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Cuando Yvette le dijo a Nancy Molineaux: «Ya no tengo miedo» decía la verdad. El día anterior había tomado una decisión que la liberaba de toda preocupación por las cosas inmediatas, de toda duda, ansiedad y dolor, y borraba el agobiante temor con el que había vivido durante meses, de que la arrestaran y encarcelaran por vida.
La decisión de ayer era que en cuanto hubiera entregado las cintas a esa negra con tantas vinculaciones que trabajaba para un periódico, y que sabría qué hacer con ellas, se mataría. Cuando salió de la casa de la calle Crocker esta mañana (por última vez) llevaba con qué hacerlo.
Y ya había entregado las cintas que ella misma había grabado con cuidado y paciencia, y que incriminaban a Georgos y Davey Birdsong porque revelaban lo que habían hecho y planeaban hacer, y descubrían el escenario de destrucción y crimen para esa noche, o mejor dicho para las tres de la madrugada siguiente, en el hotel «Christopher Columbus». Georgos no había pensado que ella lo supiera, pero lo había sabido desde el principio.
Al alejarse del bar, ahora que estaba hecho, Yvette se sintió en paz. Paz, por fin. Hacía mucho tiempo que no la tenía. Por supuesto que no la había tenido con Georgos, aunque al principio la excitación de ser la mujer de Georgos, de escuchar su conversación educada y compartir las cosas importantes que hacía, había hecho que todo lo demás pareciera no tener importancia. Fue solo más tarde, mucho más tarde, cuando ya era demasiado tarde para salvarse, cuando empezó a preguntarse si Georgos no estaría enfermo, si toda su inteligencia y sabiduría no se habrían de alguna manera… ¿cuál era la palabra?… pervertido.
Ahora creía realmente que era así, que Georgos estaba enfermo, quizás hasta loco.
Y sin embargo, recordó Yvette, aún quería a Georgos; aun ahora que había hecho lo que tuvo que hacer. Y le sucediera lo que le sucediera, deseaba que no lo lastimaran demasiado, que no lo hicieran sufrir mucho, aunque sabía que las dos cosas podían ocurrir después que la negra escuchara las cintas e informara a quien ella decidiera —posiblemente a la policía— sobre lo que había en ellas.
En cuanto a Birdsong, a Yvette no le importaba un comino. No le gustaba y nunca le había gustado. Era miserable y duro; jamás tenía las gentilezas de Georgos, aunque Georgos era revolucionario y no tenía por qué ser gentil. A Birdsong podían matarle antes de que terminara el día o podían meterle en la cárcel para siempre, y a ella no le importaría; en realidad, deseaba que ocurriera una de las dos cosas. Yvette culpaba a Birdsong por muchas de las escenas que habían tenido lugar entre ella y Georgos. Lo del hotel «Christopher Columbus» había sido idea de Birdsong; eso también estaba en las cintas.
De pronto comprendió que nunca sabría qué le ocurriría a Birdsong o a Georgos, porque estaría muerta.
¡Dios mío; tenía solo veintidós años! Apenas empezaba a vivir y no quería morir. Pero tampoco quería pasar el resto de su vida en la cárcel. Hasta la muerte era mejor que eso.
Yvette siguió caminando. Sabía adónde iba, y que necesitaría cerca de media hora. Era otra cosa que había decidido el día anterior.
Hacía menos de cuatro meses, una semana después de la noche en la colina sobre Millfield, cuando Georgos mató a dos guardias, que comprendió en qué se había metido. Asesinatos. Era culpable, tanto como Georgos.
Al principio no creyó a Georgos cuando se lo dijo. Pensó que solo trataba de asustarla cuando de regreso hacia la ciudad desde Millfield le había advertido: «Estás tan metida en esto como yo. Estabas allí, eres parte de todo, y mataste a esos cerdos como si hubieras usado el cuchillo o el revólver. Lo que me ocurra a mí te ocurrirá a ti.»
Pero pocos días después leyó en un periódico sobre el juicio en California a tres hombres acusados de asesinato en primer grado. El trío había entrado en un edificio y el líder mató a un sereno. Aunque los otros dos no estaban armados y no participaron activamente en el asesinato, los tres fueron declarados culpables y recibieron la misma pena: cadena perpetua sin posibilidad de perdón. Entonces Yvette comprendió que Georgos le había dicho la verdad y, desde ese momento, su desesperación creció. Creció a partir de la certeza de que no podía retroceder, no podía escapar a lo que había llegado a ser. Eso había sido lo más duro de aceptar, aun sabiendo que no tenía alternativa.
Algunas noches, despierta al lado de Georgos, en la oscuridad de aquella siniestra casa de la calle Crocker, había fantaseado que podía retroceder, volver a la granja de Kansas donde había nacido y vivido de pequeña. Comparado con esto, aquellos días parecían brillantes y despreocupados.
Maldita sea si no era cierto.
La granja eran unos veinte acres rocosos, de los que el padre de Yvette, un hombre agriado, protestón, pendenciero, apenas sacaba bastante para alimentar a una familia de seis, sin que le alcanzara para pagar la hipoteca. Jamás fue un hogar cálido y cariñoso. Peleas violentas entre los padres eran la norma de todos los días, algo que los hijos aprendieron a imitar. La madre de Yvette, una quejica crónica, a menudo le gritaba a Yvette, la menor, pues no había sido deseada y ella hubiera preferido un aborto.
Yvette siguió el ejemplo de dos hermanos mayores y de una hermana, y dejó el hogar para siempre en cuanto pudo; jamás volvió. No tenía idea de dónde estaba su familia ahora, y si sus padres habían muerto, y sentía que no le importaba. Sin embargo, se preguntaba si sus padres, hermanos o hermanas oirían hablar de su muerte o leerían algo, y si les importaría.
Claro, pensó Yvette, que sería fácil echarle la culpa a esos primeros años de todo lo que le había ocurrido después, pero no sería ni cierto ni justo. Cuando llegó al oeste, solo tenía el mínimo legal de escolaridad, pero consiguió un trabajo como vendedora en la sección infantil de una gran tienda, y le gustaba. Disfrutaba ayudando a elegir ropa para criaturas, y por ese entonces le pareció que le gustaría tener hijos algún día, a quienes no trataría como la habían tratado a ella en su casa.
Lo que ocurrió y la puso en el camino que finalmente recorrió con Georgos, fue que una chica con la que trabajaba la llevó a unas reuniones políticas de izquierdas. Una cosa condujo a otra; más adelante conoció a Georgos y… ¡Oh, Dios, de qué servía volver sobre todo aquello!
Yvette se daba cuenta de que en muchas cosas no era inteligente. Siempre le había sido difícil comprender las cosas, y en la pequeña escuela rural a la que concurrió hasta que tuvo dieciséis años, las maestras le decían que era una estúpida. Razón por la cual, probablemente, cuando Georgos la persuadió de abandonar su trabajo y entrar en la clandestinidad con él para organizar «Amigos de la Libertad», Yvette no tuvo la menor idea de lo que estaba haciendo. En ese momento le sonó a diversión y aventura, y no, como resultó ser, lo peor de su vida.
La comprensión de que ella —al igual que Georgos, Wayde, Ute y Félix— se habían convertido en criminales perseguidos por la ley le llegó a Yvette gradualmente. Cuando se convenció del todo quedó aterrorizada. ¿Qué le harían si la arrestaban? Yvette pensó en Patty Hearst, y lo que la habían hecho sufrir, y eso que después de todo era una víctima. Por Dios. ¿Cuánto peor no sería para Yvette, que no lo era?
Yvette recordaba que Georgos y los otros tres revolucionarios habían reído y reído cuando el juicio de Patty Hearst; se reían de cómo se afanaban los círculos gobernantes en un esfuerzo virtuoso por crucificar a uno de ellos mismos, solo para demostrar que podían hacerlo. Claro que, como dijo Georgos después, si la Hearst (en este caso particular) hubiera sido pobre, o negra como Ángela Davis, hubiera recibido compasión y un tratamiento más justo. La desgracia de Hearst era que su padre tenía dinero. ¡Qué chiste! Yvette todavía recordaba al pequeño grupo mirando la televisión y dispersándose cada vez que se informaba sobre el juicio.
Pero ahora el miedo por haber cometido crímenes planeaba sobre Yvette, un miedo que crecía como un cáncer, hasta que al fin llenó todas sus horas de vigilia.
Últimamente, comprendió que Georgos ya no confiaba en ella.
Lo pescó mirándola de manera extraña. No hablaba tanto como antes. Se volvió reservado en cuanto al nuevo trabajo que estaba preparando. Yvette sentía que pasara lo que pasara, sus días como mujer de Georgos estaban contados.
Fue entonces cuando, sin saber realmente por qué, Yvette empezó a espiarle y a grabar las cintas. No fue difícil. Había un magnetofón en la casa y Georgos le había enseñado a usarlo. Utilizó un micrófono escondido y manejó el grabador en otra habitación; así grabó conversaciones entre Georgos y Birdsong. Al escuchar la cinta luego, se enteró de la existencia de extintores con bombas para el hotel «Christopher Columbus».
Las conversaciones Georgos-Birdsong estaban en las cassettes que le dio a la negra. También había un largo y divagador relato de todo desde el principio, hecho por la propia Yvette.
¿Por qué lo había hecho?
Aún ahora no estaba segura. No fue la conciencia; no tenía sentido engañarse en cuanto a eso. Tampoco por la gente del hotel; Yvette estaba demasiado alejada, demasiado agotada para que le importaran. Quizá para salvar a Georgos, para salvar su alma (si es que la tenía; si alguno de ellos la tenía) de la cosa terrible que se proponía hacer.
La mente de Yvette se estaba cansando. Siempre le ocurría cuando pensaba demasiado.
¡Seguía sin querer morir!
Pero sabía que no tenía otra salida.
Yvette miró a su alrededor. Había seguido caminando, sin darse cuenta de dónde estaba, y ahora comprendió que había ido más aprisa y más allá de lo que pensaba. Su meta, que ya veía, estaba a poca distancia.
Era una pequeña colina cubierta de hierba, que se conservaba como paseo público. El nombre, no oficial, era Colina Solitaria, apropiado porque muy poca gente iba por allí; por eso la había elegido Yvette. Los doscientos metros finales, más allá de las últimas calles y casas, seguían un sendero empinado y estrecho, y ella lo subió despacio. La cima, que ella temía alcanzar, llegó demasiado pronto.
Más temprano, el día había sido luminoso; ahora estaba nublado y un viento frío y fuerte cortaba en la pequeña cima expuesta. Yvette se estremeció. En la distancia, más allá de la ciudad, vio el océano, gris y desolado.
Se sentó en la hierba y abrió la cartera por segunda vez. La primera había sacado las cassettes en el bar.
De la cartera, que pesaba bastante, sacó un dispositivo que había cogido días atrás del taller de Georgos y había ocultado hasta esta mañana. Era un cohete «Bangalore», simple pero letal, un cartucho de dinamita dentro de un trozo de tubería. La tubería estaba sellada en los dos extremos, pero en uno de ellos habían dejado un agujerito para permitir la entrada de un detonador. Yvette misma había insertado la cápsula con cuidado, otra cosa que Georgos le había enseñado, después de agregar al detonador una mecha corta, que ahora salía por el extremo del tubo. Era una mecha de cinco segundos. Suficiente.
Yvette metió la mano en la cartera otra vez; encontró un encendedor pequeño. Mientras lo sostenía torpemente, le temblaron las manos.
Era difícil hacer funcionar el encendedor con el viento. Puso la bomba en el suelo y cubrió el encendedor con la mano. Chisporroteó y luego hizo llama.
Cogió nuevamente la bomba, con dificultad porque temblaba aún más, y logró acercar el extremo de la mecha al encendedor. La mecha se encendió en seguida. Con un solo movimiento rápido, Yvette dejó caer el encendedor y apretó la bomba contra el pecho. Cerró los ojos y esperó que no fuera…