda velocidad, pero traté de mantener la calma para pensar con claridad.

¿Qué relación tenían mis padres con todo este asunto?

Intenté descifrar toda esa serie de filas y columnas repletas de números y símbolos, idénticos a los que había visto en la carpeta de la agencia de viajes. En lo alto de la página, a modo de encabezado, ponía «C-33».

—¿Nia? ¿Cariño? —me llamó mi madre—. ¿Has encontrado el post-it?

Pegué un brinco al escuchar su voz y la carpeta se me cayó de las manos. Me apresuré a recoger todos los papeles desperdigados por el escritorio y, sin querer, golpeé la vasija. Esta empezó a tambalearse, pero, por suerte, conseguí agarrarla a tiempo, antes de que se cayera al suelo. Al colocarla en su sitio, me fijé en que tenía algo pegado en la base.

Un sobre doblado.

—Enseguida voy, mamá —le respondí.

Con los dedos temblorosos, despegué el sobre de la vasija. No estaba cerrado, así que lo abrí y, para mi sorpresa, encontré la foto de un hombre de veintitantos años posando con la barbilla apoyada sobre el puño. Estaba segura de que me sonaba de algo, así que observé la imagen más detenidamente.

Entonces lo reconocí: era Thornhill de joven.

Llevaba algo en el dedo… Una especie de anillo hecho a base de una pulsera de hospital doblada, parecida a la que había en la caja de Amanda.

—Olvida el post-it, cielo —dijo mi madre, y por su voz supe que venía hacia el despacho—. Vamos a cenar primero, anda.

Con las manos temblando, me las apañé para volver a meter la foto en el sobre, pero necesitaba algo para pegarlo. Busqué celo en el cajón, corté un trozo y volví a pegar el sobre en su sitio. Dejé la vasija en una esquina del escritorio justo cuando escuchaba los pasos de mi madre, apenas a una habitación de distancia.

Entonces salí del despacho con el corazón a mil revoluciones por minuto y me topé cara a cara con mi madre, a un par de pasos de la puerta.

—No he conseguido encontrar el post-it —le dije, intentando disimular mi nerviosismo.

—¿Y el pegamento? —me preguntó, torciendo el gesto, al ver que llevaba las manos vacías.

—Ay, es verdad —dije—. Me lo he dejado encima de la mesa. Es que estaba tan ocupada buscando el post-it que…

—¿Se puede saber qué te ocurre, hija? En fin, da igual. Ve a lavarte las manos, que la cena ya está casi lista —me ordenó.

Asentí. Por fin podría estar un ratito a solas, aunque solo fueran unos minutos. Eso sí, en lugar de ir al baño salí pitando a mi habitación para llamar a Hal.

Por suerte, respondió al primer tono.

—Qué coincidencia —dijo—, justo estaba a punto de llamarte.

—¿Por? —pregunté de inmediato—. ¿Ha pasado algo?

—No, no, tranqui —respondió riendo.

—¿Entonces? ¿Ha aparecido algo interesante en la web?

—No exactamente.

—¿Entonces qué? —pregunté, un poco molesta.

¿Por qué no iba al grano de una vez?

—Pues verás. —Se aclaró la garganta antes de continuar—. ¿Tienes algo que hacer esta noche?

—¿Por? —repetí, cada vez más nerviosa.

—He cambiado las cuerdas de mi guitarra y me gustaría saber tu opinión sobre una canción que vamos a tocar en el evento de este viernes. ¿Podrías pasarte por mi casa para escucharla?

—¿Estás de coña?

¿Cómo demonios podría estar pensando en su música en un momento como ese?

Me mordí la lengua. Teníamos cosas mucho más importantes de las que preocuparnos que de una canción para el concurso de talentos del instituto. Al final, solo le dije que llamara también a Callie. De esa manera, al menos tendría la ocasión de contarles lo que había descubierto.

—Debemos vernos esta noche sin falta. Estaré en tu casa dentro de una hora y media —dije, con la esperanza de que mis padres me dieran permiso para salir.