6

—Además —Beth Yale le dijo a Nim con una franqueza que con el tiempo reconocería como algo muy suyo—, el dinero nos viene bien. Nadie se hace rico en el Tribunal; y la vida en Washington es tan cara que es muy poco lo que hemos conseguido ahorrar. El abuelo de Paul había creado un fondo fiduciario de familia, pero lo han administrado muy mal… ¿Haría el favor de poner otro tronco?

Estaban sentados frente a una chimenea de piedra, en una confortable casita a un kilómetro o dos del lugar donde habían almorzado. El dueño, que solo usaba la casa en verano, se la había prestado a los Yale hasta que tuvieran una propia.

Nim puso el tronco en el fuego y avivó la llama de otros dos ya parcialmente quemados.

Media hora antes, el juez Yale se había disculpado para «recargar la batería con una breve siesta». Explicó:

—Es un truco que aprendí hace muchos años, cuando descubrí que la atención me flaqueaba. Algunos de mis colegas lo hacen hasta en el estrado.

Antes de eso habían hablado durante más de dos horas sobre asuntos de la «Golden State».

La «charla en un rincón» con Nim, que le había propuesto Paul Yale antes del almuerzo, no pudo hacerse, porque mientras estuvo en las bodegas «Mondavi» no hubo forma de que pudiera escapar de sus admiradores. En consecuencia, le sugirió a Nim que volviera con ellos a la casa.

—Cuando hay que hacer algo, joven, me gusta empezar de inmediato. Eric me dice que usted es el más indicado para darme una visión general de la compañía, así que empiece ya.

Habían hecho precisamente eso. Mientras Nim describía la organización, planes y problemas de la «CGS», Paul Yale le interrumpía con preguntas agudas y pertinentes. Nim sintió que era un ejercicio mental estimulante, como jugar al ajedrez con un adversario diestro. Y la notable memoria de Yale le asombró. El viejo parecía no haber olvidado nada de sus días en California, y su conocimiento de la historia de la «CGS» superaba por momentos el de Nim.

Mientras su marido «recargaba la batería», Beth Yale sirvió té frente al fuego. Poco después reapareció Paul Yale y anunció:

—He oído que hablaban del fondo fiduciario de la familia.

Su mujer agregó agua a la tetera y le puso una taza delante.

—Siempre he dicho que tus oídos escuchan hasta el último rincón.

—Eso se lo debo a los años de tribunales: el esfuerzo para oír a los abogados que susurran. Le sorprendería saber cuántos lo hacen —Paul Yale se dirigió a Nim—. Ese fondo del que hablaba Beth fue creado porque mi abuelo esperaba que la función pública se convirtiera en una tradición en la familia. Opinaba que quienes siguen ese camino no deberían tener preocupaciones económicas. Hoy día, en general, no se piensa así, pero yo estoy de acuerdo. He visto a mucha gente en Washington que tenía que arañar en cualquier parte para conseguir un poco más de dinero. Eso expone a tentaciones.

El juez bebió el té que su mujer había servido.

—El té de la tarde es una costumbre civilizada. Es algo que debemos a los ingleses; eso y nuestro gran cuerpo de leyes —dejó la taza—. De todos modos, como dijo Beth, el fondo fiduciario ha sido mal administrado. Mientras estaba en el Tribunal no pude hacer nada, pero ya he comenzado a reparar parte del daño —rio—. Claro que sin dejar de hacer mi trabajo para la «CGS».

—No es por nosotros —agregó Beth Yale—, pero tenemos nietos que ya muestran que van a dedicarse a la función pública. Más adelante puede ayudarles.

Nim tuvo la impresión de que el fondo fiduciario familiar era un tema doloroso para los Yale. Como confirmándolo, Paul Yale rezongó:

—El fondo posee unas bodegas, un campo de pastoreo, dos edificios de apartamentos en la ciudad y —¿no parece increíble?— todos son deficitarios, crean deudas, se comen el capital. La semana pasada le hablé fuerte al administrador; le advertí que había que eliminar gastos —se detuvo abruptamente—. Beth, estamos aburriendo a este joven con nuestros problemas de familia. Volvamos a «Luz y Fuerza de Dios».

Nim rio al oír el nombre que los veteranos del Estado le daban a la «CGS».

—Estoy preocupado, como seguramente lo está usted, con todo el sabotaje y las muertes que han estado ocurriendo —dijo Paul Yale—. El grupo que se atribuye la responsabilidad de esos actos, ¿cómo se llama?

—«Amigos de la Libertad».

—Ah, sí. Interesante ejercicio de la lógica: «Sea libre a mi manera, o le hago volar en pedacitos.» ¿Sabe si la policía está ya más cerca de la solución del caso?

—Aparentemente, no.

—¿Por qué lo hacen? —preguntó Beth Yale—. Eso es lo que cuesta entender.

—Algunos de los que estamos en la compañía hemos estado pensando y conversando sobre eso mismo —dijo Nim.

—¿Y qué piensan? —preguntó Paul Yale.

Nim vaciló. Había mencionado el tema siguiendo un impulso, y ahora, bajo la mirada penetrante del juez Yale, deseó no haberlo hecho. Sin embargo, había que contestar la pregunta.

Nim explicó la teoría de la policía de que «Amigos de la Libertad» era una agrupación pequeña que tenía un hombre que era el cerebro y líder del grupo.

—Suponiendo que sea así, pensamos que si pudiéramos conocer la mente del líder, aunque fuese parcialmente —le llamamos «X»—, tendríamos más probabilidades de atraparle. Hasta podríamos tener suerte, adivinando su próximo plan para estar preparados.

Lo que Nim no dijo fue que la idea se le había ocurrido a él después de las últimas bombas, cuando asesinaron a los guardias de seguridad. Desde entonces él, Harry London, Teresa van Buren y Oscar O’Brien se habían encontrado tres veces en largas sesiones para intercambiar ideas y, si bien no había surgido nada positivo, los cuatro sentían que estaban más próximos a entender a los saboteadores desconocidos y a «X». Al principio, O’Brien, que aún abrigaba hostilidad hacia Nim, se había opuesto a participar, diciendo que era «perder el tiempo». Pero luego el asesor general cedió y se incorporó. Tenía erudición y con su mente aguda de abogado, su contribución al tema era sustancial.

—Ustedes suponen que «X» es un hombre —dijo Paul Yale—. ¿No han pensado que quizá sea una mujer?

—Sí, pero las probabilidades están a favor de que sea un hombre, sobre todo porque las cintas grabadas que se reciben después de las bombas son de una voz masculina, y es razonable presumir que corresponde a «X». También porque en la historia casi todos los líderes de revoluciones armadas han sido hombres; los psicólogos dicen que la mente femenina es demasiado lógica, y los pormenores de una revolución generalmente son descabellados. Juana de Arco fue una excepción.

—¿Qué otras teorías tienen? —dijo Paul Yale, sonriendo.

—Bueno, que aunque el líder no es una mujer, estamos convencidos de que en el así llamado «Amigos de la Libertad» hay una mujer, y que casi seguramente está muy cerca de «X».

—¿Por qué creen eso?

—Por varias razones. Primero: «X» es extremadamente vanidoso. Las cintas grabadas lo ponen claramente en evidencia; nuestro «grupo de análisis» las ha escuchado varias veces. En segundo lugar, es decididamente viril. Tratamos de descubrir algún indicio de homosexualidad, ya sea en la entonación o en las palabras. No encontramos ninguno. Por el contrario, el tono, la elección del vocabulario… bueno, la descripción que hicimos todos después de pasar las cintas muchas veces fue: «Un macho joven y robusto.»

Beth Yale escuchó con atención, y luego dijo:

—De modo que ese «X» suyo es un macho. ¿Y adónde les conduce eso?

—Creemos que a una mujer —contestó Nim—. Nuestro razonamiento fue que un hombre como «X» necesita una mujer junto a él; no podría existir sin ella. Además, debe ser su confidente, por la sencilla razón de que estará muy cerca de él; y, además, porque la vanidad de él lo exige. Tómelo así: «X» se considera una figura heroica, otra cosa que demuestran las cintas. En consecuencia, querrá que su mujer le vea también así. Otra razón para que ella deba estar enterada de lo que hace y, probablemente, también participe.

—Bien —dijo Paul Yale—, es verdad que teorías no les faltan —parecía divertido y escéptico—. Pero diría que han llevado la suposición, puras conjeturas sin fundamento, a sus límites extremos y más allá aún.

—Sí, supongo que es así —aceptó Nim. Se sentía avergonzado y tonto. Ante la reacción de un juez del Tribunal Supremo, todo lo que acababa de relatar parecía poco convincente y hasta absurdo, particularmente ahí, sin los otros tres. Decidió no extenderse sobre las demás conclusiones del grupo, aunque para él eran muy claras.

La policía estaba convencida, por el modus operandi y un indicio en la última grabación, de que «X», el líder de los «Amigos de la Libertad», había asesinado personalmente a los dos guardias. En el cuarteto formado por Nim, London, Van Buren y O’Brien, después de discutirlo, se compartía esa opinión. Además, después de hablarlo largamente, creían que la mujer de «X» había estado en el lugar del crimen. Su razonamiento final: el plan había sido el más ambicioso de «X» hasta ahora y, consciente o inconscientemente, había querido que ella le viera en acción. Lo que la convertía no solo en testigo, sino también en cómplice del asesinato.

Y ese conocimiento, suposición más bien, ¿en qué medida los acercaba a la identificación de «X»?

Respuesta: no los acercaba. Pero revelaba una debilidad en potencia, un punto vulnerable en «X», del que había que sacar partido. Pero cómo hacerlo, si es que se decidía, era algo que aún no sabía.

Ahora, pensó Nim, todo parecía muy, muy lejano.

Decidió que la estimación hecha por Paul Yale era probablemente la ducha fría que todos necesitaban. Mañana vería si no era mejor disolver el «grupo pensante», y dejar la tarea de detective a quien correspondía: a la policía, al FBI y a los detectives, que trabajaban ya en el caso de los «Amigos de la Libertad».

La llegada del ama de llaves de los Yale interrumpió sus pensamientos.

—Ha llegado el coche que viene a buscar al señor Goldman —anunció.

—Gracias —dijo Nim. Se levantó para irse. Habían pedido otro coche de la compañía a la ciudad, porque Eric Humphrey, que tenía otro compromiso, había dejado el valle inmediatamente después del almuerzo.

—Ha sido un privilegio conocerlos —les dijo Nim a los Yale—. Y cuando me necesite, señor, estaré a su disposición.

—Estoy seguro de que será pronto —dijo Paul Yale—, y ha sido un placer conversar con usted —le brillaron los ojos—. Especialmente sobre cosas importantes.

Nim se hizo el propósito de que, en el futuro, al emitir opiniones ante alguien de la talla de Paul Sherman Yale, se limitaría a hechos concretos.