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Con su robusto cuerpo apretujado en el «Fiat» X 19 de dos plazas, Nim Goldman avanzó a través de las calles del centro, dirigiéndose al noreste, hacia San Roque, el suburbio donde vivían Walter y Ardythe Talbot. Conocía bien el camino, pues lo había recorrido muchas veces.

Anochecía ya; más o menos una hora después de la hora punta del tráfico de los que volvían a casa, el camino todavía resultaba pesado. El calor del día había disminuido algo, pero no mucho.

Nim cambió de posición en el pequeño automóvil, esforzándose por ponerse cómodo, y eso le recordó que últimamente había aumentado de peso y que debía bajar algo antes de que sus dificultades con el «Fiat» se agravaran. No tenía intención de cambiar de coche. Estaba convencido de que los que conducían coches más grandes desperdiciaban combustible ciegamente y vivían una felicidad ilusoria que se acabaría pronto, en medio de una serie de desastres, uno de ellos un déficit paralizante de energía eléctrica.

Tal como lo veía Nim, el breve apagón de hoy era tan solo un anuncio, un hors d’oeuvre desagradable, de futuros cortes más serios, trastornadores, quizás en uno o dos años. Lo malo era que a nadie parecía preocuparle. Aun dentro de la «CGS», en mucha gente que tenía acceso a los mismos hechos y poseía la misma perspectiva general que Nim, se notaba una complacencia, algo así como: «No os preocupéis. Todo saldrá bien. Nos arreglaremos. Mientras tanto, hagamos tambalear el barco alarmando al público.»

En los últimos meses solo tres personas, dentro de la jerarquía de la «Golden State», Walter Talbot, Teresa van Buren y Nim, habían insistido en un cambio de actitud. Pedían menos timidez, más sinceridad. Pedían advertencias contundente s, inmediatas, al público, la prensa y los políticos, de que se avecinaba una hambruna eléctrica calamitosa, que nada podría evitarla enteramente, y solo un plan intensivo de construía ion de centrales, unido a medidas de prevención generales y dolorosas, podría aminorar sus efectos. Pero hasta ahora habían prevalecido la cautela convencional y el temor de ofender a las autoridades del Estado. No se había iniciado ningún cambio. Ahora, Walter, uno del trío de cruzados, había muerto.

Un resurgimiento de su pena invadió a Nim. Antes había contenido las lágrimas. Ahora, en la intimidad del coche en movimiento, las dejó brotar, y se deslizaron por las mejillas. Angustiado, deseó poder hacer algo por Walter, aunque fuera algo tan intangible como rezar. Intentó recordar el kaddish de los deudos, la oración judía que había escuchado ocasionalmente en los servicios de difuntos, dicha por tradición por el pariente varón más próximo, en presencia de diez hombres judíos. Los labios de Nim se movieron en silencio, tropezando con las antiguas palabras arameas. Yisgadal veyiskadash sh’may rabbo be’olmo deevro chiroosey ve’yamlich malchoosey… Se detuvo, olvidado del resto de la oración, y comprendiendo a un tiempo que en realidad el mismo hecho de rezar era ilógico en él.

En su vida había habido momentos —éste era uno de ellos— en los que Nim sentía en lo profundo de su ser algo que anhelaba la fe religiosa, la identificación personal con su ascendencia. Pero la religión, su práctica al menos, era una puerta cerrada. La había cerrado de un golpe su padre, Isaac Goldman, cuando llegó a América desde la Europa Oriental; un joven inmigrante sin un centavo y socialista ferviente. Hijo de un rabino, Isaac encontró incompatible el socialismo y el judaísmo. Rechazó la religión de sus antepasados, destrozando el corazón de sus padres. Aún hoy, el viejo Isaac, con sus ochenta y dos años, se seguía mofando de los principios básicos de la fe judía, a los que describía como «una charla banal entre Dios y Abraham, y el necio cuento de hadas de un pueblo elegido».

Nim se había criado de acuerdo con la elección hecha por su padre. La festividad de la pascua de los hebreos y los Días Más Sagrados, Rosh Hashanah, Yom Kippur, no eran observados en la familia Goldman, y ahora, siempre como resultado de la rebelión personal de Isaac, una tercera generación, los propios hijos de Nim, Leah y Benjy, estaba alejada de la tradición y la identidad judías. No habían planeado el bar mitzvah para Benjy, omisión que a veces preocupaba a Nim y le hacía preguntarse si la decisión que había tomado para sí le daba derecho a separar a sus hijos de cinco mil años de historia judía. Sabía que no era demasiado tarde; pero, por ahora, Nim no había resuelto el problema.

Al pensar en su familia, Nim se dio cuenta de que no había llamado a Ruth para decirle que llegaría tarde. Cogió el teléfono que tenía a su derecha debajo del panel de instrumentos, comodidad que le proporcionaba y le costeaba la «CGS». Le contestó una telefonista a la que dio el número de su casa. Momentos después escuchó el sonido del timbre y luego una voz pequeña: «La residencia Goldman, habla Benjy Goldman.» Nim sonrió. Así era Benjy, ya a los diez años, preciso y disciplinado, en contraste con su hermana Leah, cuatro años mayor, eternamente desorganizada, que contestaba el teléfono con un indiferente «¡Hola!».

—Soy papá —dijo Nim—. Hablo por el móvil —le había enseñado a su familia a esperar cuando decía eso, porque por radioteléfono las conversaciones no se pueden precipitar. Agregó—: ¿Todo va bien por casa?

—Sí, papá, ahora sí. Pero la electricidad se cortó —Benjy se rio brevemente—. Supongo que lo sabías. Y papá, puse en hora todos los relojes.

—Está muy bien; sí, lo sabía. Me gustaría hablar con tu madre.

—Leah quiere…

Nim oyó unos pies que se arrastraban y luego la voz de su hija.

—¡Hola! Hemos oído las noticias por la tele. Tú no estabas —Leah parecía reprochárselo. Los niños se habían acostumbrado a ver a Nim por televisión como portavoz de la «CGS». Quizá la ausencia de Nim en la pantalla ese día rebajaría a Leah ante sus amigas.

—Lo siento, Leah. Estaban pasando muchas otras cosas. ¿Puedo hablar con tu madre?

Otra pausa. Luego:

—¿Nim? —la dulce voz de Ruth. Oprimió el botón para hablar.

—El mismo. Y lograr hablar contigo es como abrirse paso entre una multitud.

Mientras hablaba cambió de carril en la autopista, conduciendo el «Fiat» con una mano. Un cartel indicaba que la salida para San Roque estaba a dos kilómetros.

—¿Lo dices porque los niños también quieren hablar? Quizá sea porque no te ven mucho en casa —Ruth nunca levantaba la voz, siempre era suave, incluso cuando hacía un reproche. Era un reproche justo, admitió en silencio, lamentando haber tocado el tema—. Nim, hemos oído lo de Walter. Y los otros. Lo han dicho en las noticias; es terrible. Lo siento en el alma.

Sabía que era sincera, y que conocía la amistad que les unía.

Esa manera de comprender era característica de Ruth, aunque en otros sentidos ella y Nim parecían tener menos afinidad ahora en comparación con otros tiempos. No es que existiera una hostilidad declarada. No la había. Ruth, con su serena imperturbabilidad, nunca permitiría que llegaran a eso, pensó Nim. La visualizó en ese momento, tranquila y competente, sus suaves ojos grises llenos de simpatía. A menudo había pensado que tenía un algo de madonna. Aun sin belleza, que poseía en abundancia, su sola personalidad la hubiera hecho hermosa. También sabía que estaría compartiendo este momento con Leah y Benjy, explicándoles, tratándoles como iguales, de esa manera sencilla que era habitual en ella. Nim nunca dejaba de respetar a Ruth, especialmente como madre. Sucedía simplemente que su matrimonio había perdido interés, se había vuelto casi aburrido; personalmente lo veía como «un camino sin tropiezos que no lleva a ninguna parte». Había otra cosa, quizá consecuencia de su mutua desazón. Recientemente Ruth parecía haber encontrado intereses propios, intereses de los que no quería hablar. Nim había llamado a casa varias veces, y no estaba allí, cuando normalmente hubiera debido estar; en cambio, parecía haber salido todo el día y luego evitaba dar explicaciones, lo que no era típico de ella. ¿Tendría un amante? Suponía que era posible. De todos modos, Nim se preguntaba durante cuánto tiempo y hasta dónde seguirían a la deriva antes de que ocurriera algo terminante, una confrontación.

—Todos estamos conmovidos —admitió él—, Eric me pidió que fuera a ver a Ardythe y ya estoy en camino. Supongo que volveré tarde. Probablemente muy tarde. No me esperes levantada.

Eso no era ninguna novedad, por cierto. Nim trabajaba hasta tarde más de una noche. Resultado: se retrasaba la cena o él la omitía. También significaba que veía poco a Leah y Benjy, quienes a menudo estaban en cama, durmiendo, cuando llegaba Nim. A veces se sentía culpable por el poco tiempo que pasaba con los niños, y sabía que a Ruth la preocupaba, aunque era muy raro que lo dijera. A veces deseaba que ella se quejara más.

Pero la ausencia de esta noche era diferente. No necesitaba más explicaciones ni excusas, ni siquiera para él mismo.

—Pobre Ardythe —dijo Ruth—. Justo cuando Walter estaba a punto de jubilarse. Y ese anuncio complica las cosas.

—¿Qué anuncio?

—¡Oh!, supuse que lo conocías. Estaba en las noticias. La gente que puso la bomba mandó un… comunicado, creo que lo llaman, a una emisora de radio. Se jactaban de lo que habían hecho. ¿Te imaginas? ¿Qué clase de gente puede ser?

—¿A qué emisora de radio? —mientras hablaba colgó el teléfono con un gesto rápido, conectó la radio del coche, y luego volvió a coger el teléfono a tiempo para oír a Ruth que decía: «No lo sé.»

—Oye —le dijo él—, es importante que lo oiga. Así que ahora corto y, si puedo, te llamo desde casa de Ardythe.

Nim colocó el auricular en su sitio. Ya tenía la radio conectada con una emisora que estaba dando noticias, y una mirada al reloj le dijo que faltaba un minuto para la media hora, momento en que harían un resumen informativo.

La salida a San Roque ya estaba a la vista, y maniobró el «Fiat» para cogerla. La casa de los Talbot quedaba aproximadamente a un kilómetro y medio de allí.

Por la radio, el toque de una trompeta, subrayado por el código Morse, anunció el boletín de noticias. La que esperaba Nim fue la primera.

Un grupo que se autodenomina «Amigos de la Libertad» reclama la responsabilidad por la explosión de hoy en la central de la «Golden State». La explosión cobró cuatro vidas y provocó un extenso corte de energía.

La revelación la grabaron en una cinta que llegó a una emisora de radio a últimas horas de la tarde. La policía dice que la información de la cinta prueba su autenticidad. Están examinando la grabación en busca de posibles pistas.

Era obvio, pensó Nim, que la emisora que escuchaba no era la que había recibido la cinta. A la gente de la radio no le gusta admitir la existencia de competidores y, aunque las noticias como ésta son demasiado importantes para silenciarlas, no daban el nombre de la otra emisora.

Según se informa, en la cinta grabada, la voz de un hombre, no identificado hasta ahora, afirmó, citamos: Los «Amigos de la Libertad» están consagrados a la revolución del pueblo y rechazan el codicioso monopolio capitalista de poder que pertenece por derecho al pueblo. Fin de la cita.

Al comentar las muertes que ocurrieron, la grabación dice, citamos: No se había pensado en muertes, pero en la revolución del pueblo que ahora empieza, los capitalistas y sus esbirros serán las víctimas que sufrirán por sus crímenes contra la humanidad. Fin de la cita.

Un funcionario de la compañía «Golden State» confirmó que la explosión de hoy fue un sabotaje, pero no quiso decir más.

Posiblemente pronto suban los precios de la carne. En Washington, el secretario de Agricultura dijo hoy al público consumidor…

Nim apagó la radio. La noticia le deprimió con su inútil futilidad. Se preguntó cuál habría sido el efecto en Ardythe Talbot, a quien vería en pocos minutos.

En la oscuridad creciente vio varios coches aparcados delante de la modesta casa de dos pisos de los Talbot, con sus muchos canteros de flores, el pasatiempo de toda la vida de Walter. En la planta baja las luces estaban encendidas.

Nim encontró un sitio para el «Fiat», lo cerró, y tomó el camino de entrada a la casa.