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Nim pensó que el Centro de Cálculo de la «CGS» se parecía mucho a un decorado para La Guerra de las Galaxias.
Todo en los tres pisos de oficinas que ocupaba el centro era futurista, aséptico y funcional. Los adornos que se veían en otros departamentos (muebles decorativos, alfombras, cuadros, cortinados) estaban prohibidos allí. No había ventanas: la luz era artificial. Hasta el aire era especial, con la humedad controlada y la temperatura estabilizada. Todos los que trabajaban en el Centro de Cálculo estaban sometidos a vigilancia por circuito cerrado de televisión y nadie sabía cuándo le observaba el «Hermano Mayor».
El movimiento de entrada y salida de personas estaba rápidamente controlado. Guardias de seguridad que operaban desde cubículos de cristal a prueba de balas y hablaban por micrófonos, escudriñaban las llegadas y salidas. Tenían órdenes de no dar nada por sentado. Ni siquiera una cara conocida y amiga que veían todos los días podía entrar sin mostrar la credencial.
Toda persona que se moviera dentro del área de seguridad (siempre de uno en uno; nunca acompañado) era encerrada en una «cámara de aire», en realidad una pequeña prisión también de vidrio a prueba de balas. Cuando entraba, una puerta pesada se cerraba ruidosamente detrás, por sistemas electrónicos. Otra puerta, igualmente formidable, se abría cuando el guardia quedaba convencido de que todo estaba bien. Si despertaba sospechas, como ocurría a veces, las dos puertas permanecían cerradas hasta que llegaban refuerzos o una prueba de identidad.
No había excepciones. Ni J. Eric Humphrey, el presidente de la compañía, entraba sin la insignia de visitante temporal y sin pasar por un escrutinio cuidadoso.
La razón de esas ultraprecauciones era simple. El centro encerraba un tesoro inapreciable: un registro procesado por computadora, de ocho millones y medio de clientes de la «CGS», con las lecturas de sus contadores, facturas y pagos —todos desde años atrás—, más el detalle de accionistas, empleados, equipos de la compañía, inventarios, información técnica y una multitud de otros datos.
Una granada de mano colocada estratégicamente en el Centro de Cálculo causaría más estragos en el sistema de la gigantesca empresa de energía que una carretilla cargada de poderosos explosivos lanzada contra líneas de alto voltaje o una planta.
La información del centro se almacenaba en cientos de paquetes de discos magnéticos. En cada paquete había veinte discos, y cada disco (del doble del tamaño de un LP normal) contenía los registros de cien mil clientes.
El valor de las computadoras era de unos treinta millones de dólares. El de la información archivada era incalculable.
Nim había ido al Centro de Cálculo con Oscar O’Brien, con el propósito de observar el envío de lo que oficialmente era una correspondencia de «encuesta de usuarios», pero que en realidad era el cebo en la trampa con la que se esperaba atrapar al líder de «Amigos de la Libertad», Georgos Archambault.
Era jueves, cuatro días después de la sesión del «grupo de pensamiento» en la casa del asesor general.
Desde entonces habían dedicado muchas horas de trabajo a la preparación del cuestionario. Nim y O’Brien habían decidido que se harían ocho preguntas. Las primeras eran sencillas. Por ejemplo:
- ¿La «Golden State» provee un servicio satisfactorio? Por favor, conteste sí o no.
- ¿Cómo cree usted que podría mejorar el servicio de la «Golden State»?
- ¿Tiene dificultad para comprender los detalles en las facturas de la «Golden State»? Si la tiene, por favor, explique su problema.
Finalmente:
- La «Golden State» se disculpa ante sus usuarios por los inconvenientes derivados de los cobardes ataques a las instalaciones de la compañía por pseudoterroristas de pacotilla que actúan irresponsablemente. Si a usted se le ocurre la manera de poner fin a esos ataques, por favor, díganos lo que piensa.
Como observó Oscar O’Brien:
—Si eso no hace enloquecer de rabia a Archambault y le tienta a responder, nada lo hará.
Cuando las autoridades de las fuerzas de seguridad —la policía, el FBI y la Fiscalía del Distrito— conocieron el plan de la «Golden State», le dieron su aprobación. La Fiscalía ofreció su cooperación para examinar los miles de cuestionarios cuando comenzaran a llegar.
Sharlett Underhill, vicepresidente ejecutiva de finanzas, que tenía a su cargo el Centro de Cálculo, se reunió con Nim y O’Brien después de que éstos pasaron el control de seguridad. La señora Underhill, elegantemente vestida con un traje de chaqueta azul, les dijo:
—Ya nos estamos ocupando de la encuesta de usuarios. Los doce mil ejemplares se despacharán en el correo esta noche.
—Once mil novecientos noventa y nueve de esos papeles de porquería —dijo O’Brien—, no nos importan un pito. Solo nos interesa que vuelva uno.
—Costaría mucho menos dinero —dijo agriamente la jefe de finanzas— si supieran cuál es.
—Si lo supiéramos, querida Sharlett, no estaríamos aquí.
El trío se internó más en el reino de las computadoras, más allá de las hileras de gabinetes de cristal y metal zumbante, y se detuvieron al lado de una impresora láser 3800 IBM que escupía cuestionarios listos para enviar en sobres con ventanilla transparente.
En la parte superior de la página única decía:
Luz y Fuerza «Golden State»
ENCUESTA DE USUARIOS
Apreciaríamos su respuesta confidencial
a algunas preguntas importantes.
Nuestro objetivo es servirle mejor
Seguía el nombre y la dirección, y luego una perforación que cruzaba toda la página. Debajo de la perforación se leía:
PARA PRESERVAR SU ANONIMATO
ARRANQUE Y DESECHE
LA PORCION SUPERIOR DE ESTE FORMULARIO.
NO SE REQUIERE FIRMA
NI OTRA IDENTIFICACIÓN.
¡GRACIAS!
Cada cuestionario iría con un sobre para la respuesta, con franqueo pagado.
—¿Dónde está la tinta invisible? —preguntó Nim.
—No se ve, calabaza. Es invisible —rio O’Brien.
Sharlett Underhill se acercó más a la impresora y levantó una tapa. Se inclinó y señaló una botella que contenía un líquido claro; la botella estaba invertida, y de ella salía un tubo de plástico hacia abajo.
—Es un montaje especial para este trabajo. El tubo alimenta un aparato numerador conectado con la computadora. La parte inferior de la página queda estampada con el número invisible. Al mismo tiempo la computadora registra cada número en relación con el domicilio correspondiente.
La señora Underhill cerró la tapa. De la parte posterior de la máquina sacó uno de los cuestionarios terminados y lo llevó a un escritorio de metal que había cerca. Allí encendió una lámpara portátil sostenida por un pequeño soporte.
—Esta es una «luz negra» —cuando colocó el papel debajo, surgió el número 3702.
—Muy ingenioso —dijo O’Brien—. Está bien; así que ahora tenemos un número. ¿Y qué?
—Cuando me den el número que quieran identificar —le informó la señora Underhill—, se le dará a la computadora junto con un código secreto, que conocen solo dos personas, uno de nuestros programadores veteranos de más confianza, y yo. La computadora nos dirá inmediatamente la dirección a la que fue enviado este cuestionario.
—Claro que estamos apostando a que tendremos un número para darle —señaló Nim.
Sharlett Underhill miró a los dos hombres con ojos de acero.
—Lo tengan o no, quiero que los dos entiendan dos cosas. Yo no estuve de acuerdo con que se hiciera esto, porque no me gusta que se usen el equipo y los archivos de mi departamento para lo que es en el fondo una estratagema engañosa. Me quejé ante el presidente, pero parece que está muy de acuerdo con lo que se está haciendo, y no tuve éxito.
—Sí, lo sabemos —dijo O’Brien—. ¡Pero, por Dios, Sharlett, es un caso de excepción!
La señora Underhill siguió sin sonreír.
—Por favor, escuchen hasta el final. Cuando me hayan dado el número que esperan encontrar, y aceptaré solamente uno, se pedirá a la computadora la información que buscan, utilizando el código secreto que he mencionado. Pero hecho eso, se darán instrucciones a la computadora de olvidar todos los otros números y los domicilios correspondientes. Quiero que quede bien entendido.
—Está entendido —dijo el abogado—. Y es muy justo.
—Cambiando de tema, Sharlett —dijo Nim—. ¿A su gente le dio trabajo delimitar y aislar el área de diez kilómetros cuadrados que especificamos?
—Ninguno en absoluto. Nuestro método de programación hace posible dividir y subdividir a nuestros usuarios en muchas categorías, y a cualquier área geográfica —la vicepresidente ejecutiva se relajó a medida que se entusiasmaba con un tema que evidentemente le interesaba—. Bien usada, una computadora moderna es una herramienta sensitiva y flexible. Además, es enteramente fiable —vaciló—. Bueno, casi enteramente.
Con las últimas palabras, la señora Underhill echó una mirada a otra impresora IBM, flanqueada por una mesa a la que estaban sentados dos hombres. Parecían estar verificando registros de la computadora, uno por uno, a mano.
O’Brien sintió curiosidad.
—¿Qué ocurre ahí?
Por primera vez desde que entraron, Sharlett Underhill sonrió.
—Es nuestro equipo VIP anti errores. Muchas empresas de servicios públicos lo tienen.
—Trabajo aquí, pero nunca había oído hablar de eso —dijo, moviendo la cabeza.
Fueron hasta donde estaban trabajando.
—Son facturas —dijo la señora Underhill— sobre las últimas lecturas de contadores que deben salir mañana. La computadora separa las de varios centenares de personas que figuran en una lista especial: el intendente, supervisores, concejales en las diversas ciudades que servimos, funcionarios importantes del gobierno, legisladores, directores y articulistas de periódicos, locutores de radio, jueces, abogados famosos y otros por el estilo. Luego se analiza cada factura para asegurar que no haya irregularidades. Si se encuentra algo, se manda a otro departamento y se verifica nuevamente antes de enviarla. De esa manera evitamos quejas y molestias por errores de la computadora o de la persona que la programó.
Observaron cómo se desarrollaba la inspección, y cómo de vez en cuando sacaban una factura y la ponían al lado, mientras Sharlett Underhill recordaba:
—Una vez, una computadora imprimió la factura mensual para un concejal. La computadora dio un traspié y agregó una serie de ceros. La factura debió ser de cuarenta y cinco dólares. En cambio, le llegó una de cuatro millones y medio de dólares.
Todos rieron. Nim preguntó:
—¿Qué ocurrió?
—Ahí está el asunto. Si hubiera traído la cuenta o hubiera hablado por teléfono, todos se hubieran reído, y una vez destruida la cuenta probablemente le hubiéramos abierto un crédito por la molestia. En cambio, convocó una conferencia de prensa. Mostró la factura para probar la incompetencia de la «CGS» y dijo que era un argumento más para mostrar que la compañía debería pasar a la municipalidad.
—Parece increíble —dijo O’Brien, sacudiendo la cabeza.
—Le aseguro que ocurrió —dijo la señora Underhill—. Los políticos son los peores a la hora de hinchar un simple error, aunque ellos cometan más que nosotros. Pero hay otros. De todos modos, fue entonces cuando iniciamos la actuación de nuestro equipo VIP anti errores. En «Con Edison» de Nueva York me habían hablado de eso. Ellos tienen uno. Ahora, siempre que tropezamos con alguien importante o pomposo, o ambas, agregamos el nombre. Hasta tenemos alguna gente de nuestra compañía en la lista.
—A veces puedo ser pomposo —admitió O’Brien—. Es una de mis debilidades —señaló las facturas—. ¿Estoy entre ésas?
—Oscar —le dijo Sharlett Underhill mientras les acompañaba fuera—, eso es algo que nunca sabrá.