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¡Calor!
Calor sofocante en capas como mantas. Calor que cubría a toda California desde la árida frontera con México, en el sur, hasta los majestuosos bosques Klamath, entrando ya hacia el norte, en Oregón. Calor opresivo y enervante. Cuatro días atrás, una faja de máxima depresión termal seca de mil quinientos kilómetros de longitud y quinientos de ancho, pesaba sobre el Estado como una gallina clueca. Esa mañana, un miércoles de julio, se esperaba que un frente del Pacífico empujara la depresión hacia el este y dejara entrar un aire más fresco, con chaparrones en la costa norte y en las montañas. Pero a la una del mediodía, en California todavía se sofocaban bajo temperaturas que iban de los treinta hasta bien pasados los treinta y ocho grados centígrados, sin que se avistara ningún alivio.
En ciudades y suburbios, en fábricas, oficinas, tiendas y casas, zumbaban seis millones de acondicionadores de aire. En miles de granjas, en el fértil Valle Central —el complejo agrícola más rico del mundo—, ejércitos de bombas eléctricas chupaban el agua de profundos pozos y la enviaban a la hacienda sedienta y a las plantaciones resecas, cereales, vides, cítricos, alfalfa, melones, y cientos más. Un sinnúmero de refrigeradores y congeladores de alimentos funcionaban sin cesar. Y, en otras partes, la demanda regular de electricidad de una población mimada, consentida, dependiente de las comodidades mecánicas, devoradora de energía, no cejaba.
California había sufrido otras olas y había superado sus consecuencias. Pero en ninguna se había hecho un consumo tan grande de energía.
—Que sea, entonces —dijo el jefe de suministro, innecesariamente—. Ahí va todo lo que queda de nuestra reserva rotante.
Todos los que le escuchaban ya lo sabían. Y en ese día «todos» incluía el personal fijo y los ejecutivos de la compañía, reunidos en el Centro de Control de Energía de la Compañía de Luz y Fuerza «Golden State».
La Compañía «Golden State», más conocida como «CGS», era un gigante, una «General Motors» de los servicios públicos. Era la fuente de producción y distribución de dos terceras partes de la energía eléctrica y del gas natural de California. Su presencia era tan familiar en el Estado como la luz del sol, las naranjas y el vino; e igualmente nadie pensaba que pudiera faltar. «CGS» también era rica, poderosa y, por autocalificación, eficiente. Su presencia en todas partes hizo que a veces se la llamara «Luz y Fuerza de Dios».
El Centro de Control «CGS» era un puesto de dirección subterráneo, un recinto reservado, que un visitante describió en una ocasión como un quirófano de hospital combinado con el puente de mando de un transatlántico. El mueble principal era un tablero de comunicaciones ubicado en una tarima, dos escalones sobre el nivel del suelo. Allí operaban el jefe de suministro eléctrico y seis auxiliares. Tenían a su lado los tableros de dos terminales de computadoras. Las paredes que los rodeaban alojaban sistemas de llaves, diagramas de circuitos de líneas de transmisión y de subestaciones con luces de color e instrumentos que indicaban la situación actual de las doscientos cinco unidades generadoras de la compañía en noventa y cuatro centrales en el Estado. El ambiente era de nerviosa actividad, mientras media docena de auxiliares controlaba una masa de información que cambiaba constantemente, aunque el nivel de sonido se mantenía bajo, gracias a la estudiada acústica del recinto.
—¿Está completamente seguro de que no podemos comprar más energía? —la pregunta la hizo un individuo en mangas de camisa, más bien alto, fornido, que estaba de pie en la cabina de emisión. Nim Goldman, vicepresidente, programador y auxiliar del presidente de la «CGS», se había aflojado la corbata a causa del calor, y la camisa desabrochada dejaba ver parte de un pecho velludo. El vello del pecho era como su pelo, negro y rizado, con unas pocas hebras grises. La cara, fuerte, de huesos grandes y rubicunda, con ojos que miraban directamente y con autoridad, y la mayoría de las veces, aunque no ahora, con una pizca de humor. Bien entrado en los cuarenta, Nim Goldman parecía más joven; no así hoy, a causa de la tensión y la fatiga. Hacía días que se quedaba trabajando hasta la medianoche y se levantaba a las cuatro; el madrugón le exigía afeitarse entonces, y ahora ya le asomaba la barba. Como otros en el centro de control, Nim sudaba, en parte por la tensión, en parte porque varias horas atrás habían reducido el aire acondicionado para seguirla recomendación urgente hecha desde allí y transmitida por televisión y radio al público, de usar menos energía eléctrica debido a una seria crisis de producción. Pero la curva ascendente del monitor, como podían ver todos en el recinto, revelaba que el ruego no había sido tomado muy en cuenta.
El jefe de suministro, un veterano de cabellos blancos, pareció ofendido al contestar la pregunta de Nim. Durante los últimos días, dos auxiliares habían permanecido pegados al teléfono sin descanso, como amas de casa desesperadas, a la pesca de energía sobrante en otros estados y en Canadá. Nim Goldman lo sabía.
—Estamos trayendo todo lo que podemos de Oregón y Nevada, señor Goldman. La Interconexión Pacífico está recargada. Arizona ayuda algo, pero también ellos tienen problemas. Mañana quieren comprarnos a nosotros.
—Les he dicho que no había la menor posibilidad —agregó una auxiliar.
—¿Lograremos pasar la tarde? —Esta vez fue J. Eric Humphrey, presidente del consejo de dirección, después de leer un informe sobre la situación elaborado por computadora. Como de costumbre, el acento refinado del presidente se oyó en el tono grave muy apropiado a su aplomo de exbostoniano, que hoy exhibía, como siempre, como una armadura. Pocos lograban penetrarla. Durante treinta años había vivido y prosperado en California, pero en Eric Humphrey las costumbres informales del oeste no habían empañado la pátina de Nueva Inglaterra. Era un hombre pequeño, de rasgos nítidos, con lentillas de contacto e impecablemente vestido. A pesar del calor, llevaba un traje de calle oscuro, con chaleco, y si sudaba, el sudor quedaba discretamente oculto.
—La cosa no se presenta bien, señor —dijo el jefe de suministro. Se metió en la boca otro «Gelusil» para la acidez; había perdido la cuenta de los que había tomado ese día. Los jefes auxiliares de suministro necesitaban las pastillas por las tensiones que les creaba su tarea, y la «CGS», en un gesto de buenas relaciones con los empleados, había instalado un distribuidor que les proporcionaba gratis la medicina.
—Si nos salvamos será por un pelo, y con mucha suerte —añadió Nim Goldman para beneficio del presidente.
Tal como el jefe había anunciado momentos antes, la reserva rotante de la «CGS» estaba trabajando a carga completa. Lo que no había explicado, porque allí nadie necesitaba que lo dijera, era que un servicio público como la «CGS» tenía dos tipos de reserva eléctrica: «la rotante» y «la disponible». La reserva rotante provenía de generadores que estaban funcionando, pero no a capacidad plena, aunque su producción podía ser aumentada de inmediato si era necesario. La reserva disponible incluía todas las plantas generadoras que no estaban operando, pero sí listas para comenzar a producir la carga completa en diez o quince minutos.
Hacía una hora que la última reserva disponible, dos turbinas a gas gemelas en una planta de producción cerca de Fresno, de 65 000 kilovatios cada una, habían pasado a la condición de «rotantes». Ahora las turbinas de gas, que habían estado preparadas desde entonces, pasaban a «producción máxima», con lo que ya no quedaba ningún tipo de reserva.
Un hombre corpulento, de aspecto malhumorado, un tanto agobiado, con cara de jarra de cerveza, cejijunto, que había escuchado el diálogo entre el presidente y el jefe de suministro, habló en voz alta y con dureza.
—¡Maldita sea! Si hubiéramos tenido un parte meteorológico decente para hoy, ahora no estaríamos en este aprieto —Ray Paulsen, vicepresidente ejecutivo de suministro de energía, dio un paso impaciente hacia la mesa donde él y los otros habían estado estudiando las curvas de consumo de energía, comparando las de ese día con las de otros días de calor del año anterior.
—Todos los otros meteorólogos cometieron el mismo error que el nuestro —objetó Nim Goldman—. Los periódicos anoche y la radio esta mañana dijeron que hoy tendríamos aire más fresco.
—Probablemente ella lo sacó exactamente de allí. Lo recortó de algún periódico y lo pegó en una tarjeta —Paulsen miró a Nim indignado, y éste se encogió de hombros. No era ningún secreto que ambos se detestaban mutuamente. Nim, en su doble función de planificador y auxiliar del presidente, tenía, en la «CGS», una misión ambulante que ignoraba las fronteras entre departamentos. En el pasado había invadido el territorio de Paulsen con frecuencia, y aunque Ray Paulsen estaba dos escalones más arriba en la jerarquía de la compañía, no había podido hacer casi nada para evitarlo.
—Si por «ella» aludes a mí, Ray, por lo menos podrías tener la educación de utilizar mi nombre —las cabezas se volvieron. Nadie había visto entrar a Millicent Knight, meteoróloga jefe del servicio, pequeña, trigueña y segura de sí misma. Sin embargo, su llegada no podía sorprender. El departamento de meteorología, incluyendo la oficina de la señora Knight, formaba parte del Centro de Control, separado del recinto tan solo por una pared de vidrio.
Otros hombres se hubieran sentido molestos. No así Ray Paulsen. Había ascendido en la «Golden State» por el camino difícil; comenzó treinta y cinco años atrás como peón de cuadrilla, pasó luego a guardalíneas, y a capataz, hasta llegar a cargos ejecutivos. En una ocasión se cayó desde un poste de electricidad durante una tormenta de nieve en las montañas, y el resultado fue una desviación de columna. En las clases de un colegio nocturno, pagadas por la empresa, el joven Paulsen obtuvo el título de ingeniero; a lo largo de los años pasados desde entonces, su conocimiento del sistema de la «CGS» se había vuelto enciclopédico. Por desgracia, a ninguna altura del camino adquirió tacto o buenas maneras.
—¡Mierda, Milly! —replicó Paulsen—. Dije lo que pensaba, exactamente como siempre, y de un hombre lo diría. Si trabaja como un hombre tiene que esperar que la trate como si lo fuera.
Indignada, la señora Knight dijo:
—Que sea hombre o mujer no tiene nada que ver con esto. Mi departamento tiene un excelente historial de exactitud de pronóstico, un ochenta por ciento, como muy bien sabe. No encontrará nada mejor en ninguna parte.
—¡Pero hoy tú y tu gente la habéis pifiado todos!
—Por Dios, Ray —protestó Goldman—, esto no nos lleva a nada.
J. Eric Humphrey escuchó la discusión con aparente indiferencia. El presidente nunca lo decía específicamente, pero a veces daba la impresión de que no se oponía a las escaramuzas entre su personal superior siempre que no descuidaran sus tareas. En el mundo de los negocios hay gentes —presumiblemente Humphrey era uno de ellos— que creen que una organización, para ser armoniosa, tiene que ser a la vez tolerante. Pero cuando lo consideraba necesario, el presidente era capaz de terminar las disputas con el afilado cuchillo de la autoridad.
En realidad, los ejecutivos que estaban ahora en el Centro de Control, Humphrey, Nim Goldman, Paulsen y varios más, no tenían nada que hacer allí en aquel momento. El Centro tenía personal competente. Las medidas a tomar en una emergencia eran bien conocidas y habían sido programadas con mucha anterioridad: la mayoría se adoptaban por computadora, complementadas por manuales de instrucciones que estaban siempre a mano. Sin embargo, en una crisis como la que afrontaba ahora la «CGS», el recinto, con su información al segundo, se convertía en un imán para quienes tenían autoridad para entrar.
El gran problema aún sin resolver: ¿La demanda de energía eléctrica aumentaría tanto que llegaría a exceder la provisión disponible? Si la respuesta resultaba ser afirmativa, conjuntos enteros de interruptores quedarían necesariamente desconectados en las plantas de producción, dejando a California sin energía, aislando comunidades enteras, creando el caos.
Ya se había llegado a un «corte parcial» de emergencia. A partir de las diez se había comenzado a reducir fraccionadamente el voltaje que se suministraba a los usuarios de la «CGS», y se funcionaba a un ocho por ciento por debajo de lo normal. La reducción permitía cierto ahorro de energía, pero si los artefactos pequeños, como secadores de pelo, máquinas de escribir eléctricas, neveras, estaban recibiendo diez voltios menos que de costumbre, los equipos que requieren un voltaje mayor recibían de diecinueve a veinte voltios menos de lo necesario. Los bajos voltajes disminuían la eficiencia, y los motores eléctricos se sobrecalentaban y hacían más ruido que de costumbre. Algunas computadoras tenían problemas; las que no estaban equipadas con reguladores de voltaje se habían detenido automáticamente y permanecerían así hasta que se restableciera el voltaje normal. Un efecto secundario era el empequeñecimiento de la imagen televisiva en los receptores domésticos, de modo que no ocupaba del todo las pantallas. Pero durante un período breve no causaría daño. También la iluminación de bombillas incandescentes comunes había disminuido algo.
De todos modos, el límite era un apagón parcial del ocho por ciento. Más allá, los motores eléctricos se recalentarían, quizá se fundirían, creando peligro de incendios. De modo que si un apagón parcial no bastaba, el último recurso sería el de cortes automáticos: someter a zonas extensas a un apagón total.
Las dos horas siguientes serían reveladoras. Si la «CGS» podía mantenerse de alguna manera hasta media tarde, el momento de mayor demanda en días de calor, la carga se aliviaría hasta el día siguiente. En este caso, suponiendo que ese día fuera un día más fresco, no habría problema.
Pero si la carga actual, que había aumentado regularmente todo el día, seguía creciendo… podía ocurrir lo peor…
Ray Paulsen no se daba por vencido fácilmente.
—Bien, Milly —insistió—, el pronóstico meteorológico para hoy ha fallado ridículamente. ¿No es cierto?
—Sí, es cierto. Si quiere decirlo de esa manera injusta y desagradable —los oscuros ojos de Millicent relampaguearon—. Pero también es cierto que hay una masa de aire a unos mil quinientos kilómetros de la costa que se llama anticiclón del Pacífico. La meteorología no sabe mucho sobre este fenómeno, que a veces desorganiza todos los pronósticos de California durante uno o dos días —agregó desdeñosamente—: ¿O será que a usted los diagramas de los circuitos eléctricos le absorben tanto que no conoce ese hecho elemental de la naturaleza?
—¡Un momento! —dijo Paulsen sonrojándose.
—Otra cosa —prosiguió Milly Knight sin hacerle caso—. Mi gente y yo hemos confeccionado un pronóstico honesto. Pero un pronóstico, por si lo ha olvidado, es justamente eso, la duda es posible. Yo no le dije que parara a «Magalia Dos» para mantenimiento. Esa decisión la tomó usted, y me está culpando por ella.
El grupo que rodeaba la mesa se rio. Alguien murmuró: Touché.
Como sabían, parte del problema era la usina «Magalia».
«Magalia Dos», parte de una planta de producción de la «CGS» al norte de Sacramento, era un gran generador a vapor capaz de producir 600 000 kilovatios, pero desde que lo construyeron, unos diez años atrás, «Magalia Dos» había constituido una fuente de problemas. Repetidas rupturas de los tubos de la caldera y otros defectos más serios la dejaban fuera de servicio con frecuencia; la última vez, durante nueve meses mientras reentubaban el sobrecalentador. Aun después de eso los problemas habían continuado. Como lo describió un ingeniero, hacer funcionar a «Magalia Dos» era como mantener a flote un acorazado que hace agua.
A lo largo de la semana pasada, el director de planta de «Magalia» le había suplicado a Paulsen que le permitiera dejar fuera de servicio la número dos para reparar pérdidas del tubo de caldera. Tal como dijo: «Antes de que esta vieja tetera estalle.» Hasta ayer Paulsen se había mantenido adamantino. Aun antes de que comenzara la ola de calor actual, y debido a paros imprevistos para reparaciones en otras partes, se había necesitado la energía de «Magalia Dos» para el sistema. Como siempre, fue una cuestión de considerar prioridades, a veces corriendo un riesgo. Anoche, después de leer el pronóstico de una temperatura más baja para hoy, y sopesándolo todo, Paulsen dio su aprobación y de inmediato se paró la unidad y se comenzó el trabajo varias horas más tarde, cuando la caldera se hubo enfriado. Ya esa mañana «Magalia Dos» estaba callada y en varios tubos de la caldera habían cortado las secciones de cañerías con pérdidas. Aunque se la necesitaba desesperadamente, «Magalia Dos» no podría entrar en funcionamiento hasta dentro de dos días.
—Si el pronóstico hubiera sido exacto —gruñó Paulsen—, «Magalia» no estaría parada.
El presidente sacudió la cabeza. Había oído bastante. Más adelante habría tiempo para investigaciones. Este no era el momento.
Nim Goldman había estado haciendo consultas junto al tablero de suministros. Ahora, superando con su fuerte voz la de los demás, anunció:
—Dentro de media hora habría que comenzar con los cortes. Ya no queda duda. Tenemos que hacerlo —lanzó una mirada al presidente—. Creo que deberíamos alertar a los medios de comunicación. La televisión y la radio todavía pueden emitir anuncios.
—Hágalo —dijo Humphrey—. Y que alguien me ponga al gobernador al otro lado del teléfono.
—Sí, señor —un ayudante comenzó a marcar el número.
Las caras estaban serias en el recinto. Lo que estaba a punto de ocurrir, la interrupción intencionada del servicio, no había ocurrido jamás en el siglo y cuarto de historia del servicio.
Nim Goldman ya telefoneaba a Relaciones Públicas, en otro edificio. La salida de los anuncios no sufriría retrasos. El departamento de Relaciones Públicas del servicio estaba preparado para ocuparse de eso. Aunque normalmente la secuencia de los cortes de energía era conocida solo por unas pocas personas dentro de la compañía, ahora serían anunciados públicamente. Como otros puntos de su política, se había decidido meses antes que a los cortes, siempre y cuando ocurrieran, se los denominaría «cortes rotativos», una táctica de relaciones públicas para subrayar su carácter temporal y el hecho de que todas las áreas serían tratadas imparcialmente. La frase «cortes rotativos» se le ocurrió a una joven secretaria cuando sus superiores, más viejos y mejor pagados, no supieron crear ninguna aceptable. Una de las rechazadas: «Restricciones secuenciales.»
—Tengo al aparato la oficina del gobernador en Sacramento, señor —informó el ayudante a Eric Humphrey—. Dicen que el gobernador está en su finca, cerca de Stockton, y están tratando de comunicarse con él. Les gustaría que usted se pusiera al teléfono.
El presidente asintió y aceptó el teléfono. Cubriendo el receptor con la mano preguntó:
—¿Alguien sabe dónde está el jefe? —Era innecesario explicar que «jefe» quería decir «ingeniero jefe», y que se trataba de Walter Talbot, un escocés tranquilo, inconmovible, próximo a la jubilación, cuya sabiduría en situaciones de urgencia era legendaria.
—Sí —dijo Nim Goldman—. Ha ido a echar una mirada a «Gran Lil».
El presidente frunció el entrecejo.
—Espero que nada ande mal allí.
Las miradas se dirigieron instintivamente a un panel de instrumentos que tenía encima la leyenda: LA MISSION N.° 5. Esa era «Gran Lil», el generador más grande y más nuevo de la planta La Mission, a setenta kilómetros de la ciudad.
«Gran Lil» —«Industrias Lilien» de Pensylvania construyó la enorme máquina y un periodista creó el descriptivo nombre, que se le quedó— era un monstruo que suministraba un millón y cuarto de kilovatios de energía eléctrica. Era alimentado por enormes cantidades de petróleo que creaba vapor sobrecalentado para hacer funcionar la turbina gigante. En el pasado, «Gran Lil» había merecido ciertas críticas. Durante el período de planteamiento, los expertos adujeron que construir un generador tan grande era una locura total, porque se confiaría demasiado en una única fuente de energía; utilizaron un símil no científico sobre los huevos y un único cesto. Otros expertos estuvieron en desacuerdo. Estos señalaron «economías de escala», con lo que querían decir: la electricidad producida en gran escala es más barata. Prevaleció el segundo grupo y hasta ahora había que darles la razón. En los dos años pasados desde que empezó a funcionar, «Gran Lil» había resultado económica en comparación con los generadores más pequeños, magníficamente segura, y sin problemas. Hoy en el Centro de Control de Energía, un registro de diagramas proporcionaba la alentadora noticia de que «Gran Lil» estaba haciendo todo lo posible, funcionando al máximo, soportando un pesado seis por ciento de la carga total del servicio.
—Esta mañana temprano han informado sobre una vibración en la turbina de «Gran Lil» —le dijo Ray Paulsen al presidente—. Lo hemos discutido con el ingeniero jefe. Si bien es probable que no sea nada crítico, los dos pensamos que debería verlo.
Humphrey asintió. De todos modos, el ingeniero jefe no podía hacer nada allí. Solo que era más tranquilizador tenerle cerca.
—Aquí está el gobernador —anunció una operadora por el teléfono de Humphrey. Y un momento después una voz familiar—: Buenas tardes, Eric.
—Buenas tardes, señor —dijo el presidente—. Temo que le llamo por una noticia…
En ese momento ocurrió.
Entre el conjunto de instrumentos con la leyenda LA MISSION N.° 5, un zumbido dejó oír una serie de notas cortas y agudas con urgente insistencia. Simultáneamente comenzaron a encenderse unas luces rojas intermitentes de advertencia. La aguja del registro del diagrama para el N.° 5 titubeó y luego descendió profundamente.
—¡Dios mío! —se oyó la voz sorprendida de alguien—. «Gran Lil» ha quedado fuera de servicio.
Cuando el registro y otras informaciones bajaron a cero, no quedó duda alguna.
Las reacciones fueron inmediatas. En el Centro de Control de Energía cobró vida una máquina de escribir registradora de alta velocidad, traqueteando, vomitando informes sobre la situación, mientras en los centros de distribución y subplantas, cientos de interruptores de circuitos de alto voltaje se abrieron obedeciendo a la orden de la computadora. La apertura de los interruptores automáticos salvaría el sistema y evitaría que se dañaran los otros generadores. Pero la medida ya había sumido enormes áreas del Estado en un apagón eléctrico total. Al cabo de dos o tres segundos, millones de personas en ubicaciones muy diferentes: trabajadores en fábricas y oficinas, granjeros, amas de casa, compradores, vendedores, personal de restaurantes, impresores, empleados en las estaciones de servicio, corredores de bolsa, hoteleros, peluqueros, proyectores de películas y público, conductores de tranvías, personal de los canales de televisión y televidentes, camareros, clasificadores de correspondencia, productores de vino, médicos, dentistas, veterinarios, jugadores de billar… una lista ad infinitum… se vieron privados de energía y luz, imposibilitados de seguir con lo que estaban haciendo un momento antes.
En los edificios, los ascensores se detuvieron entre dos pisos. Los aeropuertos, que rebosaban de actividad, virtualmente dejaron de funcionar. En calles y carreteras las farolas y señales de tráfico luminosas se apagaron, provocando un caos descomunal.
Más de un octavo de California, una extensión mucho más grande que Suiza, con una población de unos tres millones de personas, se detuvo abruptamente. Lo que hasta poco antes había sido tan solo una posibilidad, era ahora una desastrosa realidad, y muy de lejos peor de lo que se temía.
En el tablero de comunicaciones del Centro de Control, protegido de la pérdida de energía por circuitos especiales, tres auxiliares trabajaban rápidamente, diseminando instrucciones de emergencia, telefoneando órdenes a las plantas generadoras y controles de energía de las divisiones, examinando planos del sistema, escrutando las pantallas de rayos catódicos que mostraban los circuitos involucrados. Iban a estar ocupados durante mucho tiempo, pero por ahora las medidas puestas en marcha por las computadoras se les habían adelantado muchísimo.
—¡Eh! —dijo el gobernador por el teléfono de Humphrey—, se acaban de apagar todas las luces.
—Lo sé —aceptó el presidente—. Por eso le llamaba.
Por otro teléfono, una línea directa al cuarto de control de La Mission, Ray Paulsen gritaba:
—¿Qué demonios le ha pasado a «Gran Lil»?