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En una suite del piso veinticinco del hotel «Christopher Columbus», Leah levantó la vista del cuaderno en que escribía.
—Papaíto —dijo—, ¿puedo preguntarte algo personal?
—Claro que sí —contestó Nim.
—¿Todo anda bien entre tú y mamaíta, ahora?
Nim necesitó uno o dos segundos para comprender el significado de la pregunta de su hija. Luego contestó serenamente:
—Sí, anda bien.
—¿Y no os vais a…? —Leah vaciló—. ¿No os vais a separar, entonces?
—Si te has estado preocupando por eso —le dijo él—, ya puedes olvidarlo. Espero que eso no ocurra jamás.
—¡Papá! —Leah corrió hacia él con los brazos abiertos. Le abrazó muy fuerte—. Oh, papá, estoy tan contenta —sintió la suave cara joven contra la suya y la humedad de sus lágrimas.
La abrazó y le acarició el pelo.
Los dos estaban solos, porque Ruth y Benjy habían bajado al vestíbulo hacía unos minutos para probar los helados del hotel, que eran famosos. Leah había elegido quedarse con Nim, diciendo que tenía que terminar una tarea escolar. ¿O sería, se preguntó él ahora, porque vio la oportunidad de hacerle esa pregunta?
¿Es que algún padre, reflexionó Nim, sabe alguna vez lo que pasa por las mentes de sus hijos? ¿O cuánto sufren por el egoísmo de los padres cuando les hacen poco caso? Recordó cómo Leah había evitado cuidadosamente hablar de la ausencia de Ruth cuando ella y Benjy estaban con los Neuberger y él los llamó por teléfono. ¡Qué agonía habría sufrido entonces Leah, una criatura sensible y despierta de catorce años! El recuerdo le avergonzó.
También le hizo pensar en cuándo debían hablar a los niños de la salud de Ruth. Pronto, probablemente. Es cierto que les provocaría ansiedad, como había ocurrido y seguía ocurriendo con él. Pero era mejor que Leah y Benjy lo supieran a que lo descubrieran en medio de una crisis, como podía ocurrir. Nim decidió que hablaría con Ruth sobre ese punto en los próximos días.
Como si Leah sospechara algo de lo que pensaba, dijo:
—Está bien, papá, está bien —luego, con la versatilidad propia de los jóvenes, se soltó y volvió a lo que estaba haciendo.
Fue hasta la ventana del salón y observó la vista panorámica de tarjeta postal: la parte antigua de la ciudad, el puerto activo lleno de barcos y los dos puentes mundialmente famosos, todo dorado por el sol poniente.
—Mira —dijo por encima del hombro— qué escena tan fantástica.
Leah levantó la vista sonriente.
—Sí. La verdad es que sí.
Lina cosa era indudable: había sido una gran idea traer a la familia a la convención del Instituto Nacional de Electricidad, ya en su primer día. Cuando se registraron en el hotel esa mañana, los dos niños estaban excitados. Leah y Benjy, que tenían permiso para no asistir a clase durante cuatro días, debían realizar tareas escolares, entre ellas un ensayo sobre la propia convención; Benjy, al pensar en el suyo, expresó el deseo de escuchar el discurso de su padre el día siguiente. La presencia de un niño en una sesión de trabajo del Instituto era inusual, pero Nim consiguió arreglarlo. Para las familias había otras actividades —un crucero por el puerto, visitas a museos, proyección de filmes en privado—, en las que participarían Ruth y los niños.
Después de un rato, Ruth y Benjy volvieron a subir a la suite, riendo alegremente: dijeron que habían tenido que probar dos helados cada uno antes de asignar a la heladería la categoría de cinco estrellas.
Segundo día de la convención.
Amaneció luminoso y sin nubes; el sol entraba en la suite donde Nim, Ruth y los niños gozaban del lujo de desayunar en sus habitaciones.
Después del desayuno y por última vez, Nim releyó su discurso. Estaba programado para las diez de la mañana. Pocos minutos después de las nueve dejó a los suyos y bajó al vestíbulo.
Tenía una razón para adelantarse. Desde una ventana de la suite había visto que en la calle tenía lugar una manifestación, y sentía curiosidad por saber quiénes estaban en ella y por qué.
Cuando Nim salió por la puerta principal del hotel, comprobó que eran los mismos de siempre: «Luz y Fuerza para el Pueblo».
Unas cien personas de distintas edades desfilaban cantando consignas: «¿Es que no se cansarán jamás —se preguntó—, y no verán sino desde su estrecho punto de vista?»
Agitaban los consabidos carteles.
«CGS»
Estafa
Usuarios
El Pueblo
No los Ricos
Dueño de «CGS»
lfpp Urge
El Pueblo al Mando De los Servicios del Pueblo
Propiedad del Pueblo
Aseguraría
Tarifas Eléctricas Más Bajas
¿Qué influencia, pensó Nim, esperaba tener la lfpp sobre el Instituto Nacional de Electricidad? Les hubiera podido decir que no tendrían ninguna. Pero estaba claro que lo que querían era llamar la atención en esa ciudad y, como de costumbre, lo lograban. Ahí estaban las ubicuas cámaras de televisión. Y también Davey Birdsong, visiblemente contento, y al mando de todo.
Parecía que los manifestantes intentaban impedir la llegada de vehículos al hotel. Un cordón de seguidores de la lfpp cogidos del brazo bloqueaba la entrada del frente y no permitía acercarse a varios coches y taxis que esperaban. Otro contingente había formado un cordón frente a la entrada de servicio contigua. Había dos camiones detenidos. Nim vio que uno era un camión repartidor de leche, y el otro una camioneta abierta con una carga de extintores de incendios. Los conductores de ambos vehículos se habían bajado y protestaban por el retraso.
Aparecieron algunos policías. Se movieron entre los manifestantes haciéndoles advertencias. Siguió una breve disputa entre policía y manifestantes, a la que se unió Birdsong. Luego, el hombre corpulento y barbudo se encogió de hombros y retiró a sus partidarios de las dos entradas, mientras la policía, para acelerar la cosas, escoltaba a los dos camiones hasta la entrada, y luego a los coches y taxis.
—¿Puede haber peores irresponsables? —quien hablaba era otro delegado a la convención, de pie al lado de Nim, identificable por la tarjeta de «INE» en la solapa—. Ese grupo de idiotas quería estorbar la protección contra incendios y la provisión de leche. ¿Por qué, en nombre de Dios?
—No tiene mayor sentido —asintió Nim.
Quizá tampoco lo tenía para los manifestantes, porque ya se dispersaban.
Nim volvió al interior del hotel y cogió el ascensor hasta el primer piso, el lugar de la convención.
Como toda convención, ese ritual tribal único, la asamblea del «INE» reunía a varios centenares de hombres de negocios, ingenieros y científicos que se proponían hablar de problemas comunes, intercambiar información y relacionarse socialmente. Se esperaba que después cada delegado realizaría mejor su trabajo. Es difícil determinar el valor económico de esos encuentros, aunque lo tienen.
En una antesala, fuera del salón principal de la convención, se estaban reuniendo los delegados para una tertulia informal que todos los días precedía a la sesión de trabajo. Nim se unió a los primeros que habían llegado, funcionarios de otras empresas de energía, a algunos de los cuales conocía y a otros no.
Buena parte de la conversación versó sobre petróleo. Un noticiario de la noche anterior había revelado que las naciones de la OPEP se mantenían firmes en la exigencia de que los próximos pagos de petróleo se hicieran en oro, no en papel moneda, cuyo valor, particularmente el del dólar, disminuía casi diariamente. Las negociaciones entre los Estados Unidos y la OPEP estaban detenidas y la perspectiva de un nuevo embargo de petróleo se volvía inquietantemente probable. Si se producía, el impacto sobre las empresas productoras de energía eléctrica podía ser desastroso.
Al cabo de unos minutos de charla, Nim sintió que le apretaban el brazo. Al volverse vio a Thurston Jones, su amigo de Denver. Se dieron un cálido apretón de manos.
—¿Qué novedades hay de Tunipah? —preguntó Thurston.
—La construcción de las pirámides fue más rápida —dijo Nim, sonriente.
—Y los faraones no necesitaban permisos, ¿no es así?
—¡Cierto! ¿Cómo está Úrsula?
—Muy bien —Thurston sonrió—. Estamos esperando un niño.
—Maravilloso. ¡Felicitaciones! ¿Cuándo es el gran día? —Nim hablaba para llenar el tiempo mientras organizaba sus desconcertadas ideas. Recordaba claramente el fin de semana en Denver y la llegada de Úrsula a su cama. Úrsula, que le confió que ella y su marido querían tener hijos pero no podían, afirmación confirmada luego por Thurston. «Ambos nos hicimos análisis…»
—El médico dice que a fines de junio.
¡Dios! Nim no necesitó una calculadora para saber que el hijo era suyo. Cayó en un remolino de emociones, como en una mezcladora, ¿y qué demonios se esperaba que dijera?
Su amigo le proporcionó la respuesta al pasarle el brazo por la espalda.
—Hay una sola cosa que Úrsula y yo querríamos. Cuando llegue el momento, queremos que seas el padrino.
Nim iba a decir sí, cómo no, pero descubrió que no podía pronunciar palabra. Entonces apretó la mano de Thurston nuevamente, con fuerza, e hizo un gesto de aceptación. El hijo de los Jones, prometió Nim en silencio, tendría el padrino más concienzudo que jamás hubiera existido.
Concertaron un encuentro para antes de que la convención terminara.
Nim siguió moviéndose, hablando con más gente: de la «Con Edison» de Nueva York, para Nim una de las empresas mejor administradas de Norteamérica, a pesar de su obligada función de recaudadora de impuestos y los insultos que le dirigían los políticos oportunistas; «Luz y Energía» de Florida, «Commonwealth Edison» de Chicago, «Luz y Fuerza» de Houston, «Edison» de California del Sur, «Servicios Públicos» de Arizona, y otros.
También había un contingente de una docena de delegados de la «Golden State», la empresa anfitriona, que se mezclaban activamente con la gente de afuera. Entre el grupo de la «CGS» estaba Ray Paulsen; él y Nim se saludaron con su usual falta de cordialidad. J. Eric Humphrey aún no había aparecido por la convención, pero lo haría más tarde.
Al terminar su conversación, Nim observó una cara familiar que se acercaba entre la multitud creciente y cada vez más ruidosa. Era la periodista del California Examiner, Nancy Molineaux. Ante su sorpresa se dirigió directamente a él.
—¡Hola! —su actitud fue amistosa y estaba sonriente, pero Nim tenía agrios recuerdos demasiado frescos para responder de la misma manera. Pero tuvo que aceptar que la mujer era muy atractiva; los pómulos altos y el gesto altanero ayudaban. Sabía vestirse bien, y con vestidos caros.
—Buenos días —contestó fríamente.
—Acabo de recoger su discurso en la sala de prensa —dijo la señorita Molineaux; tenía un comunicado de prensa y el texto completo en las manos—. Bastante aburrido. ¿Tiene intención de añadir algo que no esté aquí?
—Aun si la tuviera, maldito sea si la iba a ayudar diciéndoselo por adelantado.
La contestación pareció gustarle, y se rio.
—Papaíto —interrumpió una voz—, vamos ya para allá.
Era Benjy, que se había abierto paso entre los delegados camino de una pequeña galería del salón de la convención, donde se sentarían algunos visitantes. Nim alcanzó a ver a Ruth y Leah al lado de una escalera. Las dos saludaban con la mano, y él respondió de la misma manera.
—Está bien —le dijo a Benjy—, es mejor que vayáis a vuestro sitio.
Nancy Molineaux había escuchado, aparentemente divertida. Le preguntó:
—¿Ha traído a su familia a la convención?
—Sí —contestó él secamente, y agregó—: Mi mujer y los niños están conmigo en el hotel. Por si usted piensa usar esto de alguna manera, le advierto que pago sus gastos de mi sueldo.
—Vaya, vaya —se burló ella—, qué terrible reputación tengo.
—Me cuido de usted como me cuidaría de una cobra —dijo Nim.
Ese Goldman, pensó Nancy mientras se alejaba, era de los que no aguantan tonterías.
Cubrir la convención era una tarea que no esperaba ni deseaba. Pero cuando el redactor jefe descubrió el nombre de Goldman en el programa, decidió mandar a Nancy esperando que ella diera con algún punto vulnerable, y así continuara con lo que él consideraba una vendetta que se convertía en noticia. Bueno, el viejo entrenador estaba equivocado. Informaría sobre el discurso de Goldman honestamente y hasta lo destacaría si el material lo merecía. (No era ése el caso de la versión impresa, por eso había hecho la pregunta.) Solo eso; después Nancy quería irse de ahí lo más pronto posible. Era el día en que se había citado con Yvette en el bar donde habían conversado brevemente una semana antes. Nancy podía llegar puntual (había dejado el coche en el aparcamiento del sótano del hotel), pero no podía perder tiempo. Esperaba que la chica apareciera y contestara algunas preguntas que la intrigaban.
Mientras tanto, ahí estaba Goldman. Nancy entró en el salón y se sentó en la mesa de la prensa.
Mientras hablaba a la convención, Nim se encontró pensando que la Molineaux tenía razón, un discurso como aquél, tan cargado de material técnico, era aburrido desde el punto de vista de un periodista. Pero cuando describía los problemas de carga y capacidad, presentes y futuros, de la «Golden State» la intensa atención absorta del auditorio demostró que muchos de los que escuchaban compartían los problemas, frustraciones y temores que Nim presentaba bajo el título: Apagón. Ellos también tenían la responsabilidad de proveer de energía a sus comunidades, sin fallarles. Ellos también sabían que el tiempo se agotaba y les esperaba una grave carencia de energía dentro de pocos años. Sin embargo, casi diariamente, veían cuestionada su sinceridad, desatendidas sus advertencias, burladas sus siniestras estadísticas.
Cerca del final del discurso que había preparado, Nim sacó del bolsillo una página con notas que había escrito el día anterior. Las usaría para terminar.
—La mayoría de los que estamos aquí, probablemente todos —dijo—, compartimos dos creencias importantes. Una se refiere al medio ambiente. El medio ambiente en que vivimos debería ser más limpio. En consecuencia, aquellos que trabajan con responsabilidad para lograr ese objetivo merecen nuestro apoyo. La segunda se refiere al proceso democrático. Creo en la democracia, siempre lo he dicho, aunque últimamente con ciertas reservas. Esto me lleva de nuevo al medio ambiente.
»Algunos entre los que se llaman a sí mismos ecologistas han dejado de ser aliados razonables de una causa razonable y se han convertido en fanáticos. Son una minoría. Pero gracias a un fanatismo ruidoso, rígido, intransigente, y a menudo falto de información, están consiguiendo imponer su voluntad sobre la mayoría.
»A1 hacerlo, esa gente prostituye el proceso democrático, lo usa despiadadamente, como jamás debió ser usado, para frustrar todo salvo sus estrechos propósitos. Lo que no pueden derrotar con la razón y argumentos, lo obstruyen con retrasos y tretas. Esa gente ni siquiera pretende aceptar el gobierno de la mayoría, porque está convencida de que sabe más que la mayoría. Además, aceptan tan solo aquellos aspectos de la democracia que pueden ser subvertidos para su propio beneficio.
Las últimas palabras provocaron un estallido de aplausos. Nim levantó una mano pidiendo silencio y siguió:
—Esta especie de ecologista se opone a todo. No hay nada, absolutamente nada, que la industria de la energía pueda proponer que no despierte su ira, su condena, su ferviente y santurrona oposición. Pero los ecologistas fanáticos no están solos. Tienen aliados.
Nim hizo una pausa, porque repentinamente repensó lo que había en sus notas; comprendió que lo que seguía ahora le crearía problemas, como cinco meses atrás, después del debate de la Comisión de Energía sobre Tunipah. También iba en contra de la advertencia de J. Eric Humphrey: «No se meta en controversias.» Bueno, de una manera u otra, lo peor que le podía ocurrir era que lo colgaran. Se aventuró.
—Los aliados de que hablo —declaró— son los designados en número creciente en las comisiones de reglamentos solo por razones políticas.
Nim sintió un interés arrobado e inmediato en el público.
—Hubo un tiempo, en este estado y otros, en que los comités y comisiones que regulaban nuestra industria eran pocos y se podía confiar en sus opiniones, razonablemente justas e imparciales. Pero ya no es así. No solo han proliferado hasta el punto de que sus funciones se superponen, y rivalizan descaradamente entre ellas para establecer bases de poder, sino que también, la mayoría de los miembros de esos cuerpos reciben sus designaciones abiertamente como recompensas políticas. Muy pocas veces, o ninguna, llegan a ellas por mérito o experiencia. Como resultado, esos comisionados y miembros de comités tienen poca o ninguna información sobre el tema —algunos, en realidad, hasta exhiben prejuicios contra la industria— y todos tienen ambiciones políticas que gobiernan todas sus acciones y decisiones.
»Es precisamente por eso que nuestros críticos y opositores extremistas encuentran en ellas sus aliados. Porque hoy día los puntos de vista militantes así llamados populistas, las posiciones anti-empresas de energía, son noticia y atraen atención. No ocurre así con las decisiones tranquilas, equilibradas, bien pensadas, y los comisionados y miembros de comités de los que estoy hablando han aprendido muy bien la lección.
»En otras palabras: se abusa de las funciones públicas de responsabilidad y se las vuelve contra el interés público.
»No puedo sugerir un remedio fácil para esos dos formidables problemas, y sospecho que ustedes tampoco lo tienen. Lo mejor es hacer saber al público, cuantas veces sea posible, que sus intereses razonables son minados por una minoría, una alianza insidiosa de fanáticos y políticos venales.
Nim decidió dejarlo ahí.
Mientras se preguntaba cuál sería en definitiva la reacción de Eric Humphrey y otra gente de la «CGS» a sus observaciones, descubrió asombrado que estaba recibiendo una entusiasta ovación del público de pie.
«¡Felicidades!», «Hay que tener agallas para decirlo, pero todo es tan cierto…», «Espero que lo que ha dicho tenga buena publicidad…», «Me gustaría una copia para hacerla circular…», «La industria necesita gente que hable sin ambages como usted…», «Si se cansa de trabajar para la “Golden State”, no deje de avisarnos.»
Los delegados se agolpaban a su alrededor. Inesperada e increíblemente, Nim descubrió que se había convertido en un héroe. El presidente de una poderosa empresa del Medio Oeste le aseguró:
—Espero que su compañía aprecie lo que vale. Me propongo decirle a Eric Humphrey lo bien que ha estado.
Entre más apretones de manos y felicitaciones, repentinamente cansado, Nim se escabulló afuera.
Solo una cosa aguó el momento: la cara ceñuda y hostil de Ray Paulsen. Pero el vicepresidente ejecutivo no dijo nada, y se limitó a salir del salón solo.
Nim había llegado a la salida del primer piso cuando oyó que una voz tranquila decía a sus espaldas:
—He venido especialmente para oírle. Valía la pena.
Nim se volvió. Con sorpresa vio que se trataba de Wally Talbot. Tenía parte de la cabeza vendada y caminaba ayudado con bastones, pero consiguió sonreír, contento.
—¡Wally! —dijo Nim—. ¡Qué gusto verte! No sabía que hubieras salido del hospital.
—Salí hace un par de semanas, aunque no definitivamente. Todavía tengo bastantes reparaciones por delante. ¿Podemos hablar?
—Claro. Vamos a buscar un lugar tranquilo —iba a buscar a Ruth y los niños, pero pensó que los encontraría luego en las habitaciones.
Descendieron a la planta baja en el ascensor. Había dos sillas vacías en un rincón cerca de la escalera, y Nim y Wally se dirigieron allí; Wally manejaba los bastones con cierta torpeza, pero era obvio que prefería arreglarse solo.
—¡Cuidado, por favor! —un hombre con elegante mono gris azulado pasó aprisa maniobrando un cargador de dos ruedas en el que llevaba tres extintores de incendios de color rojo—. Es solamente un momento, señores. Es para dejarlos en su lugar. —El hombre joven movió una de las sillas a las que se dirigían, colocó un extintor detrás y luego colocó de nuevo las sillas en su lugar. Sonrió a Nim—. Es todo, señor. Perdone la molestia.
—No es nada —Nim recordó haber visto al hombre más temprano esa mañana, conduciendo una de las camionetas que la policía escoltó durante la manifestación de la lfpp.
A Nim le pareció que disimular un extintor detrás de una silla era poco práctico. Pero no era asunto suyo, y se suponía que el hombre sabía lo que hacía. En su mono se leía: «Servicio de Protección contra Incendios, Inc.»
Nim y Wally se sentaron.
—¿Has visto las manos del tipo? —preguntó Wally.
—Sí, tenía las manos muy manchadas, probablemente por manipulación descuidada de sustancias químicas.
—Podría arreglarlo con un injerto de piel —Wally sonrió de nuevo, esta vez con pesar—. Me estoy convirtiendo en un experto en este asunto.
—Dejemos a los demás —dijo Nim—. Cuéntame cosas de ti.
—Bueno, tal como te he dicho, va a llevar bastante tiempo hacerme los injertos de piel. Se hace poco a poco.
Nim asintió comprensivo.
—Sí, lo sé.
—Pero tengo buenas noticias. Pensé que te gustaría compartirlas. Voy a tener un palito nuevo.
—¿Vas a qué?
—Sí, eso. ¿Recuerdas que el viejo se quemó?
—Claro que lo recuerdo —Nim jamás olvidaría las palabras del médico el día después del accidente de Wally: «… la electricidad pasó por la superficie superior del cuerpo y salió… por el pene… Quedó destruido. Quemado. Enteramente…».
—Pues tengo sensaciones sexuales ahí —dijo Wally—, y puede usarse como base. Por eso la semana pasada me mandaron a Houston, al Centro Médico de Texas. Allí hacen cosas maravillosas, particularmente para casos como el mío. Hay un médico, el doctor Brantley Scott, que es un genio; me va a hacer un pene nuevo y asegura que funcionará…
—Wally —dijo Nim—, me alegra por ti, pero ¿cómo demonios pueden hacerlo?
—En parte con injerto de piel, en parte con algo que se llama prótesis del pene. Es un bombeador pequeño, algunos tubitos y un depósito, todos conectados entre sí e insertados en el cuerpo quirúrgicamente. Lo hacen con silicona, lo mismo que usan para los marcapasos. En realidad, es un sustituto para lo que nos dio la naturaleza.
Nim preguntó con curiosidad:
—¿Funciona realmente?
—¡Vaya si funciona! —el entusiasmo de Wally desbordaba—. Lo he visto. Además, sé de cientos de personas que lo llevan con todo éxito. Y, Nim, te diré algo más.
—¿Qué?
—Que la prótesis del pene no es solo para gente como yo, que ha sufrido una lesión. También sirve para otros, hombres mayores, normales, pero que han agotado sus energías y ya no pueden hacerlo con una mujer. Los hace nacer de nuevo ¿Y tú, Nim? ¿Necesitas ayuda?
—De ésa no. Todavía no, ¡gracias a Dios!
—Pero puedes necesitarla algún día. ¡Piensa un poco! Ningún problema sexual, jamás. Te puedes ir a la tumba con una erección.
—¿Y de qué me serviría? —sonrió Nim.
—¡Hola, aquí está Mary! —exclamó Wally—. Viene a buscarme. Todavía no puedo conducir el coche.
Nim vio a Mary, la mujer de Talbot, al otro lado del vestíbulo. Con cierta preocupación vio que con ella estaba Ardythe Talbot. No la había visto ni sabía nada de ella desde su encuentro en el hospital, cuando histéricamente le echó la culpa de los problemas de Wally, al «pecado» de ambos. Nim se preguntó si su fervor religioso habría disminuido.
Las dos mujeres mostraban señales de la tensión pasada. Después de todo, solo habían transcurrido siete meses desde la trágica muerte de Walter Talbot en las explosiones de la planta de La Mission, y el accidente de Wally hijo ocurrió apenas unas semanas después. Mary, que Nim recordaba delgada de siempre, había aumentado de peso visiblemente. Y su aspecto juvenil había cambiado: parecía mayor. Nim deseó que lo que Wally acababa de decirle saliera bien. Les haría bien a los dos.
Ardythe parecía estar algo mejor que la última vez que la había visto, pero no mucho. En contraste con su figura inmediatamente antes de la muerte de Walter —hermosa, elegante, atlética—, ahora era tan solo una mujer mayor. Pero le sonrió a Nim y le saludó amistosamente, lo que le tranquilizó.
Charlaron. Nim les manifestó su alegría al ver a Wally en pie. Mary dijo que al entrar alguien le había hablado del discurso de Nim, y le felicitó. Ardythe le comunicó que había encontrado más archivos de Walter y quería que la «CGS» los tuviera. Nim se ofreció para ir a buscarlos.
—No es necesario —dijo Ardythe, interrumpiéndole—. Te los puedo mandar. No hay tantos como la vez pasada. —Se calló—. Nim, ¿qué pasa?
Él la estaba mirando fijamente, con la boca abierta.
«La vez pasada…» ¡Los archivos de Walter!
—Nim —repitió Ardythe—, ¿pasa algo? —Mary y Wally también le miraban extrañados.
—No —consiguió decir—. No, es que acabo de recordar algo.
Ahora sabía. Sabía cuál era la información que le faltaba y le había estado preocupando, sin que pudiera recordarla, desde aquel día en el despacho de Eric Humphrey con el presidente, Harry London, y el juez Yale. Estaba en los archivos de Walter Talbot, los archivos que Ardythe le había dado en varias cajas de cartón, poco después de la muerte de Walter. En aquel momento, Nim los había hojeado superficialmente; ahora estaban depositados en la «CGS».
—Creo que deberíamos irnos —dijo Wally—. Ha sido un placer verte, Nim.
—Lo mismo digo —respondió Nim—, y Wally, ¡buena suerte en todo!
Cuando los tres se fueron, Nim se quedó inmóvil, pensando. Ahora sabía lo que estaba en los archivos. También sabía lo que tenía que hacer. Pero primero tenía que comprobarlo, verificar su recuerdo.
Dentro de tres días. En cuanto terminara la convención.