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En una colina oscura y solitaria, desde la que se dominaba la comunidad suburbana de Millfield, Georgos Winslow Archambault se arrastró hasta un cerco de cadenas que protegía una subplanta de la «CGS». La precaución probablemente no fuera necesaria, pensó, pues a esa hora la subplanta no tenía personal, y además era una noche sin luna y el camino principal más cercano, el que llevaba a esa colina escasamente habitada, pasaba a más de medio kilómetro de distancia. Pero últimamente, Pis y Saliva «Golden State» había contratado más cerdos para vigilar y había organizado patrullas nocturnas que variaban sus horas y rutas, obviamente para que no se conocieran sus movimientos. Por eso era sensato tener cautela, aunque arrastrarse por el suelo, llevando herramientas y explosivos, fuera difícil e incómodo.

Georgos se estremeció. La noche de octubre era fría y un fuerte viento se colaba entre los peñascos y piedras de la colina rocosa, haciéndole desear haberse puesto no uno, sino dos jerséis debajo del mono de dril azul. Mirando hacia atrás, por donde había venido, vio que su mujer, Yvette, se mantenía firme solo a unos pocos metros. Era importante que ella le siguiera de cerca porque tenía el cable y los detonadores, y él se había retrasado por culpa del tráfico al salir de la ciudad, distante treinta kilómetros. Ahora quería compensar el retraso, porque la operación de esa noche involucraba la destrucción de tres subplantas por parte de toda la fuerza de «Amigos de la Libertad». En otra trabajaban Félix y Ute; y en la tercera, Wayde lo hacía solo. El plan requería que las tres explosiones fueran simultáneas.

Cuando llegó a la cerca, Georgos separó del cinturón una pesada cortadora de alambre y comenzó a trabajar. Todo lo que necesitaba era un pequeño agujero a ras del suelo. Así, si pasaba una patrulla cuando los dos se hubieran ido y la explosión todavía no se hubiera producido, no vería el cerco cortado.

Mientras Georgos trabajaba, veía abajo las luces desparramadas y brillantes de Millfield. Pues bien, pronto estarían todas apagadas; lo mismo ocurriría con muchas otras, más al sur. Conocía Millfield y las otras ciudades cercanas. Eran comunidades burguesas, habitadas en su mayor parte por gente que viajaba todos los días a sus lugares de trabajo —¡más capitalistas y lacayos!— y estaba encantado de causarles molestias.

Casi había terminado de perforar la cerca. Dentro de unos minutos podrían deslizarse adentro. Miró la esfera luminosa de su reloj. ¡El tiempo justo! Una vez dentro habría que ir aprisa.

Habían elegido cuidadosamente los blancos de esa noche. En un tiempo, «Amigos de la Libertad» solía poner bombas en torres de transmisión, y echaban abajo dos o tres, al mismo tiempo, para dejar sin servicio un área extensa. Pero ya no, Georgos y otros habían descubierto que, cuando caían torres, las empresas conectaban con otras plantas, de modo que el servicio se reanudaba en seguida, a veces en pocos minutos. Además, reemplazaban de inmediato las torres caídas por postes provisionales, de modo que incluso la misma fuente de energía podía operar de nuevo.

Pero las plantas grandes eran otra cosa. Se trataba de instalaciones críticas vulnerables, y se necesitaban semanas para repararlas o reemplazarlas.

Si todo iba bien, el daño que harían esa noche provocaría un apagón extenso, que llegaría mucho más allá de Millfield, y pasarían días, quizá mucho más, antes de que todo estuviera en marcha de nuevo. Mientras tanto, la desorganización sería tremenda; el costo enorme. Georgos se regodeaba al pensarlo. Quizá después de esto la gente tomaría en serio a los «Amigos de la Libertad».

Georgos pensó que su pequeño pero glorioso ejército había aprendido mucho desde sus primeros ataques contra el despreciable enemigo. Ahora estudiaban la disposición y métodos de trabajo de la «CGS» antes de cualquier operación, buscando las áreas vulnerables, las situaciones en las que ocasionarían la mayor destrucción. En este aspecto les había ayudado últimamente un ingeniero de la «CGS» despedido por robar, y que ahora odiaba a la compañía. Si bien no era miembro activo de «Amigos de la Libertad», el exempleado había sido comprado con parte de la nueva remesa de dinero que les había proporcionado Birdsong. Más fondos de la misma fuente habían sido destinados a la compra de más y mejores explosivos.

Un día, Birdsong había dejado escapar de dónde venía el dinero: del «Club Sequoia», que creía que estaba financiando a la lfpp. A Georgos le divertía enormemente que una firma rica e influyente estuviera pagando sin saberlo los recibos de la revolución. En cierto modo, era una lástima que los estúpidos del «Club Sequoia» nunca llegaran a saberlo.

¡Tac! Cortó el último trozo de alambre y la parte cortada de la cerca cayó. Georgos la empujó hacia dentro del recinto de la subplanta para que se viera menos, pasó tres paquetes de explosivo plástico por el agujero, y después se deslizó a través de él.

Yvette seguía cerca. La mano se le había curado —hasta cierto punto— desde que perdió dos dedos hacía dos meses, cuando una cápsula detonante explotó antes de tiempo. Los muñones de los dedos eran feos y no estaban bien cerrados, como lo hubiera hecho un médico. Pero Georgos había hecho lo posible para mantener limpias las heridas y se evitó la infección, en buena medida por pura suerte. También se evitaron las preguntas peligrosas que les hubieran hecho en un hospital o en el consultorio de un médico.

—¡Maldición! —se le enganchó el mono en la punta de un alambre. Georgos oyó el desgarrón en la tela y sintió un dolor agudo cuando el alambre atravesó los calzoncillos y le hirió el muslo. Por ser cauteloso había hecho el agujero demasiado pequeño. Echó la mano atrás, buscó el alambre y consiguió soltarlo; luego siguió atravesando la cerca sin más dificultad. Yvette, más menuda, pasó sin ningún trabajo.

No fue necesario hablar. Lo habían ensayado todo y sabían exactamente qué debían hacer. Con sumo cuidado, Georgos aseguró el explosivo plástico a los tres grandes transformadores de la subplanta. Yvette le alcanzó los detonadores y le pasó el cable que los conectaba con los reguladores de tiempo.

A los diez minutos, las tres cargas estaban en su lugar. Yvette le pasó uno por uno los mecanismos de precisión, con pilas adheridas que él había montado cuidadosamente para sí mismo y para los otros equipos. Manejándolos delicadamente, asegurándose contra una explosión prematura, Georgos conectó los alambres de los detonadores. Nuevamente consultó el reloj. Trabajando ligero habían compensado en parte el tiempo perdido, aunque no del todo.

Las tres explosiones tendrían lugar más o menos al mismo tiempo, al cabo de once minutos. Apenas les daba tiempo de volver colina abajo hasta donde tenían escondido el coche, a un lado del camino, en un bosquecillo. Pero si se daban prisa, si corrían casi todo el tiempo, estarían a salvo camino de la ciudad antes de que se pudiera organizar una reacción ante la carencia total de energía. Le ordenó a Yvette:

—¡Date prisa! ¡Muévete! —esta vez ella le precedió a través de la cerca.

Mientras el propio Georgos se arrastraba hacia fuera, oyó el ruido de un coche que subía la colina, no muy lejos. Se detuvo a escuchar. No cabía duda que había tomado el camino pedregoso, propiedad de la «CGS», de acceso a la subplanta.

¡Una patrulla de seguridad! Tenía que ser eso. A esa hora de la noche nadie iba a ir por allí. Cuando Georgos terminó de pasar y se puso de pie, vio el reflejo de los faros en unos árboles situados más abajo. El camino describía una curva, y por eso todavía no se veía el coche.

Yvette también había visto y oído. Cuando comenzó a decir algo, él le hizo señas de que se callara y gruñó: «¡Aquí!» Comenzó a correr hacia el camino pedregoso; luego lo cruzó, hasta un macizo de matas que había en el otro lado. Se tiró entre las matas y se aplastó contra el suelo. Yvette, a su lado, hizo lo mismo. Sintió que ella temblaba. Recordó lo que a veces olvidaba: que en muchas cosas era poco más que una criatura; además, pese a la devoción que sentía por él, nunca había vuelto a ser la misma desde el episodio de la mano.

Cuando el coche tomó la última curva, antes de llegar a la subplanta, se vieron los faros. Se acercaba despacio. Probablemente el conductor tenía cuidado porque el camino de acceso no tenía señalización y era difícil ver los bordes. Cuando los faros estuvieron más cerca, toda la zona quedó brillantemente iluminada. Georgos se apretó contra el suelo, levantando apenas la cabeza. Calculó que tenían buenas posibilidades de permanecer ocultos. Lo que le preocupaba era la proximidad de la explosión. Miró el reloj. Faltaban ocho minutos.

El coche se detuvo a unos metros de Georgos e Yvette, y alguien salió por el lado del acompañante. Cuando la figura entró en la zona iluminada, Georgos vio un hombre con el uniforme de guardia de seguridad. Tenía en la mano una potente linterna, que dirigió al cerco que rodeaba la subplanta. Moviéndola de un lado a otro, comenzó a caminar, rodeando la cerca. Georgos distinguió la figura de otro hombre, el conductor, que se quedó en el coche.

El primer hombre había recorrido una parte de la cerca cuando se detuvo y dirigió la linterna hacia abajo. Había encontrado el agujero. Se aproximó para inspeccionarlo por dentro, paseó la luz por encima de los cables, aisladores y transformadores, se detuvo sobre una carga de explosivo plástico y luego siguió los cables hasta el regulador de tiempo.

El guardia giró sobre sus talones y gritó:

—¡Eh, Jake! ¡Da la alarma! Aquí hay algo raro.

Georgos actuó. Sabía que los segundos contaban y no había alternativa para lo que tenía que hacer.

Se puso en pie de un salto, al tiempo que lanzaba la mano al cinturón para sacar el cuchillo de caza que llevaba envainado. Era un cuchillo de hoja larga y afilada, destinado a una emergencia como aquélla, y salió fácilmente de su vaina. El salto había llevado a Georgos casi hasta el coche. Un paso más y abrió la puerta de un tirón. El sorprendido ocupante, un hombre mayor, de pelo gris, también con uniforme de guardia de seguridad, se dio la vuelta. Tenía un micrófono de radio en la mano, cerca de los labios.

Georgos se lanzó adelante. Con la mano izquierda arrancó del coche al guardián, lo hizo girar y, con un poderoso empujón hacia arriba, enterró el cuchillo en el pecho del hombre. La víctima abrió la boca. Inició un grito que casi en seguida se convirtió en un gorgoteo. Luego cayó hacia delante. De un fuerte tirón, Georgos rescató el cuchillo y lo devolvió a la vaina. Al caer el guardia, había visto un revólver en su pistolera. La abrió de un golpe y lo cogió. Georgos había aprendido a manejar revólveres en Cuba. Este era un «Smith & Wesson» del 38, y, a la luz de los faros, lo abrió y verificó las cámaras. Todas estaban cargadas. Lo cerró, lo amartilló, y soltó el seguro.

El primer guardia había oído algo y estaba volviendo al coche. Llamó:

—¡Jake! ¿Qué ha sido eso? ¿Estás bien? —tenía el revólver a punto, pero no llegó a utilizarlo.

Georgos ya se había deslizado como sombra silenciosa hasta la parte de atrás del coche, protegiéndose en la oscuridad, detrás de las luces. Ahora estaba de rodillas, apuntando cuidadosamente, la boca del 38 apoyada en el codo izquierdo para lograr estabilidad, el índice derecho comenzaba a apretar el gatillo. Las miras estaban alineadas sobre el lado izquierdo del guardia que se aproximaba. Georgos esperó hasta estar seguro de que daría en el blanco y disparó tres veces. El segundo y tercer tiros fueron probablemente innecesarios. El guardia se inclinó hacia atrás sin ningún ruido y se quedó inmóvil donde cayó.

Georgos sabía que no tenía tiempo ni de mirar el reloj. Agarró a Yvette, que se había levantado al oírlos tiros, y la empujó adelante cuando empezaron a correr. Corrieron juntos hacia abajo, en la oscuridad, a riesgo de no encontrar la carretera. Georgos tropezó dos veces y se recobró; una vez pisó una piedra suelta y sintió que se le torcía el tobillo, pero no hizo caso del dolor y siguió. A pesar de su prisa se aseguró de que Yvette le siguiera de cerca. Oía su respiración, entrecortada por los sollozos.

Habían bajado un tercio del camino cuando les alcanzó el ruido de una explosión. Primero vibró el suelo y luego siguió la onda sonora: un estallido fuerte y retumbante. Segundos después se produjo otra explosión y luego una tercera, y el cielo se iluminó con un brillante relámpago amarillo y azul. El destello se repitió, y luego el reflejo de las llamas del aceite de los transformadores quemándose con fuerza iluminó el cielo. Al tomar una curva en el camino pedregoso, Georgos tuvo la impresión de que había algo distinto. Luego comprendió: había logrado su objetivo. Todas las luces de Millfield estaban apagadas.

Consciente de la urgente necesidad de desaparecer, ignorando si el guardia que estaba en el coche había conseguido comunicarse, Georgos siguió corriendo, señalando el rumbo.

Cuando estaban casi extenuados, les alivió encontrar el coche donde lo habían dejado, en el bosquecillo de árboles cerca del pie de la colina. Minutos después marchaban en dirección a la ciudad, con Millfield a oscuras atrás.

—¡Has matado a esos hombres! ¡Los has asesinado!

La voz de Yvette, sentada a su lado en el coche, era histérica y jadeante por el esfuerzo.

—He tenido que hacerlo.

Georgos habló secamente, sin volver la cabeza, los ojos puestos en la carretera a la que acababan de llegar. Conducía cautelosamente, sin exceder la velocidad permitida. Lo que menos deseaba era que le detuviera un policía de tráfico por alguna infracción. Georgos sabía que tenía la ropa manchada de la sangre del hombre que había acuchillado, y que también en el arma habría sangre que podrían identificar por el grupo sanguíneo. Además, había descubierto que él mismo sangraba abundantemente en el muslo derecho, allí donde el alambre había entrado más profundamente de lo que le pareció en un principio. Y sentía que se le hinchaba el tobillo torcido al pisar la piedra.

—¡No era necesario matarles! —gimió Yvette.

—¡Cállate la boca! O te mato a ti —gritó él brutalmente.

Recorría mentalmente todos los detalles de lo ocurrido para asegurarse de que no había dejado ningún rastro que los identificara a él o a Yvette. Llevaban guantes cuando estuvieron en la cerca y depositaron las cargas. Él se había quitado uno para conectar el regulador de tiempo, y luego, cuando descargó el revólver. Pero los llevaba puestos cuando atacó con el cuchillo, de modo que en la puerta del coche o la manija no habría huellas dactilares. ¿Y en el revólver? Sí, pero había tenido la presencia de ánimo necesario para llevárselo, y más tarde ya se desharía de él.

—¡El del coche era un viejo! Lo vi —gimoteó Yvette.

—¡Era un cerdo fascista inmundo!

Georgos gritó en parte para convencerse a sí mismo, porque el recuerdo del hombre de pelo gris le estaba carcomiendo. Había tratado de borrar de la memoria la boca abierta, sorprendida, y el grito ahogado cuando el cuchillo entró profundamente, pero no lo había logrado. A pesar de su entrenamiento de anarquista y de las bombas, Georgos no había matado a nadie directamente, y la experiencia le mareaba.

—¡Te pueden mandar a la cárcel por asesino!

—Lo mismo que a ti —respondió él, con un gruñido.

No tenía sentido explicarle que él ya podía ser procesado por asesinato: por las siete muertes que ocurrieron cuando la explosión de la planta La Mission y los sobres explosivos enviados a la «CGS». Pero podía aclararle lo de esta noche y lo iba a hacer.

—¡Entiende esto, estúpida puta! Estás tan metida en esto como yo. Estabas allí; tomaste parte en todo y mataste a esos cerdos igual que si hubieras sacado el cuchillo o disparado el revólver. De modo que lo que me ocurra a mí te ocurrirá a ti. ¡No lo olvides nunca!

Comprendió que ella lo había entendido porque sollozaba ahogándose al hablar, musitando algo incoherente acerca de que ojalá no se hubiera metido en aquello. Por un instante sintió compasión y una oleada de piedad. Luego, el control se impuso, y desechó el sentimiento por débil y antirrevolucionario.

Calculó que estaba a mitad de la ciudad y se dio cuenta entonces de algo que antes no había notado por lo preocupado que estaba. La zona que atravesaban, generalmente bien iluminada hasta mucho más allá de Millfield, también estaba a oscuras; hasta las luces de la calle estaban apagadas. Con repentina satisfacción, pensó que eso significaba que los otros defensores de la libertad habían logrado sus objetivos. ¡Habían ganado la batalla librada bajo su mando!

Georgos comenzó a silbar una tonada, redactando mentalmente el comunicado mediante el que transmitiría al mundo la nueva y gloriosa victoria de los «Amigos de la Libertad».