15

En su oficina, Nim leía la correspondencia de la mañana. Su secretaria, Victoria Davis, ya había abierto y clasificado casi todas las cartas y memorándums, poniéndolos en dos carpetas, una verde y la otra roja, esta última para asuntos urgentes o importantes. Hoy la carpeta roja desbordaba. Además, había algunas cartas marcadas «personal». Entre ellas, Nim reconoció un sobre de un familiar color azul escrito a máquina. Era el papel de Karen Sloan.

Últimamente la conciencia le había hecho pensar en Karen… de dos maneras. Por una parte, la quería realmente mucho y, aunque habían hablado por teléfono, se sentía culpable por no haberla visitado desde la noche en que hicieron el amor. Y, por otra parte, estaba Ruth. ¿Cómo encajaba su amor por Karen con la reconciliación y la nueva armonía con Ruth? La verdad era que no encajaba. Y, sin embargo, no podía hacer a un lado a Karen, de repente, como un pañuelo de papel usado. Si se hubiera tratado de otra mujer, hubiera sido posible, y lo habría hecho inmediatamente. Pero Karen era diferente.

Había pensado contarle a Ruth lo de Karen, pero decidió que no se ganaría nada. Además, Ruth ya tenía bastantes problemas como para cargarla con otro; por otra parte, él era quien debía tomar la decisión sobre Karen.

Le daba vergüenza admitirlo incluso para sí, pero por ahora había archivado mentalmente a Karen; por eso tardaba en abrir su carta.

Sin embargo, el recuerdo de Ruth le hizo recordar otra cosa.

—Vicki —llamó a través de la puerta abierta—, ¿hizo aquella reserva de hotel?

—Ayer —entró señalando la carpeta verde—. Le escribí una nota; está allí. El «Columbus» tenía una cancelación, de manera que dispone de una suite de dos dormitorios. Me prometieron que será en un piso alto y con buena vista.

—¡Bien! ¿Cómo anda la última revisión de mi discurso?

—Si deja de hacerme preguntas que ya he contestado —le dijo Vicki—, lo tendré listo esta tarde.

—¡Fuera de aquí! —gritó él, sonriente.

Al cabo de una semana Nim tenía que hablar en la convención anual del Instituto Nacional de Electricidad. El discurso, que ya había pasado por varios borradores, versaba sobre futuras exigencias de energía y se titulaba Apagón.

La gran convención nacional del Instituto, importante para la industria de los servicios públicos y sus proveedores, se celebraba allí este año, en el hotel «Christopher Columbus». Duraría cuatro días. Como había varios actos sociales programados, a Nim se le ocurrió que para su familia sería un cambio interesante trasladarse con él al hotel mientras durara la convención. Se lo había sugerido a Ruth, Leah y Benjy, que respondieron entusiasmados.

La idea de conseguir una habitación en un piso alto con buena vista fue de Nim. Pensó que a los niños les gustaría.

Había prometido hablar en la convención casi un año antes, mucho antes de dejar de ser portavoz de la compañía. Cuando días antes mencionó el compromiso a Eric Humphrey, el presidente le dijo: «Adelante, pero no entre en polémicas.» En realidad, el discurso de Nim sería extremadamente técnico, dirigido especialmente a planificadores de otras compañías. Todavía no había decidido si lo sazonaría o no con una pizca de polémica, pese a la advertencia del presidente.

Cuando Vicki cerró la puerta de la oficina, Nim cogió su carpeta roja y decidió abrir la carta de Karen.

Estaba seguro de que el sobre contenía versos, esos versos que Karen escribía tan laboriosamente con el palito que sostenía en su boca. Y, como le ocurría siempre, se conmovió al pensar en ella trabajando tanto y con tanta paciencia para él.

Tenía razón.

ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL

(como dicen los militares):

Solo para tus ojos, querido Nimrod,

Ojos tan queridos y buenos.

Otros no deben aterrizar en este comunicado

Nada militar,

Muy privado, íntimo, amante.

Mi deleite sensual se prolonga:

Mezcla lujuriosa, turbulenta, embriagadora,

A la vez.

Tan dulcemente suave, vigorosamente camal.

Mente, carne

Terminaciones nerviosas, labios, manos.

Hormigueando de placer

Recuerdan, ¡oh, exquisito amante!

La plena satisfacción de tu amor.

¡Éxtasis tal!

¡De hoy en adelante Voto por el hedonismo!

Eres en verdad un noble caballero,

De bruñida armadura,

Cuya reluciente espada (Particularmente esa espada)

Trae felicidad dorada.

Me conmueve.

Y tú,

Para siempre.

«¡Karen —pensó al terminar—, te deseo! ¡Oh, cómo te deseo!» Sus mejores intenciones parecieron desvanecerse. Volvería a ver a Karen, sin importarle nada de nada. Y pronto.

Pero primero, se dijo, tenía que cumplir con un programa de trabajo intenso que incluía el discurso para la convención. Se dedicó nuevamente a la correspondencia oficial.

Instantes después sonó el teléfono. Cuando Nim contestó con impaciencia, Vicki le informó:

—El señor London está en la línea y desearía hablar con usted. Consciente de la carpeta roja repleta, Nim le dijo:

—Pregunte si es importante.

—Ya lo he hecho. Dice que sí.

—Póngame con él, entonces —un click y la voz del jefe de protección patrimonial dijo:

—¿Nim?

—Harry, tengo una semana muy ocupada. ¿Es algo que pueda esperar?

—No lo creo. Ha surgido algo delicado, algo que creo debes saber.

—Está bien, adelante.

—Por teléfono, no. Tengo que verte.

Nim suspiró. A veces Harry London se comportaba como si todo lo de su departamento tuviera prioridad sobre el resto de la «CGS».

—Muy bien, sube ahora.

Nim volvió a su trabajo hasta que llegó London, al cabo de cinco minutos.

Apartando la silla del escritorio, Nim dijo:

—Te escucho, Harry. Pero sé breve.

—Lo intentaré —el jefe de Protección Patrimonial, bajo, rudo, se instaló en una silla de enfrente. En cuanto a vestimenta y actitud, seguía pareciendo un exsoldado de la Marina, elegante y vivo, pero a Nim le pareció que tenía la cara más arrugada que unos meses atrás.

—Recordarás —comenzó London— que poco después de pescar a esos tipos de «Quayle» robando energía en el edificio «Zaco», te dije que habíamos descubierto un nido de ratas. Predije que saldrían a luz muchas cosas y que algunos nombres importantes podían estar involucrados.

Nim asintió.

—A ver qué te parece este nombre importante: señor juez Paul Sherman Yale.

—¡Estarás bromeando! —dijo Nim, irguiéndose de pronto.

—Ojalá lo estuviera —dijo London con tristeza—. Desgraciadamente no es así.

Toda la impaciencia de Nim se evaporó. Dijo:

—Dime lo que sabes. Todo.

—El día que almorzamos juntos —dijo Harry London—, también te dije que mi departamento verificaría los archivos de contratistas de «Quayle», de acuerdo con el fiscal del distrito, para comprobar qué había hecho «Quayle» durante el último año. Luego iríamos más a fondo para saber si había algo ilegal.

—Lo recuerdo.

—Lo hicimos. Mi gente ha trabajado como el demonio y hemos encontrado un buen farol. Tendrás los detalles en el informe que estoy preparando. Lo esencial es que el fiscal tiene muchos más casos con tipos de mucho dinero involucrados.

—Vamos al juez Yale —dijo Nim—. ¿Cómo encaja en esto?

—A eso voy.

Entre las órdenes de trabajo de la compañía «Quayle», le informó el jefe de protección patrimonial, había un número inusitado con las iniciales de la misma persona: un tal Ian Norris.

Aunque el nombre le resultaba familiar, Nim no lo ubicaba.

—Norris —dijo London— es un abogado que trabaja como una especie de asesor financiero. Tiene una oficina en la ciudad que, por una gran casualidad, está en el edificio «Zaco», y administra fideicomisos y propiedades. Uno es el fondo de la familia Yale.

—Estoy enterado de la existencia del fondo Yale —ahora Nim recordó a Norris. Se habían visto brevemente en el campo de engorde de ganado cerca de Fresno.

—Tenemos pruebas sólidas —continuó London— de que Norris está metido en el robo de energía hasta el cuello. Controla muchas propiedades: edificios de oficina e industriales, apartamentos, comercios. Aparentemente, hace tiempo Norris descubrió que atendería mejor a sus clientes ahorrándoles dinero, con ganancias para él, si disminuía las facturas de electricidad y gas haciendo trampas. Supuso que podría salirse con la suya, por lo menos eso es lo que parece, así que se dedicó a robar energía en gran escala, utilizando a Contratistas de Electricidad y Gas «Quayle».

—Pero eso no significa necesariamente —señaló Nim— que la gente que él representa tuviera la menor idea de lo que estaba pasando —tuvo una sensación de alivio. Aunque el fondo de la familia Yale estuviera involucrado, tenía la seguridad de que Paul Sherman Yale jamás tomaría parte, personalmente, en nada deshonesto.

—Lo que dices es muy cierto —dijo London—, y aun si alguno de los clientes de Norris lo supiera, dudo que pudiéramos probarlo. Pero el fiscal está preparando el caso contra Norris y es inevitable que se mencione el nombre de Yale. Por eso pensé que debías saberlo. No vamos a quedar en buen lugar, Nim, ni él ni nosotros.

Harry tenía razón, pensó Nim. Los nombres de Yale y «Golden State» estaban ahora íntimamente relacionados, y siempre habría quienes creerían, a pesar de toda la evidencia en contra, que existía alguna complicidad. No importa que no tuviera sentido. Eso no detendría a los chismosos, y habría un desconcierto general.

—No he terminado —dijo Harry London—, y quizás esto sea lo más importante.

Nim escuchó, preguntándose qué vendría ahora.

—Buena parte del trabajo ilegal que los «Quayle» hicieron para Norris, o más bien para la gente que Norris representa, comenzó hace casi un año. Pero todo lo que corresponde al fondo de la familia Yale, que incluye conexiones ilegales en dos edificios de apartamentos en esta ciudad, una bodega en el valle Napa y un campo para engorde de ganado cerca de Tresno, ha sido hecho en los tres últimos meses. Y, por si no te has dado cuenta, eso coincide con el momento en que el juez Yale dejó el Tribunal Supremo y se vinculó a la «Golden State».

—Dame un minuto, Harry —dijo Nim. Estaba como bajo un shock y completamente aturdido—. Déjame pensarlo.

—Tómate el tiempo que necesites —le dijo London—. Yo también lo he pensado mucho.

Nim no podía creerlo. Simplemente no podía creer que Paul Sherman Yale participara en un robo de energía, aunque fuera de lejos, como simple espectador. Y sin embargo… Nim recordó inquieto la conversación en el campo. ¿Qué había dicho Paul Yale? «La inflación nos hunde… especialmente la electricidad. Toda esta operación la necesita. Usamos energía eléctrica para el molino… para cuarenta mil cabezas… en los corrales las luces están encendidas toda la noche… Pero nuestras facturas de electricidad son astronómicas… a Ian Norris, el administrador del fondo que reduzca gastos, que economice… ¡Hay que hacerlo!»

Aun antes de eso, aquel día en el valle Napa, cuando Nim conoció a los Yale, Beth Yale delató su amargura y la de su marido porque el fondo de la familia estaba mal administrado y perdía dinero.

Nim se dirigió a Harry London.

—Una pregunta más. ¿Sabes si alguno en tu departamento, en la policía o la oficina del fiscal, ha hablado con el señor Yale de esto?

—Nadie. Estoy seguro.

Nim hizo una pausa, evaluando una vez más todo lo que había oído.

—Harry, esto es demasiado grande para mí. Se lo voy a pasar al presidente.

El jefe de Protección Patrimonial asintió.

—Pensé que tendrías que hacerlo.

A las once de la mañana siguiente, se reunieron en la oficina del presidente, J. Eric Humphrey, Nim, Harry London y Paul Sherman Yale.

El juez Yale, que acababa de llegar en coche desde el valle Napa, estaba particularmente jovial. Con su cara arrugada radiante, les dijo a los demás:

—Volver a California me hace sentir más joven y más feliz. Debí haberlo hecho hace años —al darse cuenta de que nadie sonreía, se volvió hacia Humphrey—. Eric, ¿pasa algo malo?

Nim comprendió que Humphrey, si bien aparentemente tan compuesto y sereno como siempre, se sentía muy incómodo. Sabía que el presidente encaraba esta reunión con recelo.

—Sinceramente, no estoy seguro —respondió Humphrey—. Pero he recibido cierta información, que creo que usted debe conocer. Nim, haga el favor de explicar el panorama general al señor Yale.

En pocas frases, Nim explicó la gran frecuencia con que se realizaban robos de energía, y la función que desempeñaba en la compañía Harry London, a quien el juez Yale no conocía aún.

Mientras Nim hablaba, el viejo iba frunciendo el entrecejo cada vez más. Parecía intrigado, y durante una pausa preguntó:

—¿Qué tiene que ver todo esto con lo que yo hago en la compañía?

—Desgraciadamente —dijo Humphrey—, lo que está en discusión no tiene que ver con su tarea. Parecería haber…, bueno, cierto aspecto personal.

Yale movió la cabeza en un gesto de perplejidad.

—Ahora sí que no entiendo nada. ¿Alguien podría explicármelo?

—Harry —indicó Nim—, sigue tú.

—Señor —dijo London dirigiéndose a Yale—, creo que usted conoce a un tal Ian Norris.

¿Fue imaginación, se preguntó Nim, o una expresión de alarma cruzó fugazmente la cara del juez Yale? Probablemente no. Nim se advirtió: «No empieces a ver fantasmas.»

—Claro que conozco a Norris —admitió Yale—. Tenemos relaciones de negocios. Pero lo que me extraña es su conexión con él.

—Mi conexión, señor, viene de que Norris es un ladrón. Tenemos pruebas contundentes —Harry London siguió describiendo lo que había revelado ayer a Nim sobre los robos de energía realizados por Norris y el fondo de la familia Yale.

Esta vez la reacción de Paul Sherman Yale no dejó lugar a dudas. Sucesivamente, incredulidad, shock, furia.

Cuando London terminó su exposición, Eric Humphrey añadió:

—Espero que comprenda, Paul, por qué decidí que este asunto, aunque doloroso, tenía que serle presentado.

Yale asintió, la cara sonrojada, reflejando aún el conflicto de emociones.

—Sí, eso lo comprendo. Pero en cuanto al resto… —le habló severamente a Harry London—. Es una acusación seria. ¿Está seguro de los hechos?

—Sí, señor. Absolutamente seguro —London aguantó la mirada del viejo sin pestañear—. El fiscal también está seguro. Cree tener evidencia suficiente para hacer una acusación.

Eric Humphrey interrumpió:

—Debería explicarte, Paul, que el historial del señor London en nuestra empresa es excepcional. Ha robustecido nuestro programa de protección patrimonial y ha demostrado ser un ejecutivo responsable. No tiene la costumbre de hacer acusaciones en el aire.

—Y menos de este calibre —añadió Nim.

—Es realmente seria —el juez Yale había recuperado su serenidad y hablaba en tono mesurado, como si, pensó Nim, ocupara nuevamente el estrado más alto de la justicia—. Por el momento, acepto lo que ustedes dicen, caballeros, aunque más adelante insistiré en examinar las pruebas.

—Por supuesto —dijo Eric Humphrey.

—Mientras tanto —continuó Yale—, supongo que está claro que hasta este momento no estaba al tanto de nada de lo que ustedes me han referido.

—Está de más decirlo —aseguró Humphrey—. Ninguno de nosotros tenía la menor duda sobre eso. Nuestra mayor preocupación era la molestia que le causaría.

—Y a la «Golden State» —agregó Nim.

Yale le dirigió una mirada rápida y aguda.

—Sí, hay que considerar eso —se permitió una leve sonrisa—. Bien, les agradezco la confianza que me demuestran.

—Cuenta con ella —dijo Humphrey.

Nim se preguntó fugazmente si el presidente no estaba exagerando un poco. Pero apartó la idea. Paul Yale parecía querer seguir hablando.

—Aparte de este desgraciado incidente, encuentro que el concepto de robo de energía es interesante. Sinceramente, no tenía idea de que existiera tal cosa. Nunca había oído hablar de eso. Tampoco sabía que en este negocio hay gente como el señor London —le dijo al jefe de protección patrimonial—: En alguna otra ocasión me gustaría saber algo más sobre su trabajo.

—Encantado de proporcionarle los detalles cuando quiera, señor.

Siguieron hablando, desaparecida ya la tensión de los primeros momentos. Quedó concertado que luego Harry London revelaría al juez Yale con todo detalle las pruebas relacionadas con Ian Norris y las propiedades del fondo de la familia Yale. Este anunció su decisión de asesorarse legalmente para proteger sus intereses frente a Norris. Explicó:

—La designación de administradores para el fondo ha sido siempre un problema. Mi abuelo tomó medidas poco elásticas y que no se han adaptado a los tiempos. Se necesitará una orden judicial para destituir a Norris. En estas circunstancias, la voy a pedir.

Nim contribuyó poco a la conversación. Algo le molestaba en algún rincón de su mente. No estaba seguro de qué era.

A los dos días, Harry London volvió a ver a Nim.

—Tengo noticias que te gustarán sobre el caso Norris.

Nim levantó la vista del último borrador de su discurso para la convención del Instituto.

—¿Cómo qué?

—Ian Norris ha declarado. Jura que tu amigo Paul Sherman Yale no sabía nada de lo que estaba ocurriendo. Así que se confirma lo que dijo el viejo.

Nim preguntó con curiosidad:

—¿Por qué habría de hacer esa declaración Norris?

—Tratos entre gente importante. No estoy seguro de si la balanza de la justicia está bien equilibrada, pero la cosa es así: el abogado de Norris habló con el fiscal. Primero se acordó que le pagaran a la «CGS» lo que le deben, o más bien lo que calculamos que se debe, que es un montón de dinero. Después, Norris declarará que no contestará la acusación de robo del artículo 591.

—¿Qué es eso?

—Una disposición del Código Penal de California. Se refiere al robo a empresas de servicios públicos como la nuestra y compañías de teléfonos, y lo sanciona con multa y pena de prisión de hasta cinco años. De todos modos, el fiscal pedirá el máximo de la pena de multa, pero no exigirá la de prisión. Súmalo todo y resulta que el nombre del fondo de la familia Yale no aparecerá en el expediente.

Harry London se calló.

—Para sacarte información —se quejó Nim— hay que usar sacacorchos. Háblame del resto del acuerdo que no se revelará.

—Algunas partes no las conozco y probablemente no las conoceré jamás. Una cosa que se hace evidente es que nuestro señor Yale tiene amigos poderosos. Al fiscal le han presionado para que llegara a un arreglo, y mantener así a salvo el nombre de Yale —London se encogió de hombros—. Supongo que para nuestra querida «CGS» es mejor.

—Sí —estuvo de acuerdo Nim—, es mejor.

Cuando London se fue, Nim se quedó en silencio, pensando.

Era cierto: para la compañía hubiera sido mala publicidad que uno de sus directores y portavoz oficial se viera involucrado en un caso de robo de energía, aunque fuera inocentemente. Nim pensó que debía sentir alivio. Sin embargo, algo seguía importunándole desde hacía dos días, un zumbido en el subconsciente, la convicción de que él sabía algo importante pero que no podía recordar.

Había otra cosa. Esta vez no en el subconsciente.

¿Por qué había puesto tanto énfasis el juez Yale (como ocurrió en la conversación con Eric Humphrey, Harry London y Nim) en que nunca había oído hablar de robos de energía? Claro que era muy posible que así fuera. Es cierto que los periódicos, y ocasionalmente la televisión, los habían mencionado, pero no es de esperar que todo el mundo sepa todo lo que sale en las noticias, ni siquiera un juez del Tribunal Supremo. De todos modos, a Nim la insistencia le había parecido desusada.

Volvió a su primer pensamiento. La duda que le importunaba.

¿Qué demonios era lo que sabía? Quizá si no se esforzara tanto, le vendría a la memoria naturalmente.

Siguió trabajando en el discurso que pronunciaría para la convención del Instituto Nacional de Electricidad al cabo de cuatro días.