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—¡Necesitamos más violencia! ¡Más, y más, y más! —enfadado, Davey Birdsong golpeó con el puño, levantando la voz hasta gritar—. ¡Una letrina de violencia para despertar a la gente! Y algunas muertes sangrientas y sucias; muchas. Es la única manera, la única manera absoluta de conseguir que ese maldito público idiota levante su culo satisfecho y empiece a actuar. Usted parece no darse cuenta.
Desde el otro lado de la rústica mesa de madera que los separaba, la cara delgada, ascética, de Georgos Winslow Archambault, se ruborizó ante la acusación final. Se inclinó hacia delante e insistió:
—Me doy cuenta. Pero lo que usted quiere necesita organización y tiempo. Hago lo que puedo, pero no podemos atacar todas las noches.
—¿Por qué demonios no? —el hombre corpulento, barbudo, miró enojado a Georgos—. ¡Por Dios! Todo lo que ha hecho hasta ahora es hacer explotar algunos petardos de porquería para luego tomarse unas malditas vacaciones holgazaneando por aquí.
La conversación, que había degenerado rápidamente en discusión, tenía lugar en el taller del sótano de la casa que tenían alquilada en el barrio Este: el refugio de «Amigos de la Libertad». Como de costumbre, el taller estaba atestado con las herramientas y quincalla de la destrucción: alambres, piezas de metal, productos químicos, mecanismos de precisión y explosivos. Hacía diez minutos que Birdsong había llegado, después de tomar las precauciones usuales para no ser seguido.
—Ya le he dicho que hay bastante dinero para lo que pueda necesitar —continuó el líder de la lfpp. La sombra de una sonrisa iluminó su cara—. Y acabo de recibir más.
—El dinero es importante —admitió Georgos—, pero los riesgos los corremos nosotros. No ustedes.
—¡Maldito sea! Se supone que corren riesgos. ¿No es un soldado de la revolución, acaso? Y yo también corro riesgos… de otra clase.
Georges se movió incómodo. Todo el diálogo le fastidiaba, lo mismo que la creciente autoridad de Birdsong, que había aumentado desde que la fuente de recursos propia de Georgos se había secado y comenzó a brotar la de Birdsong. Georgos odió más que nunca a su madre actriz, que, sin saberlo, había financiado a «Amigos de la Libertad» en un principio, y luego dejó de hacerlo al terminar con la asignación que le enviaba a través de los abogados de Atenas. Últimamente, había leído en un periódico que estaba gravemente enferma. Ojalá que fuera algo doloroso y definitivo.
—El último ataque contra el enemigo —afirmó Georgos tiesamente— fue el de mayor éxito. Provocamos un corte de energía en casi dos kilómetros cuadrados.
—Así es. ¿Y qué efecto tuvo? —despreciativamente, Birdsong se contestó la pregunta—, ¡Nulo! ¿Aceptaron algunas de nuestras exigencias? ¡No! Mató dos cerdos inmundos de guardias de seguridad. ¿A quién le importa? ¡A nadie!
—Confieso que fue sorprendente y frustrante que ninguna de nuestras exigencias…
—¡No cederán! —le interrumpió Birdsong—. Mientras no haya muertos en las calles. Pilas de cuerpos pudriéndose empapados en sangre. Entonces sí que los muertos provocarán pánico entre los vivos. ¡Esa es la lección de todas las revoluciones! Es el único mensaje que puede entender un burgués dócil y estúpido.
—Eso ya lo sé —luego, sarcástico—: Quizás usted tenga alguna idea mejor para…
—¡Claro que la tengo! Ahora escúcheme.
Birdsong bajó la voz. Su enfado y su desprecio parecieron disiparse. Fue como, si al igual que un maestro, hubiera convencido a un alumno de la necesidad de aprender. Ahora seguiría la lección en un tono más tranquilo.
—Primero —dijo él—, establecemos algunos artículos de fe. Nos preguntamos: ¿Por qué hacemos lo que hacemos? Y la respuesta es: porque el sistema actual de nuestro país es pestilente, podrido, opresivo, está en bancarrota espiritual. Pero ese sistema no se puede mejorar; ya se ha intentado… sin éxito. De modo que hay que destruir todo lo que existe, todo el sistema que beneficia a los ricos y oprime a los pobres, para que nosotros, los verdaderos creyentes, los que amamos a nuestro prójimo, podamos construir uno nuevo, con decencia. El revolucionario es el único que ve todo esto con claridad. Y los «Amigos de la Libertad», junto con otros como nosotros, han amenazado su destrucción, pieza por pieza.
Mientras hablaba, Davey Birdsong mostró, como en otras ocasiones, su táctica de camaleón. Por momentos se convirtió en el profesor universitario, persuasivo, elocuente; en otros era un místico que hablaba a su propia alma tanto como a Georgos.
—¿Dónde comienza la destrucción, entonces? —prosiguió—. Idealmente, en todas partes. Pero, como hasta ahora somos pocos, elegimos un denominador común: la electricidad. Afecta a todo el pueblo. Lubrifica los engranajes del capitalismo. Llena aún más el bolsillo de los ricos, ya repleto. Permite pequeñas comodidades, paliativos, al proletariado, ilusionando a las masas con la creencia de que son libres. Es la herramienta del capitalismo, un hipnótico. Quien corte la electricidad, destruirá el eje de su sistema, y hundirá un puñal en el corazón del capitalismo.
Entusiasmado, Georgos interrumpió:
—Lenin dijo: «El comunismo es el gobierno del Soviet más la electrificación…»
—¡No me interrumpa! Sé exactamente lo que dijo Lenin, y fue en otro contexto.
Georgos se calmó. Aquel Birdsong era un individuo distinto de las diversas variantes que había visto antes. Además, parecía no haber muchas dudas sobre quién tenía la autoridad por el momento.
—Pero —prosiguió el hombre corpulento (se había levantado y caminaba de un lado a otro)— hemos visto que se necesita algo más que la desorganización de la electricidad misma. Debemos atraer más atención hacia «Amigos de la Libertad» y nuestros objetivos, desorganizando, destruyendo a la vente de la electricidad.
—Ya hicimos algo de eso —señaló Georgos— cuando les volamos la planta de La Mission: y luego los sobres explosivos postales. Matamos a su ingeniero jefe, a su…
—¡Insignificancias! ¡Apuesta de un centavo! Yo quiero decir algo grande, no uno o dos muertos, sino cientos. Algo que elimine también a los espectadores para demostrar que en una revolución tampoco están seguros ni los que no toman parte. ¡Entonces sí prestarán atención a nuestros objetivos! Entonces tendrán miedo y luego pánico. Y autoridades y subordinados, todos correrán de aquí para allá y harán exactamente lo que nosotros queramos.
Los ojos de Birdsong miraban a lo lejos, hacia algo que estaba evidentemente mucho más allá del tétrico y desordenado sótano. Era como si tuviera un sueño, una visión, pensó Georgos, y la experiencia resultara embriagadora y contagiosa.
La perspectiva de más muertes excitó a Georgos. La noche de las bombas en Millfield, después de matar a los dos guardias de seguridad, se sintió mal un instante; después de todo, era la primera vez que mataba a un ser humano cara a cara. Pero la sensación pasó en seguida, reemplazada por otra de exaltación y, curiosamente, pensó, de excitación sexual. Esa noche había poseído a Ivette salvajemente, reviviendo el poderoso golpe hacia arriba con el que había hundido el cuchillo para matar al primer guardia. Y ahora, al recordarlo mientras escuchaba a Birdsong hablar de matanzas, Georgos sintió de nuevo la excitación sexual.
—Nuestra oportunidad se acerca —dijo Birdsong severamente.
Sacó una página de periódico doblada. Era del California
Examiner de dos días atrás y tenía una nota de un solo párrafo enmarcada con un círculo rojo.
CONVENCIÓN DE UN GRUPO DE ENERGÍA
El mes próximo se debatirán las posibles carencias nacionales de energía en la convención de cuatro días que celebrará el Instituto Nacional de Electricidad, en el hotel «Christopher Columbus», de esta ciudad. Asistirán mil delegados de servicios públicos y de industrias fabricantes de artículos eléctricos.
—He estado buscando más detalles —dijo Birdsong—. Aquí están las fechas exactas de la convención y un programa preliminar —tiró las dos hojas escritas a máquina sobre la mesa del taller—. Más adelante será fácil conseguir el programa definitivo del encuentro. Así sabremos dónde está todo el mundo y cuándo.
Los ojos de Georgos brillaron interesados, olvidando todo su enfado de minutos antes. Se regocijó malignamente:
—Toda esa gente importante de las empresas de energía.
¡Criminales sociales! Podemos enviarles sobres explosivos a ciertos delegados. Si comienzo a trabajar ahora…
—¡No! En el mejor de los casos, matarían a media docena; probablemente ni eso, porque después de la primera explosión quedarían alertados y tomarían precauciones.
—Sí, es cierto. ¿Entonces qué…? —admitió Georgos.
—Tengo una idea mejor. Mucho, mucho mejor; algo también de más envergadura —Birdsong se permitió una sonrisa tensa, .seria—. Durante el segundo día de la convención, cuando hayan llegado todos, usted y su gente colocarán dos series de bombas en el hotel «Christopher Columbus». La primera serie estará regulada con precisión para estallar durante la noche; digamos a las tres. Esos explosivos se concentrarán en la planta baja y el primer piso; su finalidad será bloquear o destruir todas las salidas del edificio, al igual que todas las escaleras y ascensores, de modo que nadie pueda escapar de los pisos superiores cuando comience la segunda serie.
Georgos asintió, comprendiendo, y escuchó con gran atención cuando Birdsong prosiguió:
—Minutos después de explotar las primeras bombas, otras, también reguladas con precisión, explotarán en los pisos superiores. Esas serán bombas incendiarias, tantas como puedan colocar y todas con gasolina, para incendiar el hotel y que el fuego dure.
En la cara de Georgos floreció una amplia sonrisa anticipatoria. Dijo sin aliento:
—¡Brillante! ¡Magnífico! Y podemos hacerlo.
—Si lo hacen bien —dijo Birdsong—, ni una persona que esté en los pisos superiores saldrá del edificio con vida. Y a las tres de la mañana, hasta los que se acuestan tarde estarán en casa. Ejecutaremos a todos: los delegados de la convención —el principal blanco del castigo—, sus mujeres e hijos, y todos los otros que estén en el hotel, por poner trabas a una justa revolución.
—Necesitaré más explosivos; una gran cantidad —la mente de Georgos trabajaba aprisa—. Sé cómo y dónde conseguirlos, pero saldrá caro.
—Ya le he dicho que tenemos mucho dinero. Para esta vez y muchas otras.
—Conseguir la gasolina no es problema. Pero los mecanismos de tiempo (estoy de acuerdo en que deben ser de precisión) tendrán que adquirirse fuera de la ciudad. En pequeñas cantidades y en lugares diversos. De esa manera no llamaremos la atención.
—Eso lo haré yo —dijo Birdsong—. Iré a Chicago; es bastante lejos. Deme una lista de lo que necesita.
Siempre concentrado, Georgos asintió.
—Necesito un plano del hotel; por lo menos de la planta baja y el primer piso, donde pondremos los primeros explosivos.
—¿Tiene que ser exacto?
—No. Bastará un esquema.
—Entonces lo haremos nosotros. Cualquiera puede entrar allí en cualquier momento.
—Hay que comprar algo más —dijo Georgos—: varias docenas de extintores de incendios; de los manuales, de los pintados de rojo que se pueden poner de pie sobre la base.
—¡Extintores de incendios! Por Dios, queremos provocar un incendio, no apagarlo.
Georgos sonrió astutamente, consciente de que ahora le tocaba a él mostrar superioridad.
—Los extintores estarán vacíos, con las cubiertas debilitadas, y llevarán las bombas adentro. He estado trabajando en eso. Uno puede colocar un extintor en cualquier parte, especialmente en un hotel, sin despertar sospechas, y a menudo sin que se le vea siquiera. Si lo ven, simplemente parecerá que la gerencia ha tomado mayores precauciones.
Con una amplia sonrisa, Birdsong se inclinó y palmeó a Georgos en los hombros.
—¡Diabólico! ¡Hermosamente diabólico!
—Más adelante decidiremos cómo entrar los extintores en el hotel —Georgos seguía pensando en alta voz—. No puede ser difícil. Podríamos alquilar un camión o comprarlo, y pintarle el nombre inventado de una compañía para no levantar sospechas. Imprimiríamos una autorización cualquiera (podríamos conseguir una orden de compra del hotel y copiarla), que nuestra gente llevaría por si alguien los para y les pregunta algo. Además, necesitamos uniformes; para mí y para los otros…
—El camión y los uniformes no son problema —dijo Birdsong—, y veremos qué se hace con eso de la orden de compra. —Meditó—. Tengo la impresión de que funcionará. Y cuando haya ocurrido, la gente, al comprobar nuestra fuerza, se desvivirá por obedecer nuestras órdenes.
—Para los explosivos —dijo Georgos— necesito diez mil dólares en efectivo en billetes pequeños en los próximos días, y después…
Con entusiasmo creciente, siguieron haciendo planes.