9

—De acuerdo con lo que ocurrió —dijo Nim consultando sus notas—, estuvimos bastante acertados. Permitan que les recuerde hasta qué punto.

Hizo una pausa para beber el whisky con soda que Oscar O’Brien le había servido hacía unos minutos, antes de comenzar la reunión.

Era el domingo por la tarde. Invitado por el consejo general, el «grupo de pensamiento» se había reunido en su casa, donde estaban instalados en un cómodo invernadero. Los otros tres se habían mostrado dispuestos a colaborar cuando Nim les habló, y más aún cuando les comunicó los deseos de J. Eric Humphrey.

La casa de O’Brien, situada sobre un acantilado y con playa abajo, ofrecía una vista magnífica de la zona del puerto, donde había multitud de veleros; los tripulantes de fin de semana giraban, corrían, evitaban choques milagrosamente, entre un revoloteo de gorras blancas levantadas por una fuerte brisa del oeste.

Como en todas las otras reuniones del grupo, funcionaba un magnetófono.

—Sobre la base de la información que teníamos entonces —continuó Nim—, información que en el mejor de los casos era esquemática, construimos la hipótesis de que el líder y cerebro de «Amigos de la Libertad» era un hombre, «X», muy varonil y vanidoso, y con una mujer confidente que trabajaba muy unida a él. También creíamos que «X» había asesinado a los dos guardias en Millfield y que la mujer estaba presente en el momento del crimen. Además, llegamos a la conclusión de que la mujer podía ser el eslabón débil y llegar a provocar la ruina de «X».

—Había olvidado algunas de esas cosas —interrumpió Teresa van Buren—. ¡Por Dios, cómo dimos en el blanco!

La directora de Relaciones Públicas, que parecía recién llegada de un descansado fin de semana doméstico, llevaba una ajada túnica verde que cubría su amplia figura. Como siempre, estaba despeinada, probablemente porque se pasaba los dedos por el pelo siempre que pensaba. Tenía los pies desnudos, y el par de gastadas sandalias que se había quitado estaba al lado de la silla.

—Sí —reconoció Nim—, lo sé. Y les confesaré que tengo la culpa de que no continuáramos con las reuniones. Supongo que perdí la confianza, y me equivoqué —decidió no decir nada sobre cómo había influido el juez Yale, quien después de todo se había limitado a dar una opinión. Nim prosiguió—: Ahora que conocemos la identidad de «X» y bastantes otras cosas sobre él, quizá podamos usar el mismo método para ayudar a encontrarle.

Calló, consciente de que tres pares de ojos le miraban con atención; luego agregó:

—Quizá no. Pero el presidente piensa que debemos intentarlo.

Oscar O’Brien gruñó y se quitó de los gruesos labios el cigarro que estaba fumando. El aire ya estaba espeso de humo, circunstancia que desagradaba a Nim, pero estaba en casa de O’Brien y no era razonable protestar.

—Estoy dispuesto a probar —dijo el abogado—. ¿Por dónde empezamos? —llevaba unos pantalones grises viejos, gastados, amplios, abolsados por debajo del vientre prominente, un pullover amplio y zapatillas sin calcetines.

—He preparado un memorándum —dijo Nim. Abrió el portafolios y sacó copias, que entregó a cada uno. El memorándum contenía toda la información publicada después de la convención del «INE» sobre «Amigos de la Libertad» y Georgos Archambault. La mayor parte provenía de las notas de Nancy Molineaux.

Nim esperó a que los demás acabaran de leer y preguntó:

—¿Hay algo más que alguno sepa y que no esté aquí?

—Yo podría tener una o dos cosas —adelantó Harry London.

El jefe de Protección Patrimonial se había mostrado frío al encontrarse con Nim, recordando probablemente las palabras ásperas que habían intercambiado hacía dos días. Pero su tono fue normal cuando dijo:

—Tengo amigos en las fuerzas de seguridad. Como Nim sabe, a veces me dicen cosas.

A diferencia de los otros, incluyendo a Nim, que también se había vestido informalmente, London estaba impecable, con pantalones beige con la raya bien marcada, y camisa almidonada. Los calcetines entonaban con el conjunto. Los zapatos de cuero relucían.

—Los periódicos mencionaron que Archambault llevaba un diario —dijo London—, y fue encontrado entre los otros papeles. Eso está ahí —tocó el memorándum de Nim con una uña—. Lo que no está y no se ha revelado, porque el fiscal espera usarlo como evidencia en el juicio de Archambault, es lo que dice el diario.

Van Buren preguntó:

—¿Usted ha visto el diario?

—No. Pero me enseñaron una fotocopia.

Como de costumbre, pensó Nim, Harry London hablaba con su característico ritmo pedante. O’Brien preguntó con impaciencia:

—Está bien, ¿qué dice el maldito diario?

—No lo recuerdo.

La desilusión fue evidente, tanto como el interés que renació cuando London agregó:

—Por lo menos no todo —hizo una pausa y luego continuó—: Pero hay dos cosas que uno deduce al leer lo que el tipo escribió. Primera, que es tan vanidoso y consentido como lo supusimos, quizás aún más. También, y eso salta a la vista en cuanto se lee toda la porquería que ha metido ahí, que tiene lo que podría llamarse la compulsión de escribir.

—Eso les pasa a miles de personas —dijo Van Buren—. ¿Eso es todo?

—Sí.

London pareció desinflado y Nim dijo inmediatamente:

—Tess, no menosprecie una información así. Todos los detalles ayudan.

—Dime una cosa, Harry —dijo Oscar O’Brien—. ¿Recuerdas algo de la caligrafía de ese diario?

—¿Qué, por ejemplo?

—Bueno, ¿es característica?

El jefe de Protección Patrimonial lo pensó.

—Diría que sí.

—Voy a esto —dijo el consejero general—: si tomara una muestra de la escritura del diario y luego apareciera otra en otro lugar, ¿sería fácil compararlas y saber si pertenecen a la misma persona?

—Entiendo —dijo London—. No cabe duda. Muy fácil.

—Ajá —O’Brien se acariciaba el mentón, embarcándose en una reflexión. Les indicó a los demás—: Sigan. Solo tengo una media idea que todavía no está madura.

—Está bien —dijo Nim—, sigamos hablando de North Castle, el barrio donde encontraron abandonada la camioneta.

—Con el radiador aún caliente —les recordó Van Buren—. Y le vieron irse a pie, lo que hace pensar que no fue muy lejos.

—Quizá no —dijo Harry London—, pero toda esa zona de North Castle es una conejera. La policía la registró y no encontraron nada. Si alguien quiere desaparecer en esta ciudad, no puede elegir mejor lugar.

—Y por lo que he leído u oído —agregó Nim—, es razonable pensar que Archambault tenía preparado un segundo escondite para escabullirse, y que ahora está ahí. Sabemos que no le falta dinero, de modo que puede haberlo preparado todo con tiempo.

—Bajo otro nombre, naturalmente —dijo Van Buren—. Como cuando compró la camioneta.

—No creo que la compañía telefónica lo tenga registrado en información —sonrió Nim.

—En lo que respecta al registro de la camioneta —dijo London—. Se ha verificado y es un callejón sin salida.

—Harry —inquirió O’Brien—, ¿ha calculado alguien la extensión del área que aparentemente se tragó a Archambault? En otras palabras: si se trazara un círculo en el plano y se dijera «el hombre probablemente se oculta aquí», ¿qué tamaño tendría ese círculo?

—Creo que la policía lo ha calculado —dijo London—. Pero naturalmente es solo una conjetura.

—Dígalo —insistió Nim.

—Bueno, piensan más o menos lo siguiente: cuando Archambault abandonó la camioneta tenía más prisa que un ciervo. De manera que si suponemos que se dirigía a su escondite, no iba a dejar la camioneta demasiado cerca, ni tampoco muy lejos. Digamos que la dejaría a dos kilómetros como mucho. De modo que si tomamos la camioneta como centro, tenemos un círculo con un radio de dos kilómetros.

—Si recuerdo bien mi geometría de la escuela secundaria —reflexionó O’Brien—, el área de un círculo es pi por el cuadrado del radio. —Fue hasta un pequeño escritorio y cogió una pequeña calculadora. Al cabo de un momento anunció—: Es un poco más de diez kilómetros cuadrados.

—Quiere decir que hay que hablar de aproximadamente doce mil casas y comercios pequeños —dijo Nim—, y probablemente de treinta mil personas viviendo dentro de ese círculo.

—Ya sé que es mucho espacio —dijo O’Brien—, y que buscar a Archambault allí sería como buscar la aguja proverbial. Pero quizá podríamos hacerle salir del escondite; ahí les dejo la idea para que jueguen con ella.

Nim, London y Van Buren escuchaban con interés. Como todos ellos sabían, las ideas del abogado eran las que habían llevado a la mayoría de las conclusiones en las reuniones anteriores.

O’Brien continuó:

—Harry dice que Archambault siente la compulsión de escribir cosas. Eso, unido a las otras informaciones que tenemos sobre ese hombre, lo muestra como un exhibicionista con la necesidad de expresarse constantemente, aunque sea sobre cosas pequeñas. Piensa entonces lo siguiente: si pudiéramos hacer circular un cuestionario público en esa área —me refiero a esos con una serie de preguntas en los que la gente tiene que escribir las respuestas—, quizá nuestro hombre no pueda resistirse a contestar él también.

Hubo un silencio intrigado y luego Van Buren preguntó:

—¿Sobre qué versarían las preguntas?

—Sobre energía eléctrica, claro; algo que despierte el interés de Archambault, si es posible haciéndole enfadar. Por ejemplo: ¿Cómo califica al servicio que la «CGS» ofrece al usuario? ¿Está de acuerdo en que un buen servicio requerirá un aumento de tarifas pronto? ¿Está de acuerdo en que una empresa de servicios públicos siga siendo privada? Cosas así. Claro que esas preguntas son solo una propuesta. Las que pongan habrá que estudiarlas cuidadosamente.

Nim dijo, pensativo:

—Supongo que tu idea, Oscar, es que cuando los cuestionarios vuelvan, se buscaría una caligrafía igual a la de la muestra del diario.

—Exacto.

—¿Y si Archambault usa una máquina de escribir?

—No se podría identificar —dijo el abogado—. Este plan no es infalible. Si andan detrás de eso no le van a encontrar.

—Si consigue un cuestionario con la misma caligrafía —objetó Teresa van Buren—, no veo qué ganará con eso. ¿Cómo sabrá de dónde viene? Aun si Archambault es tan tonto como para contestar, puede estar seguro de que no daría su domicilio.

O’Brien se encogió de hombros.

—Ya admití que se trataba de un media idea, Tess.

—Un minuto —dijo London—. Hay una manera de seguirle la pista a una cosa así. Tinta invisible.

—Explíquese —dijo Nim.

—La tinta invisible no es solo un truco para niños; se usa más a menudo de lo que ustedes creen —dijo el jefe de Protección Patrimonial—. La cosa funciona así: cada cuestionario tendría un número, pero invisible. Se imprime con un polvo luminiscente disuelto en glicol; el papel absorbe el líquido, de modo que a la vista no quedan rastros. Pero cuando se encuentra el cuestionario buscado, se lo pone bajo un analizador con luz negra y el número se ve claramente. Se saca del analizador y el número desaparece.

—¡Que me maten! —exclamó Van Buren.

—Se hace a menudo —dijo London—. Un ejemplo es el de los billetes de lotería; para probar que el billete es genuino y no una falsificación. Además, la mitad de los llamados cuestionarios anónimos que andan por ahí se hacen así. Jamás confíen en un papel que diga que uno no puede ser identificado.

—Esto se está poniendo interesante —dijo O’Brien.

—Pero la gran dificultad —advirtió Nim— está en cómo distribuir ampliamente los cuestionarios y al mismo tiempo saber dónde ha ido cada uno. No veo cómo hacerlo.

Van Buren se irguió en su silla.

—Yo sí. Tenemos la respuesta bajo las narices. Nuestro propio departamento de facturación.

Los otros se quedaron mirándola.

—Véanlo así —dijo la directora de Relaciones Públicas—: cada casa, cada edificio en esa área de diez kilómetros cuadrados es cliente de la «CGS», y toda esa información está almacenada en nuestras computadoras de facturación.

—Ya entiendo —dijo Nim, pensando en voz alta—. Programaría la computadora para que imprimiera las direcciones de esa zona y nada más.

—Mejor aún —ofreció O’Brien; parecía entusiasmado—. La computadora podría producir los cuestionarios listos para enviarlos por correo. La parte que lleva el nombre y domicilio del cliente podría ser separada para que devolvieran solamente la parte sin datos de identidad.

Aparentemente no identificable —le recordó Harry London—. Y mientras se hace la impresión normal, se agregaría el número en tinta invisible. No lo olviden.

O’Brien se palmeó el muslo con entusiasmo.

—¡Por Júpiter, tenemos algo!

—Es una buena idea —dijo Nim—, que vale la pena intentar. Pero seamos realistas en cuanto a dos cosas. Primero, incluso si el cuestionario llega a manos de Archambault, puede que sea cauto y lo tire, de manera que es una empresa aventurada.

—Estoy de acuerdo —asintió O’Brien.

—La otra cosa —continuó Nim—, es que Archambault, bajo el nombre que use en ese escondite, puede no estar en nuestro sistema de facturación directa. Quizás ha alquilado una habitación. En ese caso, otra persona recibe las facturas de electricidad y gas… y el cuestionario.

—Es una posibilidad —concedió Van Buren—, aunque no lo creo probable. Véalo desde el punto de vista de Archambault. Para que un escondite sea efectivo, debe ser independiente y privado. Una habitación alquilada no lo sería. De modo que lo probable es que tenga una casa o un apartamento, como antes. Y eso significa contador aparte con factura aparte. De modo que recibiría el cuestionario.

O’Brien asintió otra vez.

—Es razonable.

Siguieron hablando durante una hora, clarificando la idea, y cada vez más interesados y entusiasmados.