Capítulo 2

Desde que encontré mi ejemplar de Ariel, apenas lo había abierto un par de veces. Sabía lo valioso que era, así que decidí sacar otra edición de la biblioteca para no estropear la mía.

Me leí los poemas al menos una docena de veces. Amanda tenía razón: no cabía duda de que se trataba de una antología asombrosa.

Estasis en la oscuridad.

Después, el azul insustancial.

Diluvio de peñascos e infinitudes…

¿Por qué había esperado tanto para leer estos versos? En cualquier caso, por muy hermosos que fueran, seguían sin darme respuestas.

Mientras Hal y Callie rebuscaban entre las preciadas pertenencias de Amanda, empecé a hojear las primeras páginas de Ariel. Era una primera edición, así que debía de haber costado una fortuna. ¿Cómo se las había arreglado Amanda para pagarla?

Cerré los ojos y traté de imaginarme el lugar en el que la había comprado. ¿En una librería? ¿En algún mercadillo? ¿En eBay? En mi cabeza comenzó a dibujarse una pequeña tienda de antigüedades, donde también había libros. Detrás del mostrador, un anciano de aspecto frágil apuntaba los pedidos en una libreta con ayuda de una calculadora, en lugar de tener una caja registradora o un lector de tarjetas de crédito como los comercios convencionales.

Las imágenes no dejaban de formarse en mi mente. Ahora veía al hombrecillo entregándole el poemario a Amanda, y me llamó la atención que no le diera una bolsa, teniendo en cuenta el valor de aquel ejemplar. Entonces mi imaginación saltó atrás en el tiempo a una escena del pasado. Unas chicas se pasaban el ejemplar de Ariel entre ellas; todas vestían con el mismo pichi de cuadros al estilo de los años 60, probablemente el uniforme de bachillerato de un instituto.

Dejé caer el libro y abrí los ojos. En mi cerebro bullían multitud de preguntas. Aquellas visiones habían sido tan intensas, tan… concretas.

—Raro o no, tenemos que buscarle un sentido —dijo Callie—. ¿Cómo vamos a encontrar a Amanda si no?

—Oye, Nia, ¿estás esperando a alguien? —preguntó Hal de repente, sin apartar la vista de la ventana.

Un segundo después, sonó el timbre. Hal se puso en pie de inmediato y agarró el nórdico de mi cama para tapar el contenido de la caja de Amanda. Mientras tanto, yo me levanté y abrí ligeramente la puerta de mi habitación. Papá aún no había vuelto de trabajar y mamá estaba en una reunión de la subasta, pero había oído a mi hermano merodear por la casa hacía un rato.

Me acuclillé para echar un vistazo desde lo alto de que las escaleras. Cisco salió del salón frotándose los ojos con fuerza. Parecía que todas esas horas que se pasaba delante de la tele viendo la MTV empezaban a afectarle a la vista. En teoría debería estar entrenando con el equipo de fútbol. ¿Sabrían mis padres que había decidido tomarse la tarde libre?

Cuando mi hermano abrió la puerta, en el umbral había una mujer de unos treinta y tantos años. Nunca la había visto antes.

—¿Quién es? —susurró Hal, que se moría de curiosidad.

Negué con la cabeza para indicarle que no tenía ni idea y agucé el oído.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó Cisco.

Aquella mujer parecía un personaje de cuento de hadas. ¡Solo le faltaba la varita mágica! Tenía una melena dorada recogida en un moño y un rostro de muñeca de porcelana: ojos azules y brillantes, mejillas angulosas… Vestía una larga chaqueta rosa que a primera vista se confundía con un vestido.

—Quería hablar con Nia Rivera —dijo, poniéndose de puntillas para otear la casa.

Me recordaba a una estrella de cine de los años 50, lo cual me pareció de lo más intrigante, ya que la primera vez que vi a Amanda tuve esa misma sensación.

—¿Quién es? —repitió Hal, como si yo no le hubiera hecho caso.

Le fulminé con la mirada y tuve que contenerme para no tirarle algo a la cabeza. Después les hice un gesto a los dos para que se reunieran conmigo en lo alto de las escaleras.

—¿Está en casa? —insistió la mujer—. Tiene algo que me pertenece y me gustaría recuperarlo.

—En este momento no está —mintió Cisco, siempre alerta ante cualquier posible peligro—. Ha salido con unos amigos.

—Vaya… —se lamentó la desconocida, y sus labios dibujaron una sonrisita que se me antojó siniestra—. ¿Y esos amigos no serán Callista Leary y Hal Bennett?

Callie y Hal se miraron, sorprendidos.

—¿Y usted quién es, si se puede saber? —preguntó mi hermano.

—Ay, ¡perdona mis modales! —exclamó la mujer tendiéndole la mano—. Me llamo Waverly Valentino. Soy la tía de Amanda Valentino.

Callie se tapó la boca con la mano conteniendo un grito. Por su parte, Cisco se adelantó un poco y le bloqueó el paso a la mujer para evitar que viera el interior de la casa.

—Un placer. ¿Y de qué conoce a mi hermana? —le preguntó con serenidad, haciendo acopio de todo ese encanto suyo que a mí me resultaba tan repelente.

—No lo conozco personalmente —le explicó la extraña—. La cuestión es que mi sobrina ha desaparecido y he oído que Nia y sus amigos la estaban buscando.

—Ah, ¿y quién se lo dijo?

—El subdirector del instituto.

—¿El señor Thornhill? —preguntó Cisco, visiblemente sorprendido—. ¿Cuándo habló con él?

—El otro día —respondió la mujer.

—Está mintiendo —susurró Callie, por si no nos hubiera quedado claro todavía.

No era ningún secreto que el subdirector Thornhill llevaba varias semanas convaleciente porque alguien le había agredido en su despacho. Es más, cuando intentamos visitarle en el hospital, ya no estaba allí. Al parecer le habían dado el alta para trasladarlo a un centro de rehabilitación donde quedaría al cuidado de un tal doctor Joy.

La mujer sacó un pañuelo de su pequeño bolso rosa, que tenía una enorme flor de cuero cosida a la parte delantera. Me pareció la clase de complemento que llevaría Amanda.

—Disculpa —dijo Waverly enjugándose las lágrimas—, es que me emociono mucho cuando hablo de Amanda. Necesito urgentemente recuperar el objeto de mi sobrina. A lo mejor tú lo has visto… Igual está en la habitación de tu hermana. Podríamos echar un vistazo, solo será un momento. No creo que a Nia le importe.

La mujer hizo amago de entrar, pero Cisco se anticipó a sus movimientos.

—Me temo que no será posible —dijo—. Siento no poder ayudarla, señora Valentino.

Suspirando, la mujer sacó una tarjeta de su minibolso. Se la entregó a Cisco y le hizo prometer que me la daría en cuanto volviera a casa.

—Está bien, jovencito, como quieras. Pero no olvides decirle a Nia que me llame. Si no, me veré obligada a acudir a la policía.

—Descuide, se lo diré. Que pase un buen día —dijo Cisco con esa cortesía tan propia de nuestro padre, y a continuación cerró la puerta con firmeza.

Se me puso la piel de gallina. Waverly Valentino parecía una de esas personas que, cuando las veías venir, más te valía cambiar de acera.