Capítulo 8
Escribí la dirección del centro de rehabilitación del doctor Joy en la solapa de mi libro de Biología. Estaba en la otra punta de la ciudad, pero Hal conocía la zona porque un verano estuvo dando clases de dibujo en la escuela Greyscale Charter que había por allí. Atravesamos en bici una serie de calles serpenteantes y un puente enorme, y pasamos cuatro cruces atestados de tráfico hasta que llegamos al lugar.
Pero no parecía en absoluto un centro de rehabilitación. El pequeño edificio de color café no tenía ningún letrero en el exterior. Por lo poco que se podía ver a través de la ventana, se trataba de una agencia de viajes.
—No me creo que alguien sea capaz de desmantelar un centro de salud entero y sustituirlo por un negocio distinto en apenas un par de días — dije.
—Pues, por lo visto —dijo Callie señalando los anuncios de cruceros y ofertas de vuelos que llenaban las paredes—, eso es precisamente lo que han hecho.
—Este es el sitio, no hay duda —Hal señaló la placa que había junto a la puerta, donde aparecían la calle, y el número.
—¿Pero por qué no hay ningún letrero? —preguntó Callie.
Negué con la cabeza y eché otro vistazo al interior de la oficina. Los teléfonos no dejaban de sonar y había folletos por todas partes. Volví a mirar la dirección. Igual la había escrito mal…
Pero no, sabía que no era así.
—Esto no tiene sentido —susurré.
—Menuda novedad —dijo Hal, claramente desanimado—. ¿Acaso la llamada de teléfono tenía algún sentido? ¿Y qué me dices del resto de cosas que hemos descubierto?
—Chicos, a lo mejor esto no es una agencia de viajes —señaló Callie—. Igual solo tiene que parecerlo.
—Pues si ese es el objetivo, han hecho un gran trabajo —dije mientras dejaba la bici aparcada.
Entonces me fijé en que había un símbolo grabado en el hormigón: una serpiente enroscada alrededor de un cáliz con una piedra de ónice a modo de ojo.
Noté que me quedaba sin aire y me vino el recuerdo de una tarde, poco antes de que Amanda desapareciera, en la que fuimos a dar una vuelta por Orion.
—Sé que llevas viviendo aquí mucho más tiempo que yo, pero dime: ¿cuándo fue la última vez que te fijaste en los edificios de la ciudad y te paraste a admirar su arquitectura? —me preguntó Amanda.
—Pues… la verdad es que nunca.
Y era cierto. Aunque me encantaba cualquier forma de arte, nunca le había dado importancia a la belleza que podría guardar una ciudad tan pequeña como Orion.
—Ya me lo imaginaba —se rio—. Ver lo que tenemos delante de nuestras narices requiere un esfuerzo constante.
—George Orwell —añadí, reconociendo al autor de la cita.
—¿Sabes cuánto me gusta que te apasione la literatura tanto como a mí?
—Supongo que mucho —sonreí.
Era feliz cuando estaba con ella. Daba igual que estuviéramos en Orion o en cualquier otro lugar del mundo.
Aquel día, Amanda iba envuelta en una gabardina de color rosa con las botas de agua a juego. Llevaba un moño al estilo de las modelos de pasarela. No se había puesto ninguna peluca revelando su pelo natural de un color castaño oscuro.
Se reajustó las gafas negras y cuadradas que lucía a pasar de no tener ningún problema de vista y señaló el viejo ayuntamiento.
—Tiene un nivel de detalle asombroso. No he parado de dibujarlo en todos los márgenes de mis cuadernos —confesó—. Me encantan los arcos y las columnas.
hiedra. Al ver la ciudad a través de los ojos de Amanda, llenos de ilusión, experimenté una sensación espeluznante. Fue entonces cuando me di cuenta de lo muy equivocada que estaba al pensar que la cultura solo se reflejaba en ciudades como Atenas, Roma o París.
—¿Te gustaría estudiar arquitectura? —le pregunté—. Cuando vayas a la universidad, quiero decir.
—No hay nada que no me gustaría estudiar —respondió, y señaló la puerta del banco—. ¿Sabes cuántos edificios de la ciudad tienen ese emblema?
—¿Cómo dices? —pregunté, confusa.
—No me digas que nunca te habías fijado en la serpiente enroscada al cáliz.
Lo cierto es que jamás lo había hecho.
—Bueno, pero sí te suena que en el pasado hubo una Escuela de Farmacia en Orion, ¿verdad?
—Algo he oído, sí —le dije-. Donde está ahora el centro comunitario, ¿no?
—Précisément —asintió Amanda.
Entonces me contó que, antaño, todos los edificios que tenían ese símbolo habían sido propiedad de la Escuela de Farmacia de Orion. Por lo visto, se utilizaban como oficinas administrativas y residencias de estudiantes.
—Y ahora se han convertido en bancos y comercios —dije.
—Sí, pero las cosas no son siempre lo que parecen.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que los símbolos guardan secretos que no se ven a simple vista. Al igual que los códigos, jamás se crean por casualidad. Siempre tienen un propósito.
Volví a mirar la puerta del banco. Había visto muchas veces ese emblema, pero jamás le había dado importancia.
—Vale, dime, ¿qué me estoy perdiendo? —le pregunté.
—El simbolismo. ¿Has oído hablar alguna vez del cáliz de Higía?
—¿La hija de Asclepio?
—Así es, el dios de la medicina y la curación. Su símbolo era la serpiente. El de su hija, un cáliz que contenía una poción curativa.
—Veo que también eres fan de la mitología griega, ¿no?
—Desde que me contaron la historia de Zeus en el colegio —confesé.
—El dios de los dioses, y abuelo de Asclepio —añadíó Amanda—. Bueno, volviendo al tema anterior, el cáliz y la serpiente forman juntos el símbolo de la curación, que encaja perfectamente en una ciudad que en el pasado albergó una escuela de farmacia, ¿no te parece? Eso mismo pensaba yo, pero entonces empecé a fijarme detenidamente en esos emblemas, a analizarlos como algo más que un simple icono.
—¿Y…? —pregunté, intrigada.
—Como te dije antes —empezó, clavándome la mirada—, los símbolos, al igual que los códigos, jamás se crean por casualidad. Siempre tienen un propósito.
—¿El de confundirme? —pregunté, completamente perdida.
—Ahora lo entenderás. Ven conmigo, voy a enseñarte algo.
Doblamos la esquina y atravesamos dos calles hasta llegar a un edificio que también estaba marcado con el cáliz y la serpiente.
—¿Ves algo diferente en este de aquí? —preguntó.
Me hubiera gustado decir que sí, pero lo cierto es que no veía nada distinto. Me parecía idéntico.
—Acércate más —insistió, y me cogió del brazo para hacerme subir los escalones de la entrada.
El grabado estaba a poco más de un metro de altura, junto a la puerta. Pero, sinceramente, yo seguía sin ver nada que llamara mi atención. Observé los cuatro pisos del edificio, las ventanas de cada planta, la hiedra que se extendía sobre los ladrillos y la vieja salida de incendios con sus escaleras de hierro.
—¿Es un bloque de pisos? —pregunté.
—Podría ser.
—Es que no hay ningún letrero o señal que te indique si estamos ante el portal de una urbanización o… ante un negocio.
Amanda señaló el ojo de la serpiente. Estaba hecho de ónice. —Los otros emblemas no tienen esto —me explicó.
—¿Y eso significa…?
—Que aquí está pasando algo, Nia. Algo que debemos descubrir.
—¿Solo porque la serpiente tiene un piedra de ónice?
—Sí. He estado siguiendo el ojo por la ciudad —dijo.
—¿Qué quieres decir? ¿Que se desplaza?
—Así es —dijo Amanda muy seria, como si aquello tuviera todo el sentido del mundo—. Cuando estuve contando los edificios marcados con este símbolo, que son veintitrés, por cierto, me di cuenta de que el ojo de ónice estaba en un local de la calle Jersey, el que tiene la puerta roja.
—¿Te refieres a la zapatería?
—Sí, solo que en ese momento no era una zapatería, sino un edificio sin letreros igual que este. No abrieron la zapatería hasta que desapareció el ojo de ónice. Lo mismo ocurrió con la tienda de cómics de la calle Zephyr. Cuando el ojo estaba allí, no era más que un edificio desnudo. Apenas unas semanas después, el ojo desapareció y de repente apareció una tienda de cómics.
—Qué curioso.
—Es más que eso, Nia. Apuesto a que aquí está pasando algo —dijo—. Y algo tan secreto no puede ser nada bueno. Alguien está usando el ojo de ónice como señal para que otra gente pueda encontrarlo. Y supongo que también recibirá visitas indeseadas, porque de no ser así, ¿qué otro motivo tendría para andar desplazándose de un sitio a otro?
—Sí, ya, ¿pero qué crees que está pasando ahí dentro? —inquirí.
—Buena pregunta —dijo con una sonrisa—. ¿Te apetece comprobar si hay más de lo que se ve a simple vista?
No pude negar que aquel enigma me tenía intrigada, pero ¿no estaríamos sacando de madre todo aquel asunto de la serpiente, el cáliz y el ojo de ónice?
Mi amiga no me respondió. En vez de eso, se subió la capucha del chubasquero ocultando su moño y se puso unas gafas de sol gigantescas, a pesar de que el tiempo estaba revuelto.
Intentó abrir la puerta principal, pero sin éxito. Era de esperar que estuviera cerrada. Si se trataba de un bloque de pisos, necesitaríamos la llave del portal para entrar. Justo cuando me di por vencida y me disponía a marcharme, sentí la mano de Amanda en mi hombro.
La puerta se había abierto unos centímetros.
Y se asomó una mujer vestida con una larga bata blanca y con el pelo recogido cuidadosamente bajo una redecilla. Nos miró detenidamente antes de dejarnos entrar.
—Buenas tardes —dijo con voz muy suave.
Me fijé en que en el bolsillo de su bata ponía «Escuela de Farmacia de Orion» en letras mayúsculas y negras.
—¿Puedo ayudaros en algo? —preguntó.
Amanda sonrió, seguramente por haber confirmado sus sospechas.
—¿ Le importa si echamos un vistazo? —preguntó.
La mujer se encogió de hombros y siguió con sus tareas. Y nosotras nos pusimos manos a la obra.
Aquel lugar tenía el aspecto de una antigua botica, con estantes de madera, viejos frascos de cristal y percheros metálicos. Parecía sacado de otra época, a excepción de los productos colocados en las estanterías.
Había pasillos y más pasillos repletos de material farmacéutico: desde gasas y analgésicos hasta jarabes para la tos y cremas varias. Los farmacéuticos estaban ocupados comprobando recetas detrás de un enorme mostrador. Un cliente llevaba una muestra de saliva y un mechón de pelo grisáceo para que los analizaran.
—¿Estás bien? —susurró Amanda al ver mi cara de desconcierto.
¿Quién hubiera imaginado que Amanda tendría razón? ¿Qué estaba ocurriendo en ese sitio?
—¿Seguro que es la primera vez que entras aquí? —le pregunté.
—Segurísimo.
—¿Por qué crees que no habrán puesto un letrero fuera para indicar que es una farmacia?
Pasamos al lado de una mujer que estaba mezclando flores en un cuenco con el contenido de una botella entera de extracto de vainilla.
—Ya te he dicho que tiene pinta de ser un lugar secreto. Lo más probable es que la gente solo sepa de su existencia por el boca a boca. No creo que sea del todo legal; a lo mejor es una tapadera —susurró.
—¿Y por qué razón se quedan aquí en Orion, en edificios marcados con cálices y serpientes que fueron propiedad…?
—A veces los árboles no nos dejen ver el bosque —dijo, añadiendo más misterio al asunto—. No lo olvides.
—¿Qué quieres decir? —le dije.
—Quiero decir que quienquiera que esté al frente esta organización secreta puede tener alguna relación con la escuela o con la persona que adquirió las propiedades —Amanda sonrió y sacó varios palitos de miel de un bonito tarro de vidrio—. Aunque solo es una teoría, claro. No hay ninguna prueba que lo demuestre.
—Salvo el ojo de ónice —dije, cada vez más ansiosa por largarme de allí.
—En efecto —me dijo, y se quedó mirándome fijamente—. Escucha, hay un montón de cosas en esta ciudad que desconoces. Un montón de científicos haciendo experimentos, un montón de asuntos turbios y sombríos.
—¿Cómo lo sabes?
—No pierdas de vista ese ojo, Nia —se limitó a decir, ignorando mi pregunta.
Entonces me fijé en una mujer que batía un mejunje a base de huevos y me observaba atentamente.
—Vámonos de aquí —le supliqué.
—Todavía no —respondió Amanda, y se dirigió hacia un letrero que decía:
«Tratamientos herbales».
Aunque insistió en que me quedase un poco más, decidí esperarla fuera, bajo la lluvia.