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En cierto modo, para Nim, lo que había ocurrido en la planta La Mission para provocar el apagón era como el reestreno de una vieja película, como le explicó al grupo de gente de prensa, incluidos los equipos de televisión y radio, que se habían reunido.

Reflexionó: ¿Habían pasado realmente solo diez meses desde que murieran Walter Talbot y los otros, y «Gran Lil» sufrió los daños que causaron el apagón del verano pasado? Habían pasado tantas cosas desde entonces, que la distancia en el tiempo parecía mucho mayor.

Hoy, Nim notaba una diferencia. Era la actitud de la gente de los medios de comunicación, en comparación con la de diez meses atrás.

Hoy parecía haber una nueva conciencia de los problemas con que se enfrentaba la «CGS» y una simpatía antes ausente.

—Señor Goldman —preguntó el periodista del Oakland Tribune—, si les dan luz verde para construir las plantas que necesitan, ¿cuánto tiempo les llevará ponerse al día?

—Diez años —contestó Nim—. Con un programa de emergencia, quizás ocho. Pero necesitamos muchos permisos y licencias antes de siquiera empezar. Por ahora, no hay signos de ellos.

Se había incorporado a una rueda de prensa en la galería de observación del Centro de Control de Energía, a petición de Teresa van Buren, poco después del paro de todos los generadores que quedaban, y del consecuente apagón. La primera sospecha que tuvo Nim de que algo andaba mal fue porque las luces de su oficina se apagaron y encendieron varias veces. Eso ocurrió porque ciertos circuitos especiales protegían las oficinas de la empresa e instalaciones vitales como el Centro de Control, de la pérdida de energía.

Adivinando que algo andaba mal, Nim fue en seguida al Centro de Control de Energía, donde Ray Paulsen, que había llegado unos minutos antes, le informó de lo que ocurría.

—Ostrander actuó acertadamente y le voy a apoyar —dijo Paulsen—. Si yo hubiera estado allí, habría hecho lo mismo.

—Está bien, Ray —aceptó Nim—. Cuando hable con la prensa adoptaré esa posición.

—Otra cosa que puedes decirles —dijo Paulsen—, es que tendremos energía dentro de tres horas o menos. Y mañana, La Mission 1, 2, 3, y 4 estarán de nuevo funcionando, y también todas las unidades geotérmicas.

—Gracias, lo haré.

Era evidente, pensó Nim, que bajo la presión de los hechos parecía haberse evaporado el antagonismo entre ellos. Quizá fuera porque los dos estaban demasiado ocupados.

En la conferencia de prensa, Nancy Molineaux preguntó:

—¿Esto producirá algún cambio en el programa de cortes?

—No —respondió Nim—. Tendrán que comenzar mañana, tal como está planeado, y continuarán en los días siguientes.

El representante del Sacramento Bee inquirió:

—¿Podrían restringirlos a tres horas solamente?

—Es improbable —dijo Nim—. A medida que disminuye nuestra provisión de petróleo, tendrán que ser más largos, probablemente de seis horas por día.

Alguien silbó bajito.

Un periodista de televisión preguntó:

—¿Se enteró de que ha habido algunos disturbios: manifestaciones contra los «antis»?

—Sí. Y en mi opinión, eso no ayuda a nadie, ni siquiera a nosotros.

Las manifestaciones habían tenido lugar la noche anterior. Nim lo había leído esa mañana. Habían tirado piedras contra las ventanas del «Club Sequoia» y la sede de la «Liga Antinuclear». Los manifestantes, que se describían como «el pueblo de Tío Sam», se habían enfrentado contra la policía, y varios habían sido arrestados. Luego fueron liberados sin acusación.

Corría la voz de que habría más manifestaciones y disturbios, presumiblemente en todo el país, por el aumento del paro laboral debido a los cortes de energía.

A todo esto, los antiguos críticos y opositores de la «CGS» se mantenían en un extraño silencio.

Finalmente, alguien en la rueda de prensa preguntó:

—¿Qué le aconseja a la gente, señor Goldman?

Nim sonrió débilmente:

—Que apaguen todo lo que no les sea indispensable para sobrevivir.

Nim volvió a la oficina unas dos horas más tarde, después de las seis.

Le dijo a Vicki, que se había quedado a trabajar fuera de horario (se estaba volviendo una costumbre):

—Llame al hospital «Redwood Grove» y pida por la señorita Sloan.

Lo llamó a los pocos minutos.

—El hospital dice que no tiene ninguna señorita Sloan registrada.

Sorprendido, le preguntó:

—¿Está segura?

—Les pedí que se aseguraran y lo verificaron dos veces.

—Entonces pruebe con el número de su casa —sabía que Vicki lo tenía, aunque le parecía increíble que Karen no hubiera ido al hospital.

Esta vez, Vicki no llamó; abrió la puerta de la oficina y entró. Estaba seria.

—Señor Goldman —dijo—, creo que sería mejor que hablara usted.

Extrañado, tomó el teléfono.

—¿Karen?

Una voz ahogada dijo:

—Nimrod, soy Cynthia. Karen ha muerto.

—¿No puede ir más aprisa? —le dijo Nim al chófer.

—Hago lo que puedo, señor Goldman —en la voz del hombre había un tono de reproche—. Hay mucho tráfico y más gente que de costumbre en las calles.

Nim había pedido que un coche de la compañía con chófer le esperara en la puerta principal para no perder tiempo en buscar su «Fiat». Llegó corriendo y dio la dirección del apartamento de Karen. Iban para allá.

La mente de Nim era un torbellino. Cynthia no le había dado detalles; solo el dato escueto de que el corte de energía había sido la causa de la muerte de Karen. Nim ya se culpaba de no haber insistido, de no haber comprobado antes si Karen estaba en el «Redwood Grove». Aunque sabía que era demasiado tarde, ardía de impaciencia por llegar.

Para salirse de sus pensamientos, miraba las calles en el anochecer, y pensó en lo que el chófer acababa de decirle. Era cierto que había más gente de lo usual en las calles. Nim recordó haber leído que en Nueva York, durante los apagones, la gente salía a la calle a raudales y, cuando se les preguntaba por qué, pocos podían contestar. Quizás instintivamente buscaban compartir la adversidad con los vecinos.

Claro que otros se habían lanzado a las calles de Nueva York para delinquir, quemar y cometer delitos. Quizá, con el tiempo, todo eso ocurriera aquí.

Tanto si lo hacían como si no, pensó Nim, había una cosa importante: el modo de vida estaba cambiando visiblemente, y cambiaría aún más.

Las luces de la ciudad ya estaban encendidas o a punto de encenderse. Pronto, las pocas zonas que aún carecían de energía la volverían a tener.

Hasta mañana.

Y el día siguiente.

Y, después, ¿quién sabía cuánto duraría esa desviación de la vida normal, y hasta qué punto sería drástica?

—Ya hemos llegado, señor Goldman —anunció el chófer. Estaban delante de la casa de Karen.

—Haga el favor de esperar —dijo Nim.

—No puedes entrar —dijo Cynthia—. Todavía no. Es demasiado espantoso.

Había salido al pasillo cuando Nim llegó al apartamento, cerrando la puerta. Mientras la puerta estuvo brevemente abierta, Nim oyó a alguien de dentro con un ataque de histeria (le pareció que era Henrietta Sloan) y lamentos que le parecieron de Josie. Cynthia tenía los ojos enrojecidos.

Le contó todo lo que sabía de la serie de percances que provocaron la horrible muerte de Karen en la soledad. Nim comenzó a decir lo que ya había pensado, en cuanto a su parte de culpa, pero Cynthia le detuvo.

—¡No! Aparte de lo que cualquiera de nosotros pueda haber hecho o no, nadie hizo tanto por Karen, desde hace mucho tiempo, como tú. Ella no querría que te sintieras culpable. Hasta dejó algo para ti. ¡Espera!

Cynthia entró y volvió con una hoja de papel azul.

—Estaba en la máquina de escribir de Karen. Estas cosas siempre le llevaban mucho tiempo, y probablemente lo estaba escribiendo antes… antes… —se le ahogó la voz; movió la cabeza, incapaz de terminar.

—Gracias —Nim dobló la hoja y la metió en un bolsillo interior—. ¿Hay algo que pueda hacer?

Cynthia negó con la cabeza.

—Por ahora no —luego, cuando ya se iba, preguntó—: Nimrod, ¿te veré alguna vez?

Él se detuvo. Era una invitación clara y obvia, tal como la que le había hecho la última vez.

—Dios mío, Cynthia —dijo Nim—. No lo sé.

La maldición, pensó, era que deseaba a Cynthia, que era cálida, hermosa y con deseos de amar. La deseaba, a pesar de su reconciliación con Ruth, a pesar de amar entrañablemente a Ruth.

—Si me necesitas, Nimrod —dijo Cynthia—, sabes dónde estoy.

Él asintió, al tiempo que se alejaba.

En el coche, de regreso a la «CGS», Nim sacó y desplegó la hoja de papel de Karen, ya familiar, que Cynthia le había dado. La sostuvo bajo una luz y leyó:

¿Es tan extraño, queridísimo Nimrod,

Que se extingan las luces?

Falla la luz de una vela;

Los fuegos encendidos por hombres

Se agotan y mueren.

Sin embargo la luz, como la vida, perdura

El rayo más nimio, la antorcha flameante

Tienen

¿Qué tienen?, se preguntó. ¿Cuál sería el último pensamiento, dulce y cálido, de Karen, pensamiento que nunca conocería?