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—Entonces, estamos de acuerdo —dijo J. Eric Humphrey. Su mirada interrogadora se paseó por los nueve hombres y las dos mujeres sentados con él alrededor de la mesa de la sala de reuniones—. Estamos de acuerdo en que debemos aceptar el proyecto de Nim in toto y urgir, en el nivel más alto, la aprobación inmediata, urgente, de los tres proyectos: la central a carbón de Tunipah, el depósito a bomba en Devil’s Gate y la apertura de la planta geotérmica de Fincastle.

Mientras la gente recibía el resumen del jefe con movimientos de cabeza y murmullos de asentimiento, Nim Goldman se relajó en su asiento, momentáneamente tranquilizado. La presentación de sus planes, resultado del intenso trabajo propio y de muchos otros, había sido agotadora.

El grupo —el comité ejecutivo de la «CGS»— incluía a todos los funcionarios que dependían directamente del presidente.

Oficialmente, su autoridad era considerada solo inferior a la del consejo de dirección. De hecho, eran la verdadera fuente de órdenes y de poder.

Era la tarde del lunes y la reunión, que se prolongaba desde la mañana, había recorrido una extensa agenda. Algunos daban muestras de cansancio.

Habían pasado cinco días desde la desastrosa explosión en La Mission y el consecuente corte de energía. En ese lapso se había hecho un estudio intensivo de las entrañas del hecho, la causa y el efecto de lo que había ocurrido, junto con un pronóstico de futuro. Las investigaciones habían seguido hasta bastante tarde por las noches y durante el fin de semana. Además, desde el miércoles, debido al tiempo más fresco o a un poco de suerte, no había habido más apagones. Pero se llegó a una conclusión ineludible. Habría otros apagones mucho más serios, a menos que la «CGS» comenzara a prepararse para tener una mayor capacidad productora, y pronto.

«Pronto» quería decir el año próximo. Aun así podrían producirse carencias serias, dado que una central convencional abastecida a carbón requería cinco años para ser planificada y construida; una central nuclear requería seis, sin contar en cada caso los cuatro a seis años que se necesitan para obtener los permisos.

—Al mismo tiempo que esos tres proyectos de los que hemos estado hablando —dijo O’Brien, asesor legal de la empresa—, supongo que de todos modos seguiremos insistiendo en nuestras solicitudes de plantas nucleares. —O’Brien era un exabogado del Estado de Washington, un hombre corpulento con la forma de un contrabajo, que fumaba un cigarro tras otro.

Frente a él, a través de la mesa, Ray Paulsen, vicepresidente de suministro de energía, gruñó:

—Por supuesto.

Al lado de Paulsen, Nim Goldman hacía dibujitos pensativamente en una libreta. Pensó que a pesar de su mutua antipatía y sus disputas en muchos campos, él y Paulsen estaban de acuerdo en algo: la necesidad de generar más energía.

—Naturalmente —dijo Eric Humphrey—, seguiremos con nuestro programa nuclear. Pero si consideramos la psicología de los funcionarios públicos, pienso que nos irá mejor si mantenemos el proyecto nuclear separado, y no lo mezclamos con los otros proyectos. El camino hacia el nuclear está sembrado de peligros —agregó rápidamente—: Quiero decir peligros de oposición. —El presidente continuó—: Anticipándome a nuestra decisión en ese punto, ya he preparado una entrevista con el gobernador, pasado mañana, en Sacramento. Tengo intención de instarle a que apremie a todas las oficinas para que actúen con rapidez. También sugeriré para cada uno de los tres proyectos reuniones combinadas con la gente de todas esas oficinas cuya aprobación necesitamos, a partir, quizá, del mes que viene.

—Nunca se ha hecho así, Eric —objetó Stewart Ino, un vicepresidente de bastante edad, a cargo de tarifas y evaluaciones. Ino llevaba años en la «CGS». Con su cara regordeta de pequeño terrateniente, y con el añadido de gorguera y terciopelo, podría haber sido un soldado de la guardia británica. Experto en trámites de licencias, le gustaba seguirlos muy de cerca—. Las reuniones separadas siempre han sido la regla —agregó—, y combinarlas crearía complicaciones.

—Que los asquerosos burócratas se aguanten —le dijo Ray Paulsen—. Apruebo la idea de Eric, que les metería un cable conectado en el culo.

—Tres cables —dijo alguien.

—Mejor aún —dijo Paulsen, sonriente.

Ino pareció ofendido. Sin tomar en cuenta este último diálogo, Eric Humphrey observó:

—Recordemos que hay buenos argumentos a favor de un procedimiento de excepción. Además, nunca tendremos mejor ocasión para darles prisa. El apagón de la semana pasada demostró claramente que estas crisis pueden ocurrir; por lo tanto, se requieren métodos de crisis para afrontar la situación. Creo que hasta en Sacramento se darán cuenta de eso.

—En Sacramento —dijo Oscar O’Brien— no piensan más que en política, lo mismo que en Washington. Y reconozcámoslo, quienes se oponen a nuestros proyectos usarán la política tanto como puedan, con Tunipah en primer lugar en la lista de sus odios.

Hubo renuentes murmullos de asentimiento. Tunipah, como sabían todos los que estaban sentados alrededor de la mesa, podía llegar a ser el más controvertido de los tres proyectos en discusión. También, por muchas razones, era el más esencial.

Tunipah era una región desértica cerca del límite entre California y Nevada. No tenía habitantes —la ciudad más cercana quedaba a sesenta kilómetros de distancia— ni la visitaban deportistas ni naturalistas, ya que tenía poco que les pudiera interesar. La región era de difícil acceso y no tenía caminos, apenas algunos senderos. Tunipah había sido cuidadosamente elegida por todas estas razones.

Lo que la «Golden State» se proponía construir en Tunipah era una enorme planta capaz de producir más de cinco millones de kilovatios, suficientes para abastecer a seis ciudades como San Francisco. El combustible sería carbón. Se transportaría por ferrocarril desde Utah, a mil kilómetros de allí, donde el carbón abundaba y era relativamente barato. Construirían un empalme con el ferrocarril, la línea principal del «Western Pacific», al mismo tiempo que la planta.

El carbón podría ser la respuesta de Norteamérica al petróleo de Arabia. Los yacimientos carboníferos de Estados Unidos representan un tercio de toda la reserva mundial conocida, y son más que suficientes para satisfacer las necesidades de energía de los Estados Unidos durante tres siglos. Se cree que Alaska tiene provisión para otros dos mil años. Por cierto, que el carbón ofrece problemas. La extracción es uno; la contaminación ambiental, otro; de todos modos, la tecnología moderna está tratando de solucionarlos. En los servicios eléctricos de otros estados, chimeneas de trescientos metros de altura, provistas de filtros purificadores que limpian de sulfuro los gases de la chimenea, estaban reduciendo la contaminación a niveles aceptables. Y en Tunipah la polución ambiental que se produjera estaría muy alejada de zonas habitadas o de recreo.

Otro punto resultante del proyecto Tunipah sería permitir que se cerraran algunas viejas plantas de la «CGS» que quemaban petróleo. Se reduciría aún más la dependencia del petróleo importado y se lograría un gran ahorro en costos, presentes y futuros.

La lógica favorecía el proyecto de Tunipah. Pero, como todos los servicios públicos sabían por experiencia, la lógica no gobierna, ni tampoco el mejor interés público, si un puñado de opositores decididos, por aviesas e incompetentes que sean sus opiniones, deciden decir «no». Merced al uso de procedimientos tácticos aplicados con despiadada habilidad, un proyecto como el de Tunipah podía ser retrasado tanto, que en realidad resultaría frustrado. Aquellos que se oponían sin cesar a toda expansión de un servicio público ponían en práctica la tercera ley de Parkinson: «Retrasar es la forma más mortal de negar.»

—¿Hay algo más que decir? —preguntó Eric Humphrey. Algunos de los que rodeaban la mesa ya habían comenzado a meter sus papeles en portafolios, dando por sentado que la reunión había terminado.

—Sí —dijo Teresa van Buren—. Me gustaría que me concedieran un minuto.

Las cabezas se volvieron hacia la vicepresidente de Relaciones Públicas, que inclinaba su figura baja y regordeta hacia adelante para obtener atención. El pelo normalmente rebelde estaba hoy más o menos peinado, probablemente en honor a la ocasión, pero llevaba como siempre uno de sus infaltables trajes de hilo.

—Eric, retorcerle el brazo al gobernador tal como planeas, y acariciar el ego de otros en el Capitolio está muy bien —dictaminó—. Estoy a favor de que se haga. Pero no es suficiente, realmente no es suficiente para lograr lo que queremos, y ésta es la razón.

Van Buren hizo una pausa. Metió la mano debajo del asiento y extrajo dos periódicos, que extendió sobre la mesa de conferencias.

—Aquí está el California Examiner de esta tarde, una edición temprana que pedí que me mandaran, y aquí el Chronicle-West de esta mañana, que seguramente todos han visto. He recorrido los dos periódicos cuidadosamente y en ninguno hay una palabra sobre el apagón de la semana pasada. Durante un día, como sabemos, el tema fue la gran noticia, al día siguiente una noticia menor; luego nada. Y lo que digo de la prensa vale para los otros medios de comunicación.

—¿Y qué hay con eso? —dijo Ray Paulsen—. Ha habido otras noticias. La gente pierde interés.

—Pierden interés porque nadie les mantiene interesados. Allí afuera —Van Buren hizo un ademán con el brazo en dirección al exterior de la sala de conferencias—, allí afuera, la prensa y el público piensan en un apagón como algo que ocurre hoy y se olvida mañana, un problema a corto plazo. Casi nadie está considerando los efectos a largo plazo de la insuficiencia de energía, efectos que nosotros sabemos que se acercan; nivel de vida drásticamente reducido, el desastre de la industria, un paro laboral catastrófico. Y nada hará cambiar esa forma de pensar de un público mal informado, a menos que nosotros la hagamos cambiar.

Sharlett Underhill, vicepresidente ejecutivo de finanzas y la otra mujer en la reunión, preguntó:

—¿Cómo se consigue que alguien piense algo?

—Se lo diré yo —dijo Nim Goldman. Rompió su lápiz de un golpe—. Lina manera es ponerse a gritar la verdad, la realidad de las cosas sin ocultar nada, y seguir gritando fuerte y claro a menudo.

Ray Paulsen dijo sardónicamente:

—En otras palabras, ¿le gustaría aparecer en televisión cuatro veces por semana en vez de dos?

Nim no hizo caso de la interrupción y continuó:

—Como política de la compañía, deberíamos insistir en proclamar lo que todos los que estamos alrededor de esta mesa sabemos: que la semana pasada nuestra emisión de energía máxima fue de veinte millones de kilovatios, y que la demanda crece un millón de kilovatios por año. Que suponiendo que siga aumentando en esa proporción, en tres años nos escasearán las reservas, y en cuatro no nos quedará ninguna. ¿Cómo nos arreglaremos entonces? La contestación es: simplemente no nos arreglaremos. Cualquier tonto puede ver lo que viene, dentro de tres años apagones siempre que haga calor; dentro de seis años, apagones todos los días en verano. Tenemos que construir nuevos generadores y tenemos que decirle al público cuáles serán las consecuencias de no hacerlo ya.

Se hizo un silencio que rompió Van Buren.

—Todos sabemos que lo que dice es cierto, ¿por qué no decirlo entonces? Hasta se da la oportunidad la semana que viene. A Nim le han invitado al The Good Evening Show, que tiene una gran audiencia.

—Lástima que esa noche no estaré en casa —gruñó Paulsen.

—No estoy tan segura de que debamos ser tan claros —dijo Sharlett Underhill—. No creo necesario recordar a nadie que tenemos en trámite una solicitud para aumentar las tarifas, y que necesitamos esa entrada extra desesperadamente. No querría hacer peligrar nuestras posibilidades de que nos la concedan.

—Es posible que la sinceridad aumente nuestras posibilidades en vez de disminuirlas —dijo Van Buren.

—No estoy tan segura —dijo la vicepresidente de finanzas sacudiendo la cabeza—. Y otra cosa que creo es que de hacerse esos anuncios en los que estamos pensando, deberían ser hechos por el presidente.

—Dejo constancia —intervino suavemente Eric Humphrey—, de que me invitaron a aparecer en The Good Evening Show y delegué la invitación en Nim. Parece hacer esas cosas muy bien.

—Lo haría mucho mejor —dijo la vicepresidente de Relaciones Públicas— si le diéramos carta blanca para emitir alguna advertencia simple y desagradable, en vez de insistir en la «línea moderada» de siempre.

—Por ahora sigo en favor de la línea moderada —esta vez habló Fraser Fenton, cuya responsabilidad principal, no obstante su título de presidente, era el servicio de gas. Delgado, con un principio de calvicie, y ascético. Fenton era otro veterano.

—No todos nosotros —continuó— aceptamos su tétrico panorama de lo que nos espera, Tess. Hace treinta y cuatro años que estoy en este servicio y he visto surgir y desaparecer muchos problemas. Creo que superaremos la carencia de energía de alguna manera…

—¿Cómo? —preguntó Nim.

—Déjeme terminar —dijo Fenton—. Otro tema que quiero tocar es el de la oposición. Es cierto que en estos momentos tenemos una oposición organizada a todo lo que intentamos hacer, ya sea construir nuevas plantas, aumentar tarifas o dar a los accionistas un dividendo decente. Pero creo que buena parte, si no todo, la oposición y la defensa del consumidor, pasará. Es una moda y un capricho. Los que están en eso terminarán por cansarse, y entonces volveremos al estado de cosas anterior, cuando en buena medida esta y otras empresas de servicios públicos hacían lo que querían, por eso digo que deberíamos seguir una línea de moderación, y no crear problemas y antagonismos alarmando a la gente innecesariamente.

—Estoy de acuerdo en todo —dijo Stewart Ino.

—Yo también —añadió Ray Paulsen.

La mirada de Nim se cruzó con la de Teresa van Buren y comprendió que los dos pensaban lo mismo. Dentro del negocio de los servicios públicos, Fraser Fenton, Ino, Paulsen y otros como ellos representaban un cuadro de ejecutivos atrincherados que se habían formado en sus funciones en épocas más fáciles, y se negaban a aceptar que esas épocas habían pasado para no volver. Esa gente, en su mayoría, había alcanzado su posición actual gracias a su antigüedad, sin haber estado jamás sometidos a la dura y a veces despiadada competencia interna para lograr promociones en la empresa, como era norma en otras industrias. La seguridad personal de los Fraser Fenton y demás les había envuelto como un capullo. El statu quo era su Santo Grial. Como era de esperar, se oponían a todo lo que suponían que podía hacer zozobrar el barco.

Había razones para ello, debatidas a menudo por Nim y otros ejecutivos más jóvenes. Una era la naturaleza del servicio público, monopolista, liberado de competir a diario en el mercado; por eso empresas como la «Golden State» recordaban a veces a la burocracia gubernamental. En segundo lugar, los servicios públicos, a lo largo de buena parte de su historial, habían estado en un mercado en alza, capaz de absorber todo lo que las empresas concesionarias producían, proceso apoyado por abundantes fuentes de energía barata. Solo en los últimos años, cuando las fuentes de energía se hicieron menos abundantes y más costosas, los ejecutivos de esas empresas tuvieron que afrontar problemas comerciales serios y tomar decisiones duras e impopulares. Tampoco, en épocas anteriores, se habían visto envueltos en luchas con grupos opositores empecinados y hábilmente dirigidos, que incluían usuarios y ecologistas.

La gente al estilo de Nim Goldman alegaba que una mayoría de ejecutivos de alto nivel no había sabido aceptar o encarar con realismo estos cambios profundos. (Walter Talbot, recordó Nim con tristeza, había sido una destacada excepción.) La gente madura, por su parte, consideraba a Nim y los de su estilo como advenedizos impacientes y agitadores, y como eran mayoría, generalmente hacían prevalecer su punto de vista.

—Confieso no estar decidido —dijo Eric Humphrey a los presentes— en este tema de si debemos o no ser más duros con nuestras advertencias. Por naturaleza estoy en contra de serlo; pero a veces comprendo el otro punto de vista. —El presidente miró a Nim con una ligera sonrisa—. Hace un momento estaba usted encrespado. ¿Algo que agregar?

Nim vaciló. Luego dijo:

—Solo esto. Cuando empiecen los apagones en serio, quiero decir los largos y repetidos, dentro de unos años, nos culparán a nosotros, los servicios públicos, sin que importe lo que haya pasado o dejado de pasar mientras tanto. La prensa nos crucificará. Lo mismo harán los políticos en su acostumbrada actitud de Poncio Pilato. Luego el público también nos echará la culpa, y todos dirán: «¿Por qué no nos advirtieron cuando todavía se podía hacer algo?» Estoy de acuerdo con Teresa. El momento es éste.

—Lo someteremos a votación —anunció Eric Humphrey—. Levanten las manos, por favor, los que están por la actitud más dura que acaba de proponerse.

Se levantaron tres manos, la de Teresa van Buren, Nim y Oscar O’Brien, el asesor general.

—En contra —dijo el presidente.

Esta vez las manos levantadas fueron ocho. Eric Humphrey asintió:

—Acompañaré a la mayoría; es decir, que continuamos con la que alguien llamó nuestra «línea moderada».

—Y asegúrese bien —Ray Paulsen previno a Nim—, de que la mantiene moderada en esos espectáculos que da por televisión.

Nim miró a Paulsen con rabia, pero contuvo su furia y no dijo nada.

Cuando la reunión se deshizo, los participantes se dividieron en grupos de dos o tres, y salieron conversando sobre diversos temas de la especialidad de cada uno.

—A todos nos viene bien alguna derrota —le dijo Eric Humphrey alegremente a Nim mientras salían—. Una pequeña lección de vez en cuando viene bien.

Nim evitó todo comentario. Antes de la reunión se había preguntado si la actitud pasiva de la vieja guardia en la cuestión de relaciones públicas podría mantenerse después de los hechos de la semana pasada. Ahora conocía la respuesta. Además, Nim hubiera deseado que el presidente le apoyara. Sabía que si Humphrey hubiera tenido una opinión formada sobre la cuestión, la habría hecho prevalecer sin tomar en cuenta la votación.

—Entre —dijo el presidente cuando se acercaban por el pasillo a sus oficinas, adyacentes a la sala de conferencias—. Hay algo que quiero encargarle.

Las oficinas del presidente, si bien más espaciosas que otras del piso del cuerpo directivo, armonizaban con el estilo relativamente espartano de la «CGS». Tenía por finalidad convencer a los visitantes de que el dinero de los accionistas y de los usuarios se gastaba en lo esencial, no en frivolidades. Nim, siguiendo la costumbre, se dirigió a un rincón con varios sillones confortables. Eric Humphrey fue hasta su escritorio para coger una ficha, y luego se reunió con él.

Aunque afuera el día era luminoso y desde las ventanas de la oficina se veía toda la ciudad, las cortinas estaban corridas y la luz encendida. El presidente siempre eludía explicar por qué trabajaba así, aunque según una teoría era porque después de treinta años, añoraba la vista de su Boston nativo y no quería aceptar sustituto alguno.

—Supongo que habrá visto el último informe sobre esto —Humphrey señaló la ficha caratulada:

DEPARTAMENTO DE PROTECCION PATRIMONIAL

Asunto: Robo de energía.

—Sí, lo he visto.

—Es obvio que la situación se pone peor. Sé que de algún modo es solo un pellizco, pero me pone furioso.

El informe del que hablaban, de un jefe de departamento llamado Harry London, describía las maneras en que el robo de energía eléctrica y gas se había vuelto epidémico. La técnica del robo era la manipulación de los contadores, generalmente a cargo de particulares, aunque había signos de que también estaban involucradas algunas empresas de servicios profesionales. Eric Humphrey reflexionó:

—La cifra de doce millones es estimativa. Podría ser menos o quizá mucho más.

—El cálculo es conservador —le aseguró Nim—. Walter Talbot también pensaba así. Si recuerda, el jefe señaló que el año pasado hubo una brecha del dos por ciento entre la energía que producimos y la cantidad de la que pudimos rendir cuentas, facturas de usuarios, uso por la compañía, pérdidas de las líneas, etcétera.

El ingeniero jefe había sido el primero en dar la voz de alarma en la «CGS» sobre el robo de energía. También él preparó un informe, uno anterior y muy completo que urgía la creación de un departamento de protección patrimonial. Siguieron el consejo. Un área más, pensó Nim, en la que se echaría de menos la contribución del jefe.

—Sí, lo recuerdo —dijo Humphrey—. Es una cantidad enorme de electricidad de la que no se puede rendir cuenta.

—Y el porcentaje es cuatro veces mayor que el de hace dos años.

El presidente tamborileó con los dedos en el brazo del sillón:

—Aparentemente, ocurre lo mismo con el gas. Y no podemos quedarnos sentados sin hacer nada.

—Hemos tenido suerte durante mucho tiempo —señaló Nim—. El robo de energía es una preocupación en el Este y Medio Oeste desde hace más tiempo que aquí. El año pasado, en Nueva York, «Con Edison» perdió diecisiete millones de dólares en eso. Chicago —«Commonwealth Edison»—, que vende menos electricidad que nosotros y no vende gas, manifiesta una pérdida de cinco a seis millones. Lo mismo ocurre en Nueva Orleans, Florida, Nueva Jersey… —Humphrey interrumpió impaciente:

—Ya lo sé —pensó y luego decidió—: Muy bien, reforzaremos nuestras medidas; si es necesario se aumentará el presupuesto para realizar investigaciones. Considere esto como tarea propia y exclusiva suya, en representación mía. Dígaselo a Harry London. E insista en que me intereso personalmente por su departamento y que quiero resultados.