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La asamblea anual de accionistas de la compañía «Golden State» era tradicionalmente una reunión tranquila y hasta aburrida. Solo concurrían unos doscientos accionistas de los 540 000 que tenía la compañía; la mayoría parecía ni enterarse. Todo lo que interesaba a los ausentes, al parecer, eran los consabidos dividendos trimestrales, hasta entonces tan previsibles y confiables como las cuatro estaciones del año. Solo hasta entonces.

A las doce, dos horas antes de comenzar la asamblea anual, comenzaron a aparecer gota a gota los accionistas, que presentaban sus credenciales y entraban al salón de baile del «Hotel St. Charles», donde se habían instalado sillas para unas dos mil personas, para no quedarse cortos. A las doce y cuarto entraban ríos de gente. A las doce y media era un torrente.

Más de la mitad de los que llegaron era gente mayor; algunos caminaban con bastón, otros con muletas, una media docena llegó en sillas de ruedas. Muchos no iban bien vestidos. Muchos habían traído termos con café y bocadillos y almorzaban mientras esperaban.

El estado de ánimo de la gente que llegaba era evidente: iba del resentimiento al malhumor. La mayoría apenas si eran atentos con el personal de la «CGS» que debía comprobar las credenciales antes de permitir la entrada al salón. Algunos accionistas, demorados por ese trámite, se pusieron agresivos.

A la una, cuando todavía faltaba una hora, las dos mil sillas estaban ocupadas; había lugar solamente de pie y el flujo de gente se volvía más denso cada vez. El salón de baile era ahora una babel de ruido, con innumerables conversaciones y comentarios en grupo, y en algunos corrillos la gente levantaba la voz. Solo de vez en cuando se escuchaban palabras no ahogadas por el ruido.

—… dijo que eran acciones seguras, así que invertimos nuestros ahorros y…

—… una administración asquerosa e incompetente…

—… está muy bien para usted, le dijo al tipo que vino a leer el contador, pero de qué supondrán que voy a vivir, ¿del aire?

—… las cuentas son bastante altas, entonces, ¿por qué no pagan un dividendo a los que…

—… montón de gatos gordos en el consejo de dirección; ¿a ellos qué les importa?

—… después de todo, si nos sentamos aquí y nos negamos a irnos hasta que…

—… que metan en la cárcel a esos degenerados, digo yo; cambiarían bien pronto de…

Aunque las variantes y combinaciones eran infinitas, persistía un único tema: la administración de la «CGS» era el enemigo.

Una mesa para la prensa cerca de la entrada del salón ya estaba ocupada parcialmente, y dos periodistas andaban dando vueltas en busca de algún cuadro de interés humano. Estaban entrevistando a una mujer de pelo gris con traje de pantalón verde claro. Había viajado cuatro días en autobús desde Tampa, Florida, «porque el autobús es más barato y no me queda mucho dinero, sobre todo ahora». Explicaba que había dejado de trabajar como vendedora cinco años atrás, y se había ido a vivir a una casa para jubilados. Con los modestos ahorros de toda una vida compró acciones en la «CGS». «Me dijeron que era tan seguro como un banco. Ahora me he quedado sin renta, así que tengo que dejar la casa y no sé adónde ir.» De su viaje a California: «No tenía dinero para venir, pero tampoco podía quedarme. Tenía que saber por qué esta gente me hace esto a mí.» Mientras las palabras brotaban emotivamente, el fotógrafo de una agencia cablegráfica tomó primeros planos de su angustia, que al día siguiente mostrarían los periódicos de todo el país.

Dentro del salón solo se permitían fotógrafos. Dos equipos de televisión acampados en el vestíbulo del hotel habían protestado ante Teresa van Buren por su exclusión. Ella les dijo:

—Se decidió que si permitíamos la entrada a las cámaras de televisión, la asamblea anual se convertiría en un circo.

—Por lo que veo ya es un circo —protestó un técnico.

Van Buren fue la primera en dar la voz de alarma cuando, poco después de las doce y media, se hizo evidente que el espacio y los asientos reservados resultarían totalmente insuficientes. Entre gente de la «CGS» y del hotel tuvo lugar una conferencia convocada a toda prisa. Se acordó abrir otro salón, de la mitad del tamaño del de baile, donde se podría hacer entrar hasta unas mil quinientas personas de la muchedumbre que desbordaba. Lo que ocurriera en el salón grande se transmitiría por un sistema de altavoces. Al momento, un equipo de empleados del hotel se dedicó a instalar sillas en el segundo salón. Pero, de inmediato, los recién llegados se opusieron:

—¡Déjense de tonterías! No me voy a sentar en un lugar de segundo orden —insistió en voz alta una mujer pesada, de cara roja—. Soy accionista, con derecho a estar en la asamblea anual, y ahí voy a estar.

Con una de sus gruesas manos empujó a un guardián de edad; con la otra quitó el cordón que impedía la entrada y entró en el salón de baile ya repleto. Algunos otros empujaron al guardián para adelantarse y la siguieron. El hombre, impotente, se encogió de hombros, volvió a colocar el cordón, y trató de desviar más gente a la otra sala.

Un hombre de expresión seria, apeló a Teresa van Buren:

—Esto es ridículo. He volado desde Nueva York y tengo que hacer preguntas en la asamblea.

—En el segundo salón habrá micrófonos —le aseguró ella—, y se escucharán las preguntas que hagan desde allí, y las contestaciones en los dos salones.

—La mayoría de esa gente son pequeños accionistas. Yo represento a diez mil acciones —dijo el hombre, mirando con disgusto a la gente que se arremolinaba.

—Yo tengo veinte, amigo, pero mi derecho vale tanto como el suyo —dijo una voz detrás de él.

Finalmente pudieron persuadir a ambos de que fueran al otro salón.

—Tenía razón sobre los pequeños accionistas —le dijo Van Buren a Sharlett Underhill, que se le acercó un momento en el vestíbulo del hotel.

La vicepresidente de finanzas asintió:

—Mucha de la gente que está aquí tiene diez acciones o menos. Muy pocas tienen más de cien.

Nancy Molineaux, del California Examiner, también había estado observando la afluencia de gente. Estaba de pie cerca de las dos mujeres.

—¿Oye eso? —le preguntó Van Buren—. Es una réplica a la acusación de que somos una compañía enorme, monolítica. Esa gente que ve ahí es dueña de la compañía.

—También hay muchos grandes accionistas, gente rica —dijo la señorita Molineaux con escepticismo.

—No tanto como podría pensarse —insertó Sharlett Underhill—. Más del cincuenta por ciento de nuestros accionistas son pequeños inversores con cien o menos acciones. Y nuestro mayor accionista es un trust que representa las acciones de los empleados de la compañía; tiene el ocho por ciento de las acciones. Con las otras empresas de servicios públicos ocurre lo mismo.

La periodista no pareció impresionarse.

—Nancy, no te he visto —dijo Teresa van Buren— desde que escribiste ese artículo malo e injusto sobre Nim Goldman. ¿Era necesario hacerlo? Nim es un tipo agradable y trabajador.

Nancy Molineaux sonrió levemente; preguntó como sorprendida:

—¿No te gustó? A mi jefe le pareció buenísimo —imperturbable, continuó inspeccionando el vestíbulo del hotel; luego observó—: «Golden State» parece incapaz de hacer nada bien. Mucha de esta gente está tan disgustada con las facturas de la empresa como con sus dividendos.

Van Buren siguió la mirada de la periodista hacia donde una pequeña multitud rodeaba un escritorio en el que se atendía a los clientes. Sabiendo que muchos de sus accionistas eran a la vez clientes, en las asambleas anuales la «CGS» instalaba una oficina para solucionar en el acto cualquier consulta sobre recibos de gas y electricidad. Detrás del escritorio un trío de empleados aclaraba las quejas mientras la fila de los que esperaban se alargaba. Una voz de mujer protestó:

—No me interesa lo que me diga, ese recibo no puede estar bien. Vivo sola, no uso más electricidad que la que usaba hace dos años, pero la cuenta es el doble —consultando una pantalla de video conectada con las computadoras de cuentas, un joven empleado continuó explicándole los detalles del recibo. La mujer se mantuvo firme.

—A veces —le dijo Van Buren a Nancy Molineaux—, la misma gente quiere tarifas más bajas y dividendos más altos. Es difícil explicarles por qué no se puede tener las dos cosas a un tiempo.

La periodista se alejó sin decir nada.

A las dos menos veinte, cuando faltaban veinte minutos para que empezara la asamblea, en el segundo salón solo había lugar de pie, y seguía llegando gente.

—Estoy preocupado, muy preocupado —le confió Harry London a Nim Goldman. Los dos estaban entre el salón de baile y el segundo salón, y el ruido que les llegaba de los dos les hacía difícil oírse.

London y algunos miembros de su personal habían sido «requeridos» en la ocasión para reforzar el personal de seguridad de la «CGS». Pocos minutos antes, J. Eric Humphrey había mandado a Nim para que le trajera una impresión personal de la escena.

El presidente, que generalmente se mezclaba con los accionistas antes de la asamblea, esta vez había sido aconsejado por el jefe de seguridad en el sentido de que no lo hiciera, a causa de la hostilidad de la gente. En ese momento, Humphrey estaba entre bambalinas, encerrado con los funcionarios y directores que lo acompañarían en la plataforma del salón de baile, a las dos.

—Estoy preocupado —repitió London—, porque me parece que va a haber violencia antes de terminar. ¿Has estado afuera?

Nim negó con la cabeza y luego, cuando el otro le hizo señas, le siguió hasta el vestíbulo de entrada del hotel y la calle. Salieron por una puerta lateral y caminaron alrededor del edificio hasta el frente.

El «Hotel St. Charles» tenía un patio donde normalmente se aparcaban los vehículos del hotel, taxis, coches particulares y autobuses. Pero ahora todo movimiento en el lugar era impedido por una muchedumbre de varios cientos de manifestantes que gritaban y agitaban canelones. Agentes de la policía municipal mantenían abierto un pasaje para peatones, además de impedir que los manifestantes avanzaran más.

Los equipos de televisión a los que no se había permitido entrar a la asamblea de accionistas, habían salido para filmar lo que ocurría.

En algunos carteles que se mantenían en alto se leía:

Apoyad luz y fuerza

para el pueblo

El pueblo exige

Tarifas de Electricidad y Gas

más bajas

Matad al Monstruo

Capitalista de la «CGS»

lfpp

exige

Propiedad pública de la «CGS»

Primero Pueblo Después las ganancias

Grupos de accionistas de la «CGS», que seguían llegando y avanzaban entre el cordón policial, leían los carteles indignados. Un hombre medio calvo, pequeño, informalmente vestido, con un audífono, se detuvo a gritar enfadado a los manifestantes:

—Soy tan «pueblo» como vosotros, y trabajé duro toda mi vida para comprar unas acciones…

Un joven pálido, con gafas, con camisa de entrenamiento de la Universidad de Stanford, se burló:

—¡Anda a que te embalsamen, capitalista codicioso!

Otro de los recién llegados, una mujer joven y atractiva, replicó:

—Quizá si alguno de ustedes trabajara más y ahorrara algo…

La ahogó un coro de: «¡Abajo los acaparadores!», y «¡El poder para el pueblo!»

La mujer se lanzó contra los que gritaban, con un puño en alto.

—¡Escuchad, vagabundos! No soy acaparadora. Soy trabajadora, estoy en un sindicato y…

«¡Acaparadora!» «¡Capitalista chupasangre!» Uno de los carteles bamboleantes descendió cerca de la cabeza de la mujer. Un sargento de policía se adelantó, dio un empujón al cartel y se llevó a la mujer, junto con el hombre del audífono, dentro del hotel. Los gritos y las burlas los siguieron. Una vez más los manifestantes trataron de avanzar; la policía se mantuvo firme.

A los equipos de televisión se habían añadido ahora periodistas de otros medios de comunicación. Nim vio entre ellos a Nancy Molineaux. Pero no tenía deseos de encontrarse con ella.

Harry London preguntó en voz baja:

—¿Alcanza a ver a su amigo Birdsong, por allá, dirigiendo todo esto?

—Nada de amigo mío —dijo Nim—. Pero sí, le veo.

La silueta voluminosa y barbuda de Davey Birdsong, con su habitual y amplia sonrisa, se veía detrás de los manifestantes. Mientras los dos observaban, Birdsong acercó un walkie-talkie a los labios.

—Probablemente habla con alguien que está dentro —dijo London—. Ya ha entrado y salido dos veces; tiene una acción a su nombre. Lo he comprobado.

—Una acción es suficiente —señaló Nim—. Le da a cualquiera el derecho de asistir a la asamblea anual.

—Lo sé. Y probablemente algunos otros de los suyos tienen lo mismo. Han planeado algo. Estoy seguro.

Nim y London volvieron a entrar en el hotel, sin que los vieran. Afuera, los manifestantes parecían más ruidosos que nunca.

En un pequeño salón de conferencias privado, que daba a un corredor detrás del escenario del salón de baile, J. Eric Humphrey caminaba incansable, revisando todavía el discurso que iba a pronunciar en breve. En los últimos tres días se habían escrito y vuelto a escribir una docena de borradores, el último hacía una hora. Aún ahora, mientras caminaba pronunciando las palabras en silencio y pasando las hojas, hacía una pausa de vez en cuando para cambiar algo con lápiz.

Por respeto a la concentración del presidente, los otros presentes, Sharlett Underhill, Oscar O’Brien, Stewart Ino, Ray Paulsen y una media docena de directores, se habían callado, y uno o dos de ellos preparaban copas en el bar portátil.

Las cabezas se volvieron al abrirse una puerta. Se vio a un guardián y, detrás de él, a Nim, que entró y cerró la puerta.

—¿Y bien? —dijo Humphrey dejando las hojas del discurso.

—Parece un motín —Nim describió escuetamente lo que había visto en el salón de baile, el segundo salón y la calle.

—¿Hay alguna manera de posponer la asamblea? —preguntó nerviosamente el director.

Oscar O’Brien movió la cabeza terminante.

—Ni pensarlo. Se convocó legalmente. Debe llevarse a cabo.

—Además —dijo Nim—, si lo hicieran se produciría un gran desorden.

—Puede que se produzca de todos modos —dijo el mismo director.

El presidente fue hasta el bar y se sirvió un vaso de soda, con ganas de que fuera whisky, pero obedeciendo su propia regla de que los funcionarios no debían beber en horas de trabajo. Dijo, irritado:

—Sabíamos de antemano que esto iba a pasar, de modo que no tiene sentido hablar de postergaciones. Sencillamente, hay que sacarle el mejor partido posible —después de beber, añadió—: Esa gente tiene derecho a estar enfadada con nosotros por los dividendos. Yo sentiría lo mismo que ellos. ¿Qué se le puede decir a gente que ha invertido todo su dinero en lo que creyó seguro, y repentinamente descubre que en realidad no lo es?

—Se podría intentar decirles la verdad —dijo Sharlett Underhill, la cara roja de rabia—. La verdad es que en todo el país no hay ni un lugar donde los trabajadores y la gente que ahorra puedan invertir su dinero con la seguridad de conservar su valor. Por supuesto, no en compañías como la nuestra; y tampoco en bancos o en títulos cuyo interés no crece a la par de la inflación provocada por el gobierno. No ya desde que los charlatanes y bandidos de Washington devaluaron el dólar y lo siguen haciendo, sonriendo como idiotas mientras nos llevan a la ruina. Nos han dado papel sin respaldo, salvo el de las promesas sin valor de los políticos. Nuestras instituciones financieras se desmoronan. Los seguros bancarios —el FDIC— son una fachada. La Seguridad Social es un fraude en bancarrota; si fuera una empresa privada, los que la dirigen estarían en la cárcel. Y a las compañías sanas, decentes, eficientes como la nuestra, las ponen contra la pared y las obligan a hacer lo que hemos hecho nosotros y a asumir injustamente la responsabilidad.

Hubo murmullos de aprobación, alguien aplaudió y el presidente dijo secamente:

—Sharlett, quizá sería mejor que usted pronunciara el discurso en mi lugar —y añadió pensativo—: Claro que todo lo que dice es cierto. Desgraciadamente, la mayoría de los ciudadanos no está preparada para escuchar y aceptar la verdad; no todavía.

—Como dato interesante, Sharlett —preguntó Ray Paulsen—, ¿dónde guardas tus ahorros?

—En Suiza, uno de los pocos países con cordura financiera —respondió bruscamente la vicepresidente de finanzas—, y las Bahamas, en monedas de oro y francos suizos, el único dinero seguro que queda. Si todavía no lo han hecho, les aconsejo hacerlo ya.

Nim miró el reloj. Fue a la puerta y la abrió:

—Falta un minuto para la hora. Hay que ir.

—Ahora sé —dijo Eric Humphrey— cómo se sentían los cristianos cuando tenían que enfrentarse a los leones.

Los gerentes y los directores subieron a la plataforma rápidamente, en fila de uno a uno; el presidente se dirigió directamente al podio con atril, los otros a las sillas a su derecha. Mientras lo hacían, en el salón se calmó un poco el bullicio. Luego, cerca del frente, voces aisladas abuchearon. Inmediatamente siguieron muchos otros hasta que una cacofonía de abucheos e insultos atronó el salón. En el podio, J. Eric Humphrey se mantuvo impasible, a la espera de que se calmara ese coro. Cuando amainó algo, se inclinó hacia el micrófono que tenía delante.

—Señoras y señores, mis palabras de apertura sobre el estado de nuestra compañía serán breves. Sé que muchos de ustedes están ansiosos de hacer preguntas.

Las palabras que siguieron quedaron ahogadas en otro tumulto. Se distinguían gritos de «¡Al diablo si tiene razón…! ¡Empiecen con las preguntas ya…! ¡Basta de tonterías…! ¡Hablen de los dividendos!»

Cuando pudo hacerse oír nuevamente, Humphrey replicó:

—Por supuesto que hablaré de dividendos, pero primero hay algunas sugerencias que…

—¡Señor presidente, señor presidente, una cuestión de orden!

Una voz nueva, desconocida, retumbaba por el sistema de altavoces. Simultáneamente se encendió una luz roja sobre el atril del presidente, indicando que se estaba utilizando un micrófono del segundo salón.

Humphrey habló en voz bien alta por su propio micrófono:

—¿Cuál es su cuestión de orden?

—Objeto, señor presidente, la manera en que…

—Dé su nombre, por favor —interrumpió Humphrey.

—Me llamo Homer F. Ingersoll. Soy abogado y represento trescientas acciones mías y doscientas de un cliente.

—¿Cuál es su cuestión de orden, señor Ingersoll?

—Empecé a decírselo, señor presidente. Objeto la manera inadecuada e ineficiente con que se ha organizado esta asamblea; el resultado es que yo y muchos otros nos hemos visto relegados, como ciudadanos de segunda clase, a otro salón donde no podemos participar adecuadamente…

—Pero usted está participando, señor Ingersoll. Lamento que hoy la inesperada afluencia de accionistas…

—Estoy planteando una cuestión de orden, señor presidente, y no he terminado.

Cuando la voz tonante volvió a retumbar, Humphrey dijo con resignación:

—Termine con su cuestión de orden; pero rápido, por favor.

—Quizá no lo sepa, señor presidente, pero ahora hasta este segundo salón está atestado y muchos accionistas han quedado fuera y no pueden entrar a ninguno de los dos locales. Hablo por ellos, porque se les está privando de sus derechos.

—No —admitió Humphrey—, no lo sabía. Lo lamento de veras y acepto que nuestros preparativos han sido inadecuados.

En el salón de baile una mujer se levantó y gritó:

—¡Tendrían que dimitir todos! No pueden ni siquiera organizar una asamblea anual.

—¡Sí, que dimitan! ¡Dimisión! —se hicieron eco otras voces.

Eric Humphrey apretó los labios por un momento y, cosa inusual en él, pareció nervioso. Luego, con un esfuerzo evidente, se controló e intentó proseguir.

—La concurrencia de hoy, como muchos de ustedes saben, no tiene precedentes.

—¿Tampoco la tiene la supresión del pago de dividendos? —dijo una voz estridente.

—Solo puedo decirles, había pensado decirlo más adelante, pero lo diré ahora, que la suspensión del pago es una medida que yo y los otros directores tomamos de muy mala gana…

—¿Intentó rebajar su pingüe salario? —dijo la misma voz.

—… y comprendiendo en toda su extensión la desdicha, quizá la penuria, que…

En ese momento ocurrieron varias cosas a un tiempo.

Un tomate grande, blando, certeramente dirigido, dio en la cara del presidente. Estalló, dejando una mezcolanza de jugo y pulpa que le resbaló por la cara, el traje y la pechera de la camisa.

Como a una señal, lo siguió una andanada de tomates y huevos, salpicando el escenario y el podio del presidente. Mucha gente se puso de pie; muchos reían, pero otros que miraban a su alrededor para descubrir quiénes tiraban, parecían impresionados y desaprobadores. Al mismo tiempo se oía un barullo nuevo; otras voces crecían muy cerca, fuera.

Nim, también de pie, casi en el centro del salón donde se había ubicado cuando el grupo de directores ocupó el escenario, buscaba el origen de la descarga, listo para intervenir si lo descubría. Casi en seguida vio a Davey Birdsong. Tal como había estado haciendo antes, el líder de la lfpp hablaba por su walkie-talkie; Nim comprendió que daba órdenes. Trató de abrirse paso hasta Birdsong, pero le fue imposible. A esas alturas en el salón reinaba una confusión total.

Repentinamente, Nim se encontró frente a Nancy Molineaux. Durante un momento, se mostró insegura.

—Supongo que estará encantada con todo esto —dijo él, encolerizado—; podrá describirlo con su inquina de siempre.

—Solo trato de ser objetiva, Goldman —nuevamente segura de sí misma, la señorita Molineaux sonrió—. Hago investigaciones periodísticas siempre que lo juzgo necesario.

—¡Sí, investigaciones parciales, prejuiciosas! —impulsivamente señaló a Davey Birdsong y a su walkie-talkie—. ¿Por qué no investiga a ése?

—Deme una buena razón para que lo haga.

—Creo que está provocando este alboroto.

—¿Está seguro de que es así?

—No —confesó Nim.

—Entonces, permita que le diga algo. Tanto si él ha ayudado como si no, el disturbio tiene lugar porque mucha gente cree que la «Golden State» no está bien administrada. ¿O es que usted nunca se enfrenta con la realidad?

Nancy Molineaux se alejó con una mirada despectiva para Nim.

El ruido aumentó aún más, y a la confusión del salón de baile se sumó una falange de recién llegados. Detrás de ellos había todavía más gente, algunos portadores de letreros y carteles contra la «CGS».

Lo que había ocurrido, según se supo luego, fue que algunos de los accionistas que no habían podido entrar a ninguno de los dos salones habían instado a otros a que se les unieran para forzar la entrada del salón principal. Juntos habían hecho a un lado las barreras improvisadas y habían superado a los guardianes y otro personal de la «CGS».

Casi al mismo tiempo la muchedumbre de manifestantes delante del hotel había arremetido contra los cordones de policía y los había roto. Los manifestantes entraron como un torrente, dirigiéndose al salón de baile, donde se unieron a los accionistas invasores.

Como Nim sospechaba, aunque sin poder probarlo, Davey Birdsong dirigía todos los movimientos, empezando con la andanada de tomates, dando órdenes por su walkie-talkie. El lfpp no solo había preparado la manifestación en la calle, sino que se había infiltrado en la asamblea de accionistas mediante el recurso simple y legítimo, de hacer que una docena de sus miembros, incluyendo a Birdsong, compraran una acción de la «CGS» varios meses atrás.

En el tumulto que siguió, solo unos pocos oyeron a J. Eric Humphrey anunciar por el sistema de altavoces:

—La asamblea es aplazada. Se reunirá de nuevo dentro de, aproximadamente, media hora.