20

Habían llevado una cama turca a la oficina de Nim. Ya estaba allí cuando volvió, preparada con sábanas, una manta y una almohada, tal como la había pedido.

Vicki se había ido a su casa.

Todavía tenía la mente llena de Karen. A pesar de las palabras de Cynthia, persistía la sensación de culpa. Culpa, no solo suya, sino también de la «CGS» de la que formaba parte, y que le había fallado a ella. Para la vida moderna, la electricidad se había convertido en un salvavidas —literalmente en el caso de gente como Karen— y no debía faltar fuera por lo que fuera. La seguridad del servicio era, después de todo, el primer deber, una tarea casi sagrada, de cualquier servicio público como la «CGS». Y, sin embargo, el salvavidas fallaría —trágicamente, tristemente, en cierto sentido innecesariamente— una y otra vez a partir de mañana. Nim estaba seguro de que mientras hubiera cortes rotativos, habría otras pérdidas y sufrimientos, muchos imprevistos.

¿Dejaría alguna vez de sentirse culpable de lo ocurrido a Karen?, se preguntó. Quizá con el tiempo, pero no ahora.

Nim deseó tener alguien con quien hablar en ese momento, en quien confiar. Pero a Ruth no le había hablado de Karen, y ahora no podía hacerlo.

Se sentó frente al escritorio y apoyó la cara en las manos. Al cabo de un rato, comprendió que debía hacer algo que le distrajera la mente. Por lo menos durante una o dos horas.

Los sucesos del día —trauma sobre trauma— le habían impedido trabajar en los papeles acumulados en el escritorio. Si no repasaba algunos esa noche, mañana tendría el doble. Como distracción o por cualquier otra razón, se sentó a trabajar.

Llevaba concentrado ya diez minutos cuando oyó sonar el teléfono en la recepción. Lo contestó desde su extensión.

—Apostaría —dijo la voz de Teresa van Buren— que pensaba que por hoy había terminado con la tarea de portavoz de la compañía.

—A decir verdad, Tess, la idea no se me había ocurrido.

La directora de Relaciones Públicas rio.

—La prensa nunca duerme; tanto peor. Aquí tengo dos personas que querrían verle. Una es de «AP», que tiene algunas preguntas suplementarias para un artículo nacional sobre nuestros cortes rotativos. La otra es Nancy Molineaux, que no quiere decir qué demonios quiere, pero que quiere algo. ¿Qué le parece?

—Está bien, que pasen —suspiró Nim.

Había momentos, y aquél era uno, en que lamentaba la deserción y ausencia del juez Yale.

—No me quedo —dijo la directora de Relaciones Públicas unos minutos después. Presentó al periodista de «AP», un hombre maduro de ojos húmedos y tos de fumador. Nancy Molineaux prefirió esperar en la recepción hasta que el otro terminara.

Las preguntas del hombre de la agencia fueron profesionales y concienzudas, y escribió las respuestas de Nim en una taquigrafía personal, en el papel de la agencia. Cuando terminaron, se levantó para irse y preguntó:

—¿Le mando a la chica?

—Sí, por favor.

Nim oyó que la puerta exterior se cerraba, y entró Nancy.

—¡Hola! —dijo ella.

Como siempre, estaba elegante pero sencillamente vestida. Esa noche, con un vestido de seda color coral, complemento perfecto para su tez negra impecable. Su hermosa cara de pómulos altos parecía haber perdido algo, aunque no todo, de su altanería. Nim pensó que quizás era porque desde su encuentro en el hotel «Christopher Columbus» y los terribles hechos que se sucedieron, se había mostrado más amistosa.

Se sentó frente a él y cruzó las largas y bien formadas piernas. Nim las miró brevemente y luego desvió la vista.

—¡Hola! —saludó—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—He traído esto —se levantó y dejó una tira larga de papel sobre el escritorio. Vio que era una copia de un teletipo.

—Es una noticia que se acaba de conocer —dijo Nancy—; estará en los periódicos de mañana. Nos gustaría desarrollarla con algunos comentarios —los suyos, por supuesto—, por la tarde.

Haciendo girar el sillón para tener mejor luz, Nim dijo:

—Deje que lo lea.

—Le sería difícil comentarlo sin leerlo —dijo ella indolentemente—. Tómese el tiempo que necesite.

Él leyó la noticia rápidamente; luego volvió al comienzo y la estudió con atención.

Washington, D. C., tres de mayo. En un gesto dramático para solucionar la presente crisis de petróleo, los Estados Unidos emitirán una nueva moneda que se conocerá como dólar nuevo. Tendrá respaldo oro y equivaldrá a diez dólares actuales.

El presidente anunciará el nuevo dolaren la Casa Blanca en una conferencia de prensa mañana por la tarde.

Pedirá a las naciones de la OPEP que acepten el nuevo dólar en pago de su petróleo con ajustes de precio a negociar.

La reacción inicial de la OPEP ha sido cautamente favorable, sin embargo, el portavoz de la OPEP, el jeque Ahmed Musaed, afirmó que se solicitará una comprobación independiente sobre las reservas de oro de los Estados Unidos antes de concluir cualquier pacto basado en el nuevo dólar.

«No nos atreveríamos a sugerir que los Estados Unidos han mentido acerca de sus reservas de oro —dijo el jeque Musaed a los periodistas esta noche en París—, pero ha habido rumores persistentes, que no pueden descartarse enteramente. En consecuencia, deseamos asegurarnos de que el respaldo oro del nuevo dólar es real y no ilusorio.»

Se espera que el presidente informe a los americanos que pueden adquirir dólares entregando los viejos en la proporción de diez por uno; al principio, la conversión será voluntaria, pero de acuerdo con la legislación proyectada, será obligatoria dentro de cinco años. A partir de entonces, el viejo dólar será eliminado, conservando valor únicamente como pieza para coleccionistas.

Es indudable que durante la conferencia de prensa se preguntará al presidente…

Nim pensó que el hecho que el cabildero de la «CGS» en Washington había mencionado la semana anterior como posible se había convertido en realidad.

Se dio cuenta de que Nancy Molineaux esperaba.

—No soy ningún genio de las finanzas —dijo Nim—, pero no creo que sea necesario serlo para saber que lo que está ocurriendo allí —golpeó la hoja de teletipo con un dedo— era inevitable desde hace tiempo, desde que comenzó la inflación y también desde que pasamos a depender del petróleo importado. Lamentablemente, muchas personas decentes, de la clase media, que trabajaron duramente y acumularon ahorros, son las que se verán más perjudicadas cuando formen fila para cambiar sus dólares, diez por uno. Por otra parte, lo único que se conseguirá es darnos algo de tiempo. Tiempo hasta que dejemos de comprar petróleo que no podemos pagar, hasta que dejemos de gastar dinero que no tenemos y comencemos a desarrollar nuestras propias fuentes de energía aún sin explorar.

—Gracias —dijo Nancy—; eso me viene muy bien —guardó la libreta en la que estaba escribiendo—. De paso, en el periódico parecen pensar que usted es el Señor Oráculo. Ah, sí, y hablando de eso, le gustará saber que en la edición del domingo vamos a reproducir lo que usted dijo en aquel debate de septiembre, cuando se enfadó y salió mal parado. De pronto, tiene más sentido del que pareció tener entonces —se le ocurrió una idea—. ¿Quiere decirme, para dejar constancia, cómo se siente en cuanto a todo aquello?

Siguiendo un impulso, Nim abrió un cajón de su escritorio, sacó una carpeta. De ella extrajo una hoja de papel azul y leyó en voz alta:

Sé en el momento de la cosecha, indulgente, gentil

Abierta la mente a objetivos amplios

Diviértete con las rebeldías de la vida

—No está mal —dijo Nancy—. ¿Quién lo escribió?

—Alguien —descubrió que le costaba hablar—. Alguien que murió hoy.

Se hizo un silencio y luego ella preguntó:

—¿Puedo leerlo todo?

—¿Por qué no? —le alcanzó el papel.

Cuando Nancy terminó, levantó la vista.

—¿Una mujer?

Él asintió.

—¿Por eso tenía esa cara cuando entré aquí esta noche… como si lo hubieran barrido del suelo de un establo?

Nim sonrió brevemente.

—Si ése era mi aspecto, supongo que sí.

Nancy dejó la hoja de papel sobre la carpeta.

—¿Quiere contarme algo? Reservadamente, si lo prefiere.

—Sí —dijo él—, será reservado. Se llamaba Karen Sloan. Era cuadripléjica desde los quince años —se calló.

—Siga —dijo Nancy—, le escucho.

—Creo que era la persona más hermosa, desde todo punto de vista, que jamás conocí.

Una pausa y luego:

—¿Cómo la conoció?

—Casualmente. Ocurrió justo después del apagón de julio.

Hacía apenas una hora, Nim había deseado tener a alguien con quien hablar, en quien confiar. Ahora lo volcó todo sobre Nancy. Ella le escuchó, intercalando alguna pregunta, pero en general se quedó en silencio. Cuando describió la muerte de Karen, ella se levantó y caminó por la habitación, diciendo muy bajo:

—¡Dios mío! ¡Oh, Dios mío!

—Ahora comprenderá que no es sorprendente que pareciera barrido de un establo.

Nancy había vuelto al escritorio. Señaló los papeles desparramados.

—Y, entonces, ¿por qué se ocupa de toda esa porquería?

—Tenía que trabajar. Todavía tengo que hacerlo.

—¡Mierda! Échelo al cesto de los papeles y vaya a su casa.

Él movió la cabeza y miró la cama.

—Hoy duermo aquí. Todavía tenemos problemas, y mañana, ¿recuerda?, comienzan los cortes rotativos.

—Entonces venga a casa conmigo.

Él debió demostrar sorpresa, porque ella agregó bajito:

—Mi apartamento está a cinco manzanas de aquí. Puede dejar el número de teléfono, y si le necesitan estará de vuelta en seguida. Si no le llaman, le daré el desayuno antes de que se vaya.

Estaban frente a frente. Nim tuvo conciencia del perfume almizcleño del cuerpo de Nancy, delgado, sinuoso, deseable. Ansió conocerla mejor. Mucho mejor. Y supo que —como le había ocurrido tan a menudo en su vida, y esta noche por segunda vez— una mujer le estaba seduciendo.

—Es un ofrecimiento que no se repite —dijo ella secamente—. Así que decídase. ¿Sí o no?

Él vaciló un átomo de segundo. Luego dijo:

—Sí, vamos.