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Después de recibir la carta de Karen Sloan en el Campamento Devil’s Gate, Nim habló con ella dos veces por teléfono. Le prometió visitarla en cuanto le fuera posible.

Pero la carta había llegado el día marcado por el trágico accidente de Wally Talbot y desde entonces se habían acumulado otros hechos, de modo que la visita todavía estaba pendiente. Karen se lo había recordado, sin embargo, con otra carta.

La estaba leyendo ahora en su oficina, en un momento de tranquilidad.

En la parte superior de su elegante papel azul, Karen había escrito con mayúsculas:

ME ENTRISTECÍ CUANDO ME CONTASTE

EL ACCIDENTE DE TU AMIGO Y CUANDO

ME ENTERE DE SUS HERIDAS.

Debajo seguía su inmaculada escritura, hecha con el palito en la boca.

Dile de parte de quien lo sabe:

Una vela que chisporrotea

Aunque arda débilmente

Es mucho más luminosa

Que la oscuridad tenebrosa.

Porque la vida,

Cualesquiera que sean sus condiciones,

Supera al olvido.

¡Sí! —los «si solo» persisten por siempre

Como deseos agotados que rondan fantasmales,

Gastados sus sustitutos:

¡«Si solo» esto o aquello

Tal y tal día

Hubiera variado una hora o una pulgada:

O si algo omitido se hubiera hecho

O si algo se hubiera omitido!

Entonces lo otro «quizás» habría ocurrido,

Y otros otros… hasta el infinito.

Porque «quizás» y «si solo» son primos hermanos

Proclives a sobrevivir en nuestra mente.

Acéptalos,

Y todo lo demás.

Durante lo que le pareció un largo rato, Nim se quedó sentado, quieto y callado, leyendo y releyendo las palabras de Karen. Por fin se dio cuenta de que el teléfono sonaba y que ya lo había hecho dos veces antes.

Cuando levantó el auricular, la voz de su secretaria sonó vivaz.

—¿Le he despertado?

—Sí, en cierto modo.

—El señor London querría verle —dijo Vicki—. Puede venir ahora si usted está libre.

—Dígale que venga.

Nim puso la hoja de papel azul en un cajón del escritorio donde guardaba documentos privados. Cuando fuera oportuno se lo enseñaría a Wally Talbot. Esto le hizo pensar que no había hablado con Ardythe desde el poco satisfactorio encuentro en el hospital, pero decidió apartar de su mente ese problema, al menos por el momento.

La puerta de la oficina de Nim se abrió.

—Aquí está el señor London —anunció Vicki.

—Entra, Harry —Nim se daba cuenta de que el jefe de protección patrimonial le visitaba con más frecuencia últimamente, a veces con una finalidad relacionada con el trabajo, mas a menudo sin ninguna. Pero a Nim no le molestaba. Disfrutaba con su creciente amistad y con el intercambio de opiniones.

—Acabo de leer lo de la suspensión de dividendos —dijo London, instalándose en una silla—. He pensado que de vez en cuando te vendría bien una buena noticia.

El anuncio de la cancelación de dividendos, aceptado de mala gana por el consejo de dirección, había sido noticia importante la tarde anterior y esa mañana. El mundo financiero había reaccionado con incredulidad y las protestas de los tenedores de acciones ya llegaban a torrentes. En las bolsas de Nueva York y del Pacífico, la venta de acciones, en medio del pánico después de una suspensión de cuatro horas, las había hecho caer unos devastadores nueve dólares por acción, o sea a dos tercios de su valor anterior.

—¿Qué buena noticia? —preguntó Nim.

—¿Recuerdas el día-D en Brookside?

—Por supuesto.

—Acabamos de obtener cuatro condenas.

Nim revisó mentalmente los episodios de manipulación de contadores que habían visto personalmente ese día.

—¿Cuáles?

—La del tipo de la estación de servicio es una. Se hubiera podido salvar, pero su abogado cometió el error de hacerle declarar. Cuando le interrogaron, se equivocó una media docena de veces. Otra es la del constructor de herramientas y matrices.

¿Le recuerdas?

—Sí —Nim recordaba la casa donde no había nadie y que London hizo vigilar. Tal como esperaban los investigadores, los vecinos le avisaron de lo que estaba haciendo la «CGS» y pescaron al hombre cuando trataba de recomponer su contador.

—En los dos casos —dijo London—, y en otros dos que no viste, el tribunal impuso multas de quinientos dólares.

—¿Y el doctor, el de los alambres en puente y la llave detrás del medidor?

—¿Y su mujer altanera con el perro?

—Exacto.

—No hicimos juicio. La mujer dijo que tenía amigos importantes, y así era. Usaron todas sus influencias, incluso algunas con personas de la compañía. Aun así hubiéramos ido a juicio, pero nuestro departamento legal no estaba seguro de poder probar que el doctor estaba al tanto de lo del interruptor y el contador. Por lo menos eso me dijeron.

—Suena como el viejo cuento —dijo Nim, con escepticismo—: hay dos justicias distintas según quien seas y a quien conozcas.

—Esas cosas ocurren —aceptó London—. Vi mucho de eso cuando era policía. De todos modos, el médico pagó todo el dinero que debía; y les estamos cobrando a muchos otros, incluso a los que les hacemos juicio, porque hay buenas pruebas. Además tengo otras noticias.

—¿Qué otras?

—Siempre dije que en muchos de estos casos tenemos que habérnoslas con profesionales: gente que sabe hacer un buen trabajo, que luego disimula bien para que a los nuestros les cueste descubrirlo. También pensé que esos profesionales quizá trabajaran en grupos, hasta podía ser que fuera un gran grupo único. ¿Recuerdas?

Nim asintió, tratando de no impacientarse, para permitir que Harry London llegara al centro de la cuestión siguiendo su manera didáctica de informar.

—Bueno, tuvimos un golpe de suerte. Mi delegado, Art Romeo, recibió un informe confidencial de que en un gran edificio de oficinas del centro, donde habían alterado los transformadores de corriente instalados y el sistema de gas que calienta todo el edificio, pasaba algo muy grave. Hizo algunas comprobaciones y descubrió que era cierto. Después fui yo mismo; Art se ha atraído a uno de los encargados, que ahora trabaja para nosotros: le pagamos para que vigile. Te digo, Nim, esto es algo grande, y el trabajo que han hecho es de lo mejor que he visto. Sin el aviso que le llegó a Art podríamos no haberlo descubierto nunca.

—¿Quién le avisó? —Nim conocía a Art Romeo. Era un tipo evasivo que parecía un ladrón.

—Permite que te diga algo —dijo Harry London—. Nunca le hagas esa pregunta a un policía; ni a un tipo de protección patrimonial tampoco. El que delata, a veces delata por rencor, generalmente porque necesita dinero, pero sea por lo que sea hay que protegerlo. No se puede dar su nombre a tanta gente. Yo no se lo pregunté a Art.

—De acuerdo —concedió Nim—. Pero si sabes que han hecho la trampa, ¿por qué no toman medidas ya?

—Porque así cerraríamos una ratonera y el acceso a muchas otras. Te contaré algunas de las cosas que hemos descubierto.

—Estaba deseando que lo hicieras —dijo Nim secamente.

—La empresa dueña de esa oficina es «Propiedades Zaco» —dijo London—. «Zaco» tiene otros edificios: apartamentos, oficinas, algunos locales que alquilan a supermercados. Y suponemos que lo que han hecho en un lugar intentarán hacerlo en otros; quizá ya lo han hecho. Art Romeo está inspeccionando esos lugares sin que se sepa. Le he relevado de cualquier otra tarea.

—Dijiste que le pagaban al encargado del primer edificio para vigilar. ¿Por qué?

—En un trabajo tan importante, aun tratándose de un robo, hay que hacer una labor de mantenimiento de cuando en cuando, y ajustes.

—En otras palabras —dijo Nim—: que quien alteró esos contadores posiblemente vuelva.

—Exacto. Y cuando vuelva, el encargado nos lo dirá. Es un veterano que está al tanto de todo lo que ocurre. Ya ha hablado mucho; no le gustan sus patrones; parece que le han hecho alguna mala jugada. Dice que el trabajo original lo hicieron cuatro hombres, que fueron tres veces con mucho instrumental y dos camiones bien equipados. Lo que quiero es el número de matrícula de uno de esos camiones, o de los dos, y una descripción más detallada de los hombres.

Era obvio, pensó Nim, que el encargado había sido el primer informante, pero se reservó su opinión.

—Suponiendo que consigues toda la evidencia que necesitas o buena parte, ¿qué pasa entonces?

—Le damos intervención a la fiscalía del distrito y a la policía. Sé con quienes conviene estar conectado en las dos, y quién es de fiar a la hora de actuar rápidamente. Pero no todavía. Cuanta menos gente sepa lo que hemos descubierto, mejor.

—Está bien —aceptó Nim—. Suena prometedor, pero recuerda dos cosas. Primero advierte a tu hombre, ese Romeo, de que tenga cuidado. Si la operación es tan importante como dices, también puede ser peligrosa. La otra es que me tengas al corriente de todo lo que ocurra.

El jefe de protección patrimonial le dedicó una sonrisa amplia y jovial:

—¡Sí, señor!

A Nim le pareció que Harry London contenía a duras penas un elegante saludo militar.