Capítulo 15

En cuanto Cornelia se marchó, Hal nos dijo que estaba decidido a investigar la farmacia… ¡esa misma noche!

—¿Por qué no? —preguntó al ver mi cara de pánico.

—Pues porque tenemos hora para volver a casa, ¿o qué te piensas? —le espeté.

—Vale, pues les decimos a nuestros padres que tenemos que ir a la biblioteca para hacer un trabajo —insistió—. Le pediré a mi madre que nos lleve en coche y luego podemos ir andando desde allí.

—Yo me apunto —dijo Callie, pero su padre era el menos controlador de todos.

Eché un vistazo al reloj. Eran casi las ocho y cuarto.

—Vale, de acuerdo, pero mi hermano vendrá a buscarme dentro de una hora.

—¿No podrías pedirle que viniera un poco más tarde? —preguntó Hal.

—Ains… Está bien, llamaré a mis padres —dije cogiendo el móvil, sin saber muy bien qué excusa iba a inventarme.

Pero justo cuando me disponía a marcar el número, alguien llamó de nuevo a la puerta.

—Adelante —dijo Hal.

Un chico entró en la habitación. Tenía el pelo oscuro y enmarañado, la piel olivácea y los ojos más marrones que había visto en mi vida. Parecía de nuestra edad, o quizá un poquito más mayor.

—Hey, qué pasa, tío —le dijo Hal con un tono más coloquial de lo normal.

El chico llevaba varías partituras en una mano y un par de baquetas en la otra.

—Perdona, no sabía que estuvieras ocupado. Tu padre no me ha dicho nada. —Le dijo a Hal, aunque en realidad me estaba mirando a mí.

Llevaba un libro en uno de los bolsillos laterales de sus pantalones militares. Ladeé la cabeza para leer el título: Cartas a un joven poeta, de Rainer Maria Rilke.

He leído ese libro por lo menos una docena de veces.

Hal nos lo presentó. Se llamaba West Kincaid, también estudiaba en Endeavor y además era el cantante, el bajista y el batería ocasional de Girl Like Me.

—Este es el chaval del que te hablé antes, Nia —dijo Hal—. Él escribe nuestras canciones.

—Encantado —dijo West, que parecía no tener ojos más que para mí.

Aunque iba a nuestro instituto, estaba segura de que no le había visto antes. Con esa incipiente barba y la bufanda de cuadros escoceses, parecía el prototipo de estrella de rock indie.

Pero mucho más atractivo.

Al ver la gran sonrisa de West, me di cuenta de que yo también sonreía. Hal nos miró primero a uno y luego al otro, y después tosió ligeramente para romper esa tensión que reinaba en el ambiente y que empezaba a hacerle sentir incómodo.

En ese momento, me sobraban dos personas en la habitación.

Tenía el corazón acelerado y me sudaban las manos.

—¿Has leído ese libro? —le pregunté a West señalando el ejemplar que llevaba en el bolsillo.

—¿Bromeas? Devoro cualquier cosa que me inspire y me ayude a escribir mejor. Y este es mi favorito en ese sentido.

—¿Escribes poesía?

—Bueno, digamos que lo intento… Y hay días que lo consigo.

—¿Y el resto de días?

—Supongo que me basta con ser un chaval normal y corriente que intenta sacar el máximo partido de sus estudios. ¿Quieres que te lo preste? —añadió refiriéndose al libro.

—Gracias, pero no hace falta. Ya lo he leído.

—Vaya —aunque intentó ocultarlo, noté que estaba sorprendido—. Está muy guapo, ¿no crees? «Camine hacia sí mismo y examine las profundidades en las que se origina su vida» —citó.

—«En su fuente encontrará la respuesta a la pregunta de si debe crear» —proseguí—. «Acéptela tal como venga, sin interpretarla».

—Es genial, ¿verdad? —comentó West.

Para ser sincera, y aunque pueda sonar cursi, empecé a sentir que había un poderoso magnetismo en el ambiente.

—Sí. Oye, Hal me tocó hace un rato la canción que has compuesto —le dije—. Es preciosa.

Se me puso la carne de gallina solo de pensar en ella.

—¿De verdad? —sonrió—. ¿Te gustó?

Callie tosió, imitando el gesto que había hecho Hal antes.

—Pues yo pensaba que en el grupo erais todos alumnos de segundo — dijo, en un intento por cambiar de tema—. Aparte de Hal, claro.

West asintió, sin dar la menor importancia a las palabras de Callie. Seguía mirándome embelesado, como si fuera la única persona de aquel cuarto.

—Bueno, ¿y qué te cuentas, tío? —preguntó Hal cuando finalmente consiguió llamar su atención.

West le explicó que había escrito varias letras nuevas y quería que Hal les echara un vistazo.

—También he compuesto la música para acompañarlas. Tócalas cuando puedas y dime a ver qué te parecen.

—Vale, ahora les echo un ojo —dijo Hal.

—De lujo, tío —añadió West mirándome de reojo.

Entonces apareció de nuevo la señora Bennett, disipando de un plumazo el mágico ambiente que reinaba en la habitación. Y no venía sola. Me quedé boquiabierta al ver que a su lado estaba Beatrice Rossiter.

Le habían dado el alta en el hospital hacía poco.

—Menuda fiestecita que te estás montando, ¿eh, Hal? Me temo que aquí vais a estar un poco apretados. ¿Queréis bajar y os saco algo para picar? —preguntó su madre.

—Yo en realidad tengo que irme ya, tío —dijo West—. Llámame luego y me cuentas, ¿va?

—Va —dijo Hal, y se giró hacia su madre—. No preocupes, mamá. Aquí estamos bien, pero gracias igualmente.

Me despedí de West con la mano al tiempo que la señora Bennett invitaba a Bea a unirse a nosotros.

—Callie, Nia, ya conocéis a Beatrice, ¿verdad? —nos preguntó.

Hal se dio cuenta de que Callie era incapaz de articular palabra, así que intentó rebajar la tensión comentando que Bea vivía al otro lado de la calle y que era genial que ya hubiera salido del hospital. La señora Bennett se marchó, farfullando algo sobre aperitivos y sobre movernos al piso de abajo para tener más espacio.

Yo no sabía dónde mirar. Una noche del invierno pasado, Heidi había atropellado a Bea con el coche y, en lugar de llamar a una ambulancia para que fueran a socorrerla, se había ido derecha a casa de Callie para que le proporcionase una coartada.

Callie accedió, sucumbiendo ante las lágrimas y las amenazas de Heidi. Por suerte, Beatrice sobrevivió, pero el accidente le dejó secuelas en todo el costado izquierdo y le desfiguró parte de la cara. De algún modo, Amanda había descubierto la verdad y, poco después de su desaparición, había conseguido que Callie hiciera lo correcto enfrentándose a Heidi, lo cual acabó con la expulsión de Callie del selecto club de las Chicas I.

Algo que supuso una gran mejora para ella, todo hay que decirlo.

—Antes de nada, perdonadme por haberme presentado así por las buenas, sin avisar. Lo que pasa es que vi llegar a Nia en coche, y como luego también apareció Callie en bici…

Me incliné hacia delante, ansiosa por saber qué quería contamos.

—En fin. He oído hablar del Proyecto Amanda que estáis llevando a cabo —prosiguió—, y pensé que tal vez podría ayudaros.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó un sobre. Tenía impresas las palabras en inglés You’ve got a friend. «Tienes un amigo».

—¿Quién te lo dio? —pregunté, cada vez más intrigada.

—Eso me gustaría saber a mí. Alguien me lo dejó en el hospital. Cuando me desperté en la habitación, lo encontré encima de la mesilla.

—Hombre, pues está muy claro quién te lo dio. Un amigo, ¿no? —dijo Hal con una sonrisilla, que desapareció en cuanto vio que a ninguna nos había hecho gracia el comentario.

—También puede ser el título de una canción —dijo Bea, y se puso a tararear el You’ve got a friend de James Taylor.

—Me encanta esa canción —dijo Callie—. Y a mis padres también. La ponían muchas veces y empezaban a bailar por el salón, cuando las cosas… —apartó la mirada, incapaz de terminar la frase.

Hal le pasó un brazo por los hombros para reconfortarla.

Callie no hablaba mucho del tema, pero aun así todo el mundo sabía que su madre los había abandonado a su padre y a ella más o menos por las mismas fechas en las que desapareció Amanda. Ni siquiera había dejado una nota de despedida.

—Hay algo más que tengo que contaros —añadió Bea.

Abrió el sobre y sacó una tarjeta rectangular que en el reverso tenía la ilustración de un cangrejo que se abría paso sobre la superficie del océano.

—He estado investigando y he comprobado que es una carta del tarot —nos explicó mientras se la daba a Callie.

—Es bastante antigua, por lo que parece. Tiene los bordes desgastados y amarillentos —dijo Callie mientras la examinaba por ambos lados.

—¿Crees que fue Amanda quien te la dejó? —pregunté.

—¿Quién si no?

—Podría haber sido cualquiera —dijo Callie.

—No —replicó Hal negando con la cabeza—. No olvidéis que estamos hablando de Amanda: la reina de misterios.

—En realidad todos acaban teniendo un sentido cuando te paras a pensar en ellos —repliqué.

Lo que me seguía intrigando en ese momento era la relación que había entre Bea y Amanda.

Cuando Hal se coló en el ordenador de Thornhill por segunda vez y abrió aquel archivo de códigos y nombres, pinchó sobre el de Bea y vio una foto en blanco y negro en la que aparecía junto a Amanda. Las dos llevaban unas pelucas a juego y parecían gemelas.

—¿Así que Amanda fue a visitarte al hospital? —le preguntó Callie.

—Eso creo. Al fin y al cabo, estuve inconsciente la mayor parte del tiempo. Pero sé lo mucho que le gustan las ilustraciones del tarot… Al menos, eso fue siempre lo que me dijo. Solía hablarme de los ilustradores a los que admiraba y coleccionaba algunas cartas.

—¿En serio? —preguntó Hal, que parecía tan sorprendido como yo.

Aunque pensándolo mejor, tampoco era tan raro: Amanda admiraba cualquier forma de arte.

—En cualquier caso, cuando estuve investigando —prosiguió Bea—, descubrí que esta carta en concreto, la del cangrejo que emerge del agua, simboliza que alguien está saliendo de su guarida.

—Igual que hace ella cada vez que nos deja una pista —concluí.

—Tal vez sea una señal de que está planeando salir de su escondite definitivamente —aventuró Bea, incapaz de ocultar un tono de esperanza en su voz.

—¿Cómo de estrecha era tu relación con Amanda? —le pregunté sin andarme con rodeos.

—Ella siempre fue muy buena conmigo —empezó Bea, sentándose en la cama de Hal—. Íbamos juntas a clase de español, y Amanda dio la cara por mí cuando Heidi y sus Chicas I me torturaron.

—¿Te torturaron? —pregunté, extrañada, mientras examinaba la carta.

Bea se abrazó a una de las almohadas de Hal.

—Bueno, al menos yo sentía que era así. No paraban de de meterse conmigo, decían que parecía una vieja de los años 60, como si acabara de salir de una máquina del tiempo. Y todo porque me gusta la ropa desteñida y los complementos de cáñamo. Me llamaban Bea la Boba y la aprendiz de hippy, y siempre se burlaban de mí haciendo el símbolo de la paz. No podía aguantarlo más.

Miré de reojo a Callie, que apartó la mirada, tal vez porque no era la primera vez que escuchaba esas burlas.

—Era horrible, mil veces peor que en el colegio —prosiguió Bea—. Pero Amanda hacía que fuera algo medianamente soportable. Se sentaba a mi lado y escribía mensajes graciosos en los márgenes de su cuaderno. Cosas como: «¿Soy yo, o Heidi está hoy más naranja de lo normal? A lo mejor tiene una sobredosis de vitamina C, o igual es que de camino a clase se estrelló contra un camión de Fanta». Se refería a su bronceado de bote, claro —explicó Bea.

Callie soltó una risita.

—También compartíamos nuestros libros favoritos, nos recomendábamos música y comentábamos citas de autores famosos. Amanda conocía un montón de frases célebres —añadió—. Así resumido no parece gran cosa, pero la verdad es que me ayudó mucho a salir adelante.

—Era tu amiga —dije, para que quedara claro de una vez.

—Se puede decir que sí —dijo Bea encogiéndose de hombros y clavando la mirada en las palabras del sobre—. Pero era tan… impredecible. Ya sabéis, una de esas personas que vienen y van, que tan pronto comparten todo contigo como al día siguiente no dan señales de vida. Por eso nunca he estado segura de qué éramos nosotras dos exactamente.

—Sí, eso es muy típico de Amanda —asentí.

—¿Podemos quedarnos con la carta, Bea? —preguntó Hal.

—Claro. Incluso podríais escanearla y colgarla en la web, si queréis. He estado siguiendo la búsqueda desde allí durante el postoperatorio.

Pasé los dedos sobre la imagen del cangrejo y de repente vislumbré aquella carta en la mano de Amanda. Incluso distinguía el color de su esmalte de uñas: una mezcla de verde y amarillo chillón que hacía juego con el anillo de topacio que llevaba en el dedo corazón.

Cerré los ojos y vi cómo sacaba la carta de uno de sus cuadernos llenos de collages. Después la metió en un sobre y la dejó sobre la mesilla del hospital, donde Bea yacía adormecida, con el rostro oculto bajo una gruesa capa de vendas.

Pero la imagen se desvaneció de pronto, cuando Hal me quitó la carta del regazo.

Una parte de mí quiso arrebatarle la carta del tarot para terminar la visión que había dejado a medias. Pero otra parte de mí estaba muerta de miedo por el hecho de que, al tocar un objeto, fuera capaz de ver una parte de su historia.

—Bea, ¿recuerdas algo de esa noche? —preguntó Callie de repente—. La noche del accidente, quiero decir.

Hal y yo intercambiamos una mirada, sorprendidos de que Callie sacase el tema.

—Esa es otra cosa de la que quería hablaros —dijo Bea lentamente, mirándonos alternativamente a todos—. Aquella noche llevaba la peluca rosa de Amanda.

—¿Cuando volvías a casa? —pregunté, incapaz de contenerme.

—Sí. Había quedado con Amanda antes en la biblioteca para estudiar un examen de español. Heidi también estaba allí. No con nosotras, claro, sino en la mesa de al lado. El caso es que empezó a meterse conmigo, como siempre, preguntándome quién me había hecho esas trenzas, que Woodstock ya se había acabado y que volviera de una vez al siglo XXI. Cuando se marchó, Amanda me dijo que Heidi no tenía ni idea de lo que decía, y que en todo caso, mis trenzas estaban mucho más de moda que la peluca rosa que llevaba aquel día. Sin darme tiempo a reaccionar, se la quitó y me pidió que le hiciera unas trenzas como las mías. Así que lo hice, pero luego me sentí un poco rara al vernos peinadas igual, como si fuéramos gemelas…

—Déjame adivinar: te pusiste su peluca —dije.

—Sí, y me la llevé puesta de camino a casa aquella noche —concluyó Bea.

Me mordí el labio. Recordaba esa peluca fucsia a la perfección. Era inconfundible, con esa maraña de rizos, el flequillo sobre la frente y media melena que se derramaba sobre la espalda de Amanda.

—Entonces, ¿crees que te confundieron con Amanda? —pregunté, horrorizada.

—No lo sé. Pero no creo que haya otra persona en Orion que lleve una peluca como esa.

Hal se puso a dibujar la peluca en su cuaderno. Era una reacción espontánea a los momentos de estrés.

—No estarás insinuando que te atropellaron a propósito, ¿verdad? —dije, dudando si Bea había llegado a reconocer a Heidi al volante.

—La verdad es que no lo sé, Nia —se limitó a decir Bea encogiéndose de hombros—. Tal vez ella me atropelló pensando que era Amanda.

—¿Ella? —preguntó Callie, que conocía la respuesta mejor que nadie.

—Fue Heidi —susurró Bea—. Después de atropellarme, se acercó a ver si estaba muerta. Recuerdo que estaba tirada de costado en la carretera y me moría de dolor.

—¿Estabas consciente? —exclamé, cada vez más estupefacta.

—Sí, y ahora viene lo más extraño. La verdad es que la escena entera fue un poco surrealista. Heidi se asomó por la ventana de un coche oscuro, diciendo el nombre de Amanda, pero cuando se dio cuenta de que era yo… su expresión cambió. Entonces parecía… asustada.

Miré a Callie. Dado que Heidi había ido al volante del coche de su padre aquella noche, quería que nos confirmara si, efectivamente, el Beamer del señor Bragg era de color azul oscuro. Pero no hizo falta que dijera nada, pues la expresión de su rostro lo decía todo: los ojos como platos, la boca abierta, la cara pálida. Era evidente que sí.

—¿Por qué no se lo contaste a la policía? —le pregunté.

—¿Qué te hace pensar que no lo hice? —Bea se enjugó las lágrimas con la almohada de Hal— Le dije a la policía lo que vi. Vinieron al hospital para hablar conmigo, pero por desgracia el oficial que me interrogó fue el propio padre de Heidi. El jefe Bragg me dijo que me lo había imaginado todo, que los médicos decían que estaba inconsciente cuando me encontraron y que era habitual que las víctimas de accidentes tuvieran alguna clase de alucinación antes de perder el conocimiento.

—Pero entonces. ¿¡Por qué se molestó siquiera en preguntarte!? —estalló Hal negando con la cabeza, furioso.

—El jefe Bragg me preguntó por qué volvía sola en bici a casa, e insinuó que igual me había estrellado en la carretera por haber bebido o tomado drogas. Le conté lo que recordaba del accidente, pero dijo que Heidi estuvo con él esa noche.

—Por lo visto, recogió a Heidi en la biblioteca y se la llevó a cenar —dijo Bea—. Según él, media hora antes de que le llamaran para venir a interrogarme al hospital, estaba con ella en un restaurante.

—¡Eso es mentira! —explotó Callie, indignada.

Heidi había ido a su casa aquella noche en busca de una coartada. Lo que Heidi no sabía entonces era que su padre también le había preparado una.

Esperé unos instantes para ver si Callie añadía algo más, pero, al ver que no, me acerqué a Bea y la abracé con todas mis fuerzas, dando gracias al cielo por que hubiera sobrevivido. Al parecer Heidi era mucho más peligrosa de lo que jamás hubiéramos imaginado, y mientras el señor Bragg siguiera siendo el jefe de policía de Orion, ninguno de nosotros estaba a salvo.