Capítulo 26
Se puede saber cuántos guías necesita una persona? —clamó Callie hundiendo los dedos entre su pelo.
Estábamos sentados en círculo, cada uno sobre una bala de heno. Compartimos las sobras del almuerzo: algunos saladitos, una bolsa de gusanitos, chuches y varias barritas de cereales.
—Os lo digo en serio, chicos. Cada día que pasa, estoy más convencida de que no conozco en absoluto a Amanda —prosiguió Callie.
Hal también parecía disgustado. Estaba cruzado de brazos y mucho más callado de lo habitual.
Yo, por mi parte, no tenía ganas ni de enfadarme. Lo único que quería eran respuestas. Me giré hacia Zoe, que en ese momento se estaba metiendo en la boca una lombriz de gominola bastante realista.
—¿Por qué no quisiste ser la guía de Amanda?
—Por todo lo que había visto —respondió.
—¿Podrías ser más clara? —insistí.
Zoé negó con la cabeza.
—Si supieras lo mismo que yo, tampoco te apetecería entrar en detalles.
—¿Te pidió que hicieras algo que no te gustó? —preguntó Callie.
—Digamos que vi algo que me hizo sentir incómoda. Y lo que he pasado después ha sido incluso peor.
Quise preguntarle más cosas, pero me pareció que estaba empezando a desmoronarse. Tenía la cara enrojecida y no podía dejar las manos quietas.
—El mundo de Amanda resulta muy emocionante a veces —prosiguió Zoé—, pero también puede llegar a ser aterrador.
Intercambiamos una mirada y acordamos, sin pronunciar palabra, no presionarla más de momento.
—En cualquier caso, ¿qué os parece si me ponéis al día? —propuso Zoe—. Contadme todo lo que necesite saber sobre vuestra investigación.
—Si has estado siguiéndonos, ya deberías saberlo —dijo Hal.
Tuve que contenerme para no tirarle un puñado de gusanitos a la cabeza. Por culpa de su maldito orgullo nos quedaríamos sin escuchar la versión de Zoe.
—Deberíamos darle a Zoe una oportunidad. Se lo debemos a Amanda —dije.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque también soy su guía, al igual que tú —dijo Zoe sacudiéndose nerviosamente las puntas azules de su melena.
—Demuéstralo —le desafió Hal.
Zoe nos miró alternativamente, como si estuviera eligiendo las palabras adecuadas.
—Estuve allí esa noche… en la colina de Crab Apple —dijo al fin—. Lo escuché todo.
Habían pasado varias semanas desde aquello, desde que los tres recibimos un mensaje críptico de Amanda para reunimos con ella en la cumbre. La cuestión es que, al final, Amanda no apareció. Llegamos solos a la colina y, paradójicamente, acabamos juntos.
Callie se enderezó sobre su bala de heno. Estaba muy pálida. Aquella noche nos había hablado del accidente de Beatrice Rossiter y de cómo Heidi había acudido después a su casa en busca de una coartada.
Parecía que Zoe también había escuchado su confesión.
Esta revelación no me sorprendió. Recordé que mientras subía a la cima escuché a una chica llamar un par de veces a Amanda y su voz era más grave que la de Callie. También me acordé del sonido de unas pisadas. En aquel momento pensé que sería Amanda. Ahora sabía que se trataba de Zoe.
—Fuiste muy valiente al sincerarte de esa manera —dijo Zoe dirigiéndose a Callie—, al intentar actuar de la forma correcta.
—Sí, bueno… —farfulló Callie apartando la mirada.
Pese a que se la veía contenta por el cumplido, aún tenía los ojos llorosos.
Le di un pañuelo de mi mochila y Hal le pasó un brazo por encima de los hombros.
—Entonces, si de verdad eres su guía —dijo Hal girándose hacia Zoé—, ¿cuál es tu tótem?
—Según Amanda, todos tenemos uno —respondió sonriendo.
Yo también sonreí. Porque era cierto. Amanda solía decir esas cosas sobre los tótems, sobre espíritus de animales que nos guían y cuidan de nosotros. Mi tótem era la lechuza, el símbolo de la sabiduría y la intuición, características que venían de mi pasión por los libros, mi determinación por hacer siempre lo correcto y por mi forma de observar a los demás: desde la distancia, sin implicarme.
—Amanda lo dibujó en mi taquilla aquella noche, igual que hizo con los vuestros —continuó Zoe—. Mi tótem es el camaleón.
—El que se camufla con el entorno —dije, pensando que aquella definición le sentaba como anillo al dedo.
—En ese caso, parece que Thornhill no vio tu tótem —apuntó Hal.
Sin duda se refería al hecho de que el subdirector solo nos llamó a Callie, a Hal y a mí a su despacho, acusándonos de haberle pintarrajeado el coche y exigiéndonos una explicación sobre los dibujos que habían aparecido en nuestras taquillas.
—¿Pero entonces por qué Thornhill pensaba que íbamos los cuatro juntos?
—pregunté, a propósito de lo que nos había dicho cuando lo encontramos en el sótano del hangar.
—Tal vez se lo dijera Amanda —respondió Hal encogiéndose de hombros.
—No tiene pinta de que haya visto a Amanda desde que desapareció —replicó Callie.
Zoe también parecía desconcertada. Entonces nos contó algo más sobre su historia, entre bocados de gusanitos y galletitas saladas. El día que aparecieron los dibujos en nuestras taquillas había llegado al instituto muy temprano, antes de que empezaran las clases para terminar unos artículos del periódico escolar (Zoe se encargaba del diseño final, ya que era la directora de arte). De camino al aula, se encontró con el tótem.
había tenido algunas movidas chungas y preferí asegurarme de que nadie me asociara con Amanda.
—¿Movidas chungas? —preguntó Callie.
—Movidas relacionadas con Amanda —puntualizó Zoe, con ese halo de misterio tan propio de nuestra amiga—. Amanda quiso que me uniera a vuestro grupo, que os ayudara a buscarla. Pero después de todo lo que había ocurrido, decidí limitarme a seguir de cerca vuestros progresos, pero sin inmiscuirme demasiado. Y así fue… hasta que llegó esto.
Zoé sacó una tarjeta de su mochila. En una de las caras estaba impresa una imagen de la serie jazz de Henri Matisse.
Lo habría reconocido en cualquier parte. Cuando estábamos en el colegio, nuestra profesora de arte, la señora MacKenzie, le dedicó una lección entera a la trayectoria de Matisse. La serie Jazz era muy interesante ya que, al contrario que los demás trabajos de Matisse, las obras estaban hechas a partir de recortes de papeles de muchos colores pegados sobre láminas pintadas al estilo gouache. Esta reproducción en concreto salía en la cubierta de su libro Jazz, una recopilación de muchas obras del mismo estilo.
—Es la forma que tenía Amanda de llamar mi atención —dijo Zoe señalando el tótem del camaleón que estaba dibujado en uno de los extremos—. Sabe lo mucho que me apasiona el jazz. En fin, el caso es que esta postal era para mí… y estas son para vosotros.
Y entonces volvió a meter la mano en la mochila y sacó tres postales más.
—Las vi cuando llegué a la pista de aterrizaje: estaban pegadas en las ruedas de vuestras bicis. Yo encontré la mía ayer, en el aparcamiento detrás de la biblioteca.
—¿Entonces Amanda estaba allí, mientras nosotros investigábamos el hangar? —preguntó Callie.
—Eso parece —suspiré—. Y por lo visto, no ha perdido su afición por los jueguecitos.
—No son jueguecitos —replicó Hal saliendo en su defensa—. Tiene sus razones para no dejarse ver, ¿recuerdas?
—Amanda ha corrido un gran riesgo para dejarnos estas postales en las bicis —dijo Callie, meditabunda—. ¿No podría haberse acercado un poquito más y haber hablado directamente con nosotros? ¿Por qué no nos proporciona una pista que nos dé la clave para descubrir lo que está ocurriendo?
—Porque no puede —sentenció Zoe.
Y sin más explicaciones, nos entregó nuestras postales de Jazz.
Igual que en la de Zoe, Amanda había dibujado nuestros respectivos tótems en una de las esquinas.
—El oso es mío —dijo Callie cogiendo la suya.
—Y el mío, el puma —dijo Hal.
Mi postal era la última. La lechuza parecía contemplarme con una sonrisa burlona, como si de verdad todo aquello fuera parte de un gran juego.
Un juego imposible de ganar.
Pasé los dedos sobre la postal, por si acaso podía visualizar algo, y sentí que había algo en el reverso.
—¿Qué es esto? —pregunté mientras le daba la vuelta.
Había un poema pegado en mi postal.
—¿Qué es eso? —preguntó Hal.
—El camino no elegido, de Robert Frost —susurré.
Me fijé en las demás postales de Jazz, pero todos los reversos estaban en blanco.
Así que se trataba de un mensaje exclusivo para mí.
—¿Y qué tiene que ver ese camino no elegido con todo esto? —preguntó Callie.
Me mordí el labio. Sabía perfectamente lo que significaba ese mensaje. Lo recordaba como si hubiera pasado ayer.
Vincent Van Gogh. Al igual que la mayoría del tiempo que compartí con Amanda, aquella experiencia fue surrealista a más no poder. Buena parte de los cuadros provenían del museo Van Gogh de Ámsterdam, así como del Metropolitan de Nueva York y del Getty Center de California.
Ahora los teníamos delante de nuestras narices: La noche estrellada, Noche estrellada sobre el Rhone, Lirios, El café de noche…
Cuando todavía nos faltaba la mitad de la serie dedicada a Los girasoles, Amanda me agarró del brazo y me llevó a otra sala.
—Echa un vistazo a este —dijo señalando una obra impresionista.
El título era El camino no elegido, pintado por un artista anónimo.
—¿Crees que se trata de un homenaje al poema? —pregunté.
—Podría ser —respondió Amanda con una sonrisa enigmática—. O tal vez es una señal para que empieces, a explorar territorios nuevos e ignotos.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—Quiero decir que el trabajo sin reposo convierte al hombre en un soso —respondió con un refrán—. O en este caso, a la chica —añadió con una sonrisa, para suavizar el golpe.
Abrí la boca para replicar, pero no se me ocurrió nada que decirle. Obviamente, no me hacía ninguna gracia que me viera de esa manera, y menos aún ahora. Porque desde que Amanda Valentino había entrado en mi vida, podía ser muchas cosas menos sosa.
—Tienes que estar abierta a todo aquello que se cruce en tu camino —prosiguió al ver que yo no respondía.
—A ver, dime, ¿a qué viene todo esto? —inquirí.
Su sonrisa se ensanchó.
—A que sería una tragedia que tú, mi querida Nia Antonia Rivera, te perdieras las cosas geniales de la vida por estar absorta en tus estudios.
—No me estoy perdiendo nada —protesté, molesta por sus palabras—. En mi vida hay muchas más cosas además del trabajo.
desconfianza hacia lo que te rodea. Ha llegado el momento de que tomes otro camino.
Aparté la mirada y me fijé en la obra que había desatado aquella conversación. El camino que representaba el cuadro se bifurcaba en dos direcciones.
Amanda me pasó el brazo por los hombros y me dio un achuchón.
—No todo el mundo que se cruza en tu camino tiene intención de hacerte daño, Nia. Ahí fuera hay gente maravillosa que merece la pena conocer. Y ellos, a cambio, se merecen la oportunidad de acercarse a ti para descubrir la increíble persona que eres. Tal y como he hecho yo.
—Amanda quiere que trabajemos juntos. De ahí vienen estas postales —apuntó Zoe sacándome de mi ensoñación.
Después murmuró algo más sobre una visita a la exposición de Matisse, pero dejé de prestarle atención.
—¿Nia? —dijo Callie, que se estiró para tocarme el brazo.
En lugar de responder, volví a mirar el poema de Robert Frost y fue entonces cuando me fijé en el sello de correos que había justo debajo.
Representaba un Alfa Romeo de 1974. Debajo estaba impreso el siguiente mensaje: «Un clásico construido para afrontar cualquier camino que se te ponga por delante».
No pude evitar sonreír, preguntándome cómo diablos lo habría adivinado Amanda. ¿Acaso me había pillado mirándole en el aparcamiento? ¿Le había visto entrar en casa de Hal la otra noche? ¿Le había visto leyendo Cartas a un joven poeta y sospechó que tendríamos mucho en común tal vez?
—¡Nia! —me susurró Callie al oído.
Abrí la boca, intentando encontrar las palabras adecuadas. Estaba acostumbrada a tener siempre la respuesta perfecta para cada situación. Pero tal y como me había dicho Amanda, aquel era un terreno desconocido para mí.
Cansado de esperar mi respuesta, Hal me quitó la postal y le dio la vuelta para echarle un vistazo al sello.
—«Un clásico construido para afrontar cualquier camino que se te ponga por delante» —leyó Callie, que seguía medio abrazada a él.
—¿Sabes lo que significa? —preguntó Zoe.
—Pues que a Amanda le gustan los coches antiguos, supongo —dijo Hal encogiéndose de hombros.
—¿Un coche que es exactamente del mismo modelo que el de West Kincaid? —dijo Callie—, ¿Y con la misma carrocería de color bronce? ¿Y del mismo año?
—¿Pero Amanda conoce siquiera a West? —conseguí decir al fin.
—No, que yo sepa —respondió Hal negando con la cabeza.
—Pues a mí me parece que esto es algo más que una coincidencia —afirmó Callie.
—Entonces la pregunta es: ¿qué tiene que ver West con nuestra búsqueda? —preguntó Zoe.
—Tal vez nada —dijo Callie sonriendo—. Puede que en realidad la pregunta sea: ¿qué tiene que ver West con Nia? ¿No os dais cuenta? ¿Soy la única que se fijó en que West no le quitaba el ojo de encima la otra noche? Es como si Nia hubiera perdido su zapatito de cristal y él fuera el príncipe que lo llevara en el bolsillo.
—En realidad, lo que llevaba era un libro de poesía —le corregí.
—Más a mi favor —el rostro de Callie se iluminó todavía más—. ¡Un flechazo literario!
—Está bien, supongamos que fuera así… ¿Cómo es posible que Amanda supiera que ese tal West estaba babeando por Nia? —preguntó Zoe.
—Para ser sincera, ya paso de cuestionarme lo que Amanda sabe y lo que no —dijo Callie—, porque parece que está en todas partes y que se entera de todo.
—Al menos, de todo lo que tenga que ver con nosotros —dije.
Inspiré profundamente y me imaginé tomando el camino no elegido. Amanda tenía razón: había gente maravillosa en el mundo, gente en la que podía confiar.
—¿Puedo? —preguntó Zoe dirigiéndose a Hal, y antes de que pudiera responder, le quitó la postal para examinar de cerca el sello—. Tendremos que investigar este coche en cuanto se nos presente la ocasión.
—Bien pensado —dijo Hal—. Pero ahora, ¿podríamos dejar de hablar de West? Me estoy empezando a rallar un poco con este tema.
No podía estar más de acuerdo.
Mi estómago seguía rugiendo de hambre y necesitaba desesperadamente combustible cerebral. Entonces recordé que mi madre me había guardado algo para picar. ¡Qué torpeza la mía! Le había dicho a mamá que Hal, Callie y yo íbamos a ir al cine después de clase para ver una maratón de películas de Humphrey Bogart.
Abrí la bolsa de comida que tenía en la mochila y me sorprendí al encontrar cuatro gigantescos brownies, bien cargaditos de nueces picadas y con doble ración de chocolate fundido, de esos que como te comas más de uno, te estalla la barriga. Y para acompañar, teníamos cuatro zumos de frutas. Así pues, había de sobra para todos, incluida Zoe.
Una feliz coincidencia… ¿o algo más?