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Mientras la comisión del «Club Sequoia» seguía deliberando en su ausencia, Davey Birdsong dejó la sede del club silbando un aire alegre. No le cabía la menor duda acerca del resultado. Sabía que tendría a la Quinn en contra; estaba igualmente seguro de que los otros tres, por razones personales, estarían de su lado. Tenía los cincuenta mil en el bolsillo.
Sacó su coche —un «Chevrolet» desvencijado— de un aparcamiento cercano, y cruzó el centro de la ciudad dirigiéndose luego unos cuantos kilómetros al sudeste. Se detuvo en una calle cualquiera, donde jamás había estado, pero que era un lugar apropiado para dejar el coche unas cuantas horas sin llamar la atención. Birdsong cerró el automóvil, memorizó el nombre de la calle, caminó varias manzanas hasta llegar a una más concurrida por la que (lo había observado al pasar) pasaban varias líneas de autobuses. Cogió el primero que pasó hacia el oeste.
Viniendo del coche se había puesto un sombrero, que normalmente no usaba, y también gafas con montura de carey, que no necesitaba. Los dos añadidos cambiaron su aspecto sorprendentemente, de modo que quien estuviera acostumbrado a verle en la televisión o en otra parte no podría reconocerle.
Después de viajar diez minutos en el autobús, Birdsong bajó y llamó un taxi que pasaba; dijo al taxista que le llevara hacia el norte. Miró varias veces por el cristal trasero para observar el tráfico. Las observaciones parecieron satisfacerle; ordenó al conductor que se detuviera y le pagó. Pocos minutos después subía a otro autobús, esta vez hacia el este. A estas alturas, su desplazamiento, desde que aparcara el coche, había tomado la forma aproximada de un cuadrado.
Cuando dejó el segundo autobús, Birdsong observó a los pasajeros que bajaban y luego comenzó a caminar a paso vivo, doblando varias esquinas y mirando hacia atrás en cada ocasión. Después de unos cinco minutos de caminata se detuvo delante de varias casitas iguales y subió una media docena de escalones hasta una puerta. Pulsó el timbre y se detuvo donde pudieran verle desde dentro a través de la mirilla. Casi en seguida, la puerta se abrió y él entró.
En el pequeño y oscuro vestíbulo del escondite de los «Amigos de la Libertad», Georgos Archambault preguntó:
—¿Ha tomado precauciones para venir?
—Claro que he tenido cuidado —gruñó Birdsong—. Siempre lo hago —y dijo, acusador—: Ha estropeado el trabajo de la subplanta.
—Hubo razones —dijo Georgos—. Bajemos —le guio por una escalera de cemento hasta el taller del sótano, con el amontonamiento usual de explosivos y demás accesorios.
En un diván improvisado, contra la pared, estaba tendida una muchacha. Parecía tener algo más de veinte años. Su cara pequeña y redonda, que en otras circunstancias podría haber sido bonita, era del mismo color de la cera. El pelo rubio y largo, que necesitaba peine, se desparramaba sobre una almohada mugrienta. Tenía la mano derecha vendada y la venda estaba manchada de marrón allí donde la sangre se había filtrado y secado.
—¿Por qué está aquí? —explotó Birdsong.
—Es lo que le iba a explicar —dijo Georgos—. Me estaba ayudando en la subplanta y estalló una cápsula de detonante. Le arrancó dos dedos y sangraba como un cerdo. No había luz; no estaba seguro de que no nos hubieran oído. Terminé el trabajo a toda prisa.
—Y el lugar donde puso la bomba fue una estupidez y además inútil —dijo Birdsong—. Un petardo hubiera hecho lo mismo.
Georgos se mostró avergonzado. Antes de que pudiera contestar, la chica dijo:
—Tendría que ir a un hospital.
—No puede ir y no irá —Birdsong no dio ninguna muestra de la amabilidad que le caracterizaba. Le dijo a Georgos, enfadado—: Ya conoce nuestro pacto. ¡Sáquela de aquí!
Georgos hizo un gesto con la cabeza y la chica, abatida, se levantó del diván y se fue hacia arriba. Georgos sabía que había cometido otro error al permitir que se quedara. El pacto que Birdsong había mencionado, una precaución sensata, era que debían estar solos cuando él y Georgos se encontraran. La conexión entre ellos no era conocida por los otros miembros del grupo clandestino, Wayde, Ute y Félix, que, o dejaban la casa, o se mantenían fuera de la vista cuando se esperaba una visita del contacto externo de los «Amigos de la Libertad»: Birdsong. El verdadero problema, se daba cuenta Georgos, era que sentía ternura por aquella mujer, Yvette, y eso no era bueno. Fue lo que ocurrió cuando estalló la cápsula detonante; en ese momento Georgos se preocupó más por las heridas de Yvette que por el trabajo que tenía entre manos; fue éste el verdadero motivo por el que se había dado prisa, haciendo una verdadera chapuza: quería llevarla a lugar seguro. Cuando la chica se fue, Birdsong dijo en voz baja:
—Asegúrese bien; ni hospital ni médico. Le harían preguntas y sabe demasiado. Si es necesario se deshace de ella. Hay maneras fáciles.
—Todo irá bien. Además es útil —Georgos se encontraba incómodo bajo la mirada de Birdsong, y cambió de tema—. Lo del depósito de camiones salió bien anoche. ¿Ha visto las noticias?
El corpulento sujeto asintió a regañadientes:
—Todo debería salir así. No tenemos tiempo ni dinero para desperdiciar.
Georgos aceptó el reproche en silencio, aunque no tenía por qué hacerlo. Era el líder de «Amigos de la Libertad». El papel de Davey Birdsong era secundario, como contacto con el exterior, sobre todo con los defensores de la revolución, «marxistas de salón» que favorecían la anarquía activa pero no querían compartir sus riesgos. Sin embargo, por naturaleza, a Birdsong le gustaba dominar, y a veces Georgos le dejaba que se saliera con la suya porque le convenía, especialmente por el dinero que traía.
El dinero era ahora la razón para eludir una discusión: Georgos necesitaba más desde que sus fuentes anteriores se secaron abruptamente. La perra de su madre, la actriz de cine griega que le había pasado una renta segura durante veinte años, al parecer también pasaba una mala racha; ya no le daban papeles en películas porque ni siquiera el maquillaje podía disimular sus cincuenta años, ni que su aspecto de joven diosa había desaparecido para siempre. Esto alegraba a Georgos y esperaba que a ella las cosas le fueran progresivamente peor. Si estuviera muriéndose de hambre, se dijo, no le daría ni una galleta podrida. De todos modos, la comunicación de los abogados de Atenas —sin dar nombres, como siempre— de que no se harían más depósitos en su cuenta del banco de Chicago, había caído en un mal momento.
La necesidad del dinero de Georgos estaba motivada por los gastos actuales y los planes futuros. Un proyecto era construir una pequeña bomba nuclear y hacerla estallar en la sede de la «Golden State», o muy cerca. Con esa bomba, pensaba Georgos, destruiría el edificio, y a los explotadores y esbirros que estaban dentro de él, además de muchas otras cosas en los alrededores. Una buena lección para los capitalistas opresores del pueblo. Al mismo tiempo, los «Amigos de la Libertad» se convertirían en una fuerza mucho más formidable que ahora, y deberían ser tratados con temor y respeto.
El plan de hacer una bomba atómica era ambicioso y quizá poco realista, aunque no del todo. Un estudiante de Princeton de veintiún años, llamado John Phillips, había demostrado ya en un trabajo muy difundido, que los detalles de «cómo hacerlo» podían conseguirse en obras de consulta en las bibliotecas, siempre que alguien tuviera la paciencia de reunirlos. Georgos Winslow Archambault, inmerso en la física y la química, había obtenido toda la información posible sobre la investigación de Phillips y había preparado su archivo propio, utilizando también información de bibliotecas. Un elemento en su archivo que no era de biblioteca era un manual de diez páginas publicado por la Oficina de Servicios de Emergencia de California para los departamentos de policía. Describía lo que debía hacerse en caso de amenaza de bomba atómica, y eso también le había proporcionado informaciones útiles. Georgos creía estar ahora cerca de poder elaborar un plan concreto y detallado. Sin embargo, la construcción de la bomba requeriría material fisionable, que tendría que robar, y para eso necesitaría dinero, mucho; además de organización y suerte. Pero no era imposible; cosas más raras se han logrado.
—Ya que menciona tiempo y dinero —le dijo a Birdsong—, necesitamos algunos billetes.
—Los tendrá —Birdsong se permitió una amplia sonrisa, la primera desde que entrara—. Y muchos. He encontrado otra fuente de dinero.