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La dirección en el sobre azul celeste comenzaba:
SEÑOR NIMROD GOLDMAN
PERSONAL
Adherida había una nota de la secretaria de Nim, Vicki Davis. Decía:
«El señor London pasó esto personalmente por el detector de metales de la sala de correspondencia. Dice que puede abrirlo con tranquilidad.»
La nota de Vicki era doblemente satisfactoria. Porque quería decir que la correspondencia que llegaba a la «CGS» marcada «personal» (o «privada y confidencial», como los sobres explosivos) se manejaba con cautela; y también que estaban utilizando el aparato detector instalado recientemente.
Nim se había dado cuenta de algo más: desde el día traumático en que Harry London les había salvado la vida a Nim y a Vicki Davis, London parecía haber asumido la función de protector permanente de Nim. Vicki, que ahora miraba al departamento de Protección Patrimonial de un modo cercano a la veneración, cooperaba enviándole por adelantado el programa diario de las entrevistas y actividades de su jefe. Nim se había enterado casualmente del acuerdo, y no sabía si estar agradecido, irritado o tomarlo con humor.
De todos modos, pensó, ahora estaba fuera de alcance de la vigilancia de London.
Nim, Teresa van Buren y el grupo de gente de prensa habían pasado la noche en un puesto avanzado de la «Golden State», el campamento Devil’s Gate, adonde habían llegado en autobús desde Fincastle Valley. Había sido un viaje de cuatro horas, en parte a través de la belleza maravillosa del Bosque Nacional Plumas.
El campamento quedaba a cincuenta kilómetros de la ciudad más próxima, protegido por un repliegue agreste de las montañas. Estaba formado por una media docena de casas de la compañía, el albergue para ingenieros residentes, capataces y sus familias, una pequeña escuela, cerrada ahora por las vacaciones de verano, y dos barracones tipo motel, uno para empleados de la «CGS» y otro para visitantes. Por encima pasaban los cables de transmisión de alto voltaje por torres de rejillas, como para recordar el objeto de la instalación de la pequeña comunidad.
Habían dividido a la gente de la prensa por sexos, alojando a cuatro por habitación en el albergue para visitantes, una construcción sencilla pero adecuada. Se oyeron suaves protestas por lo de cuatro en cada habitación, con alguna sugerencia de que más intimidad hubiera permitido algún cambio de cama.
Nim tenía una habitación para él solo en la casa para empleados. La noche anterior se había quedado después de la cena a beber unas copas con algunos de los periodistas, y había participado en una partida de póquer durante un par de horas; luego se excusó y se retiró poco antes de medianoche. Por la mañana se había despertado descansado, y estaba preparado para el desayuno, que tomarían dentro de pocos minutos, a las siete y media.
En la galería de la casa de los empleados, en el aire claro de la mañana, examinó el sobre azul celeste, haciéndolo girar entre los dedos.
Lo había traído un correo de la compañía que viajaba de noche, como un moderno Paul Revere, y que llevaba correspondencia de la compañía para Devil’s Gate y otros puestos fronterizos como aquél. Todo formaba parte de un sistema interno de comunicaciones, de modo que la carta para Nim no significaba una carga extra. De todos modos, pensó con acritud, si Nancy Molineaux se enteraba de que una carta personal le llegaba por ese medio, su malevolencia encontraría otra ocasión para expresarse. Afortunadamente, no se enteraría.
El desagradable recuerdo de la Molineaux se lo había evocado Teresa van Buren. Al traerle la carta, Tess le informó que ella también había recibido una con la información que había pedido el día anterior sobre los costos operativos de los helicópteros. Nim se fastidió.
—¿Se ha propuesto ayudar a esa mujer a crucificarnos?
—Insultarla no cambiará nada —dijo Van Buren con paciencia; luego agregó—: A veces ustedes, los ejecutivos importantes, no entienden qué se persigue con las relaciones públicas.
—¡Si eso es un ejemplo, le juro que no lo entiendo!
—Mire; no se puede ganar siempre. Confieso que ayer Nancy me irritó, pero cuando lo pensé mejor, razoné que ella se había propuesto escribir sobre ese helicóptero, lo quisiéramos o no. En consecuencia, es mejor que tenga las cifras correctas, porque si se informa en otra parte, o alguien hace conjeturas, es seguro que van a exagerar. Otra cosa, estoy siendo sincera con Nancy, y ella lo sabe. En el futuro, cuando surja alguna otra cosa, confiará en mí, y esa vez quizá sea algo mucho más importante.
—Es imposible que esa aguafiestas agriada escriba algo favorable —dijo Nim irónicamente.
—Nos veremos durante el desayuno —dijo la directora de Relaciones Públicas—. Y hágame un favor: tranquilícese.
Pero él no se calmó. Todavía hirviendo por dentro, desgarró el sobre azul celeste.
Contenía una única hoja de papel del color del sobre. En la parte superior estaba escrito en cursiva: De Karen Sloan.
Súbitamente recordó. Karen había dicho: «A veces escribo poemas. ¿Le gustaría que le mandara algunos?» Y él le había contestado que sí.
Las palabras estaban cuidadosamente mecanografiadas.
Hoy he encontrado un amigo,
O quizá me ha encontrado él,
¿O fueron el destino, el azar, las circunstancias,
La predestinación o como se llame?
Seremos como estrellas enanas cuyas órbitas,
Creadas al nacer el tiempo,
En su debido momento
Se encuentran
Aunque jamás lo sabremos.
¡No importa! Porque el instinto me dice
Que nuestra amistad continuada Crecerá sana.
Es tanto en él lo que me gusta:
Su tranquilidad, la calidez,
El talento gentil, y su mente,
Su cara honesta, los ojos bondadosos, la sonrisa espontánea.
«Amigo» no es fácil de definir. Y, sin embargo,
Estas cosas significan eso para mí
Referidas a alguien a quien, ya ahora,
Deseo ver otra vez.
Y cuento días y horas
Hasta el segundo encuentro.
¿Qué otra cosa había dicho Karen ese día en su apartamento? «Puedo escribir a máquina. Es eléctrica y la hago funcionar con un palito entre los dientes.»
Con una oleada de emoción, Nim la imaginó trabajando despacio, pacientemente, para formar las palabras que acababa de leer, los dientes aferrando el palito con fuerza, la cabeza rubia, la única parte que podía mover, volviéndose a mover después de cada trabajoso esfuerzo para tocar una letra del teclado. Se preguntó cuántos borradores habría hecho Karen antes de lograr la versión final perfecta que le había enviado.
Inesperadamente, se dio cuenta de que su humor había cambiado. La acritud del momento anterior había desaparecido, reemplazada por la calidez y la gratitud.
Camino al lugar de desayuno con el grupo de periodistas, Nim se sorprendió al ver a Walter Talbot, hijo. Nim no había visto a Wally desde el día del entierro de su padre. Se sintió momentáneamente incómodo, recordando su última visita a Ardythe; luego recordó que Wally y su madre llevaban vidas separadas, independientes. Walter le saludó alegremente:
—¡Hola, Nim! ¿Qué te trae por aquí?
Nim le habló de la visita de dos días de los periodistas, y después le preguntó:
—¿Y a ti?
Wally miró los cables de alta tensión que pasaban por encima.
—Nuestra patrulla de helicópteros encontró aisladores rotos en una de las torres: probablemente un cazador los utilizó para practicar. Mi equipo reemplazará toda la cadena, trabajando con el cable caliente. Esperamos terminar por la tarde.
Mientras hablaban, se les acercó un tercer hombre. Wally lo presentó como Fred Wilkins, técnico de la compañía.
—Encantado de conocerle, señor Goldman. He oído hablar de usted. Le he visto a menudo en la televisión. —El recién llegado andaba cerca de los treinta, tenía una masa de pelo rojo brillante y la piel saludablemente bronceada.
—Como puedes ver por su aspecto, Fred vive aquí.
—¿Le gusta el campamento? —preguntó Nim—. ¿No le resulta demasiado solitario?
Wilkins movió la cabeza enfáticamente.
—Ni a mí, señor, ni a mi mujer. A nuestros hijos también les gusta —inspiró profundamente—. ¡Respire este aire, hombre! Mucho mejor que el de una ciudad. Y hay abundancia de sol y toda la pesca que uno pueda desear.
—Podría probarlo para unas vacaciones —dijo Nim riendo.
—¡Papá! —dijo la voz aguda de un niño—. Papá, ¿ha llegado el cartero?
Cuando el trío volvió la cabeza, vieron a un crío que corría hacia ellos. Tenía una cara alegre, pecosa y un pelo rojo brillante que denunciaba su filiación sin lugar a dudas.
—Solo el cartero de la compañía, hijo —dijo Fred Wilkins—. El camión del correo llegará dentro de una hora. Danny está excitado porque es su cumpleaños. Espera algunos paquetes.
—Tengo ocho años —adelantó el niño—. Ya me han dado algunos regalos. Pero podría haber más.
—¡Feliz cumpleaños! —dijeron Nim y Wally al mismo tiempo.
Momentos después se separaron. Nim siguió hacia el alojamiento para visitantes.