12
El joven comisionado que presidía el debate golpeó suavemente la mesa con el mazo.
—Antes de comenzar el turno de preguntas de este testigo, creo que corresponde felicitarle por su comportamiento hace dos días, cuando su rápida actuación y su coraje salvaron la vida de un empleado de un servicio público en otro estado.
En la sala de debates se oyeron algunos aplausos dispersos.
—Gracias, señor —dijo Nim, algo molesto por la mención.
Hasta esa mañana había supuesto que las noticias sobre el drama de la cinta transportadora no cruzarían las fronteras de Denver, por lo que le sorprendió descubrirse en el Chronicle West como protagonista de una noticia cablegrafiada por «Associated Press». La información era desdichada, porque llamaba la atención sobre su visita a la planta generadora de carbón, y Nim se preguntaba cómo la utilizarían las fuerzas de la oposición, si es que se decidían a hacerlo.
Al igual que en las sesiones anteriores, en la sala revestida de roble, estaban, además del personal de la comisión, los asesores de las varias partes, los testigos que esperaban su turno, funcionarios de las entidades interesadas, corresponsales de la prensa, y una buena cantidad de público, este último compuesto principalmente por gente de la oposición.
En su sitial, el comisionado que presidía estaba flanqueado por el mismo juez administrativo de edad madura.
Entre los que Nim reconoció en la sala de audiencias, estaban Laura Bo Carmichael y Roderick Pritchett, que representaban al «Club Sequoia»; Davey Birdsong, de la lfpp, con su cuerpo enorme vestido como de costumbre con tejanos raídos y camisa de cuello abierto; y en la mesa de prensa, a cierta distancia de los otros, Nancy Molineaux, elegantemente vestida.
Nim ya había jurado, aceptando «decir la verdad, toda la verdad y solo la verdad». Ahora el corpulento asesor general de la empresa, Oscar O’Brien, de pie y frente al banquillo, le guiaría en su testimonio.
—Señor Goldman —comenzó O’Brien, tal como habían ensayado—, haga el favor de describir las circunstancias y estudios que le condujeron a creer que el proyecto sometido a la comisión es necesario y útil para la comunidad.
Nim se acomodó en el estrado de los testigos, consciente de que su exposición sería larga y ardua.
—Los estudios realizados por la «Golden State» —comenzó—, complementados por los de los departamentos estatales, señalan que a mediados de la próxima década el crecimiento de la población y de la industria en California excederán en mucho el promedio nacional. Daré los detalles más adelante. Paralelamente con ese crecimiento se producirá una escalada en la demanda de energía eléctrica, mucho mayor de lo que puede satisfacer la capacidad generadora actual. Para responder a esa demanda…
Nim se esforzó por mantener un tono de conversación ligero para mantener el interés de los que escuchaban. Todos los hechos y opiniones que iba a presentar figuraban en informes que había entregado a la comisión hacía semanas, pero las pruebas orales se consideraban importantes. Quizá porque reconocían que muy pocos llegarían a leer la montaña de papel, que crecía día a día.
O’Brien hacía las funciones de apuntador con la soltura de un actor en una obra que se representa desde hace mucho tiempo.
—En cuanto a efectos sobre el medio ambiente, ¿quiere hacer el favor de explicar…?
—¿Podría dar detalles acerca de esas entregas de carbón que…?
—Antes afirmó que las alteraciones en la flora y fauna no irían más allá de cierto límite. Creo que a la comisión le gustaría tener la seguridad de que…
—Por favor, amplíe…
—¿Usted diría que…?
—Veamos ahora…
Esto llevó más de un día y medio; un total de siete horas durante las cuales, Nim, en el estrado de los testigos, fue el centro de la atención general. Al final, estaba seguro de haber presentado la posición de la «CGS» minuciosamente y con toda objetividad. Sin embargo, sabía que su verdadera ordalía, una serie de interrogatorios, no había ni comenzado.
A media tarde del segundo día, Oscar O’Brien se dirigió al presidente:
—Gracias, señor presidente. Con esto concluye mi interrogatorio del testigo.
—Creo que el señor Goldman merece un descanso y a todos los demás nos vendrá bien —asintió el presidente. Dio un golpe con el mazo—. Este debate se suspende hasta las diez horas de mañana.
Al día siguiente, los interrogatorios comenzaron lenta y tranquilamente, como un coche que se deslizara en primera por un tramo de camino sin desniveles. El asesor de la comisión, un aburrido abogado de mediana edad, llamado Holyoak, fue el primero.
—Señor Goldman, hay cierto número de puntos sobre los cuales los comisionados necesitan aclaraciones… —el interrogatorio de Holyoak no fue ni amistoso ni hostil. Nim respondió de la misma manera y adecuadamente.
Holyoak necesitó una hora. Le siguió Roderick Pritchett, gerente-secretario del «Club Sequoia», y el interrogatorio adquirió mayor velocidad.
Pritchett, delgado, de aspecto cuidado, y con actitudes que hacían juego, vestía un traje con chaleco de corte clásico. Su pelo gris oscuro tenía la raya bien trazada y no había un cabello fuera de lugar. De vez en cuando se pasaba una mano por el pelo para asegurarse de que no se despeinaba. Al levantarse y acercarse al estrado de los testigos, los ojos de Pritchett parecieron brillar detrás de sus gafas. Poco antes del turno de preguntas había estado consultando con Laura Bo Carmichael, a quien tenía sentada a su lado en una de las tres mesas para asesores de testigos.
—Señor Goldman —comenzó Pritchett—, aquí tengo una fotografía. —Se inclinó hacia la mesa de asesores y cogió una foto brillante de ocho por diez—. Me gustaría que la observara y me dijera si algo le resulta familiar.
Nim cogió la foto. Mientras la observaba, un empleado del «Club Sequoia» entregó otras copias al comisionado, al juez administrativo, y a los asesores, incluyendo a Oscar O’Brien, a Davey Birdsong y a la prensa. Otras copias fueron a los espectadores, que comenzaron a pasarlas.
Nim estaba intrigado. En su mayor parte la foto era negra, pero había algo familiar…
El gerente-secretario del «Club Sequoia» sonreía.
—Tómese su tiempo, señor Goldman, por favor.
—No estoy seguro —dijo Nim, sacudiendo la cabeza.
—Quizá pueda ayudarle —la voz de Pritchett sugería el juego del gato y el ratón—. A tenor de lo que he leído en los periódicos, la escena que está viendo ahora la observó personalmente el fin de semana pasado.
Nim se dio cuenta al instante. Era una fotografía de la pila de carbón en la planta de Cherokee, en Denver. Eso explicaba la oscuridad. Mentalmente, maldijo la publicidad que había revelado su viaje de fin de semana.
—Bien —dijo—, supongo que es una fotografía de carbón.
—Por favor, denos algún otro detalle, señor Goldman. ¿Qué carbón y dónde?
—Es carbón de la planta de una compañía de servicios públicos, cerca de Denver —dijo Nim, de mala gana.
—Precisamente —Pritchett se quitó las gafas, limpió los cristales y se las volvió a poner—. Para su información, la fotografía se tomó ayer y la trajeron en avión esta mañana. No es un paisaje muy bonito, ¿verdad?
—No.
—¿Feo, diría usted?
—Supongo que se podría describir así, pero el punto es…
—El punto es —interrumpió Pritchett— que ya ha contestado mi pregunta. Ha dicho: «Supongo que se podría describir así», y eso significa que acepta que es feo. Es todo lo que he preguntado. Gracias.
—Pero también habría que decir… —protestó Nim.
—¡Basta ya, señor Goldman! —dijo Pritchett, blandiendo un dedo conminatorio—. Por favor, recuerde que soy yo el que pregunta. Continuemos ahora. Tengo otra fotografía para que usted y los comisionados la vean.
Mientras Nim echaba humo por dentro, Pritchett volvió a la mesa de los asesores y esta vez cogió una fotografía en color. Se la alargó a Nim. Como antes, el empleado repartió copias.
Aunque Nim no alcanzó a reconocer el lugar exacto, no tuvo duda sobre dónde habían tomado la foto. Tenía que ser Tunipah, en el lugar donde se proyectaba construir la planta, o muy cerca de allí. Era igualmente obvio que el fotógrafo era un profesional experto.
Había captado la deslumbrante belleza áspera de la naturaleza virgen de California bajo un cielo azul y limpio. Un desolado promontorio rocoso dominaba un bosque de majestuosos pinos. Cerca de la base de los árboles había un follaje denso y en primer plano un torrente moteado de espuma. En la orilla más cercana, una profusión de flores silvestres deleitaba la vista. Más lejos, en las sombras, un joven ciervo había levantado la cabeza, quizás alarmado por la presencia del fotógrafo.
—Una escena realmente hermosa, ¿no es cierto, señor Goldman? —sugirió Pritchett.
—Sí, así es.
—¿Tiene alguna idea de dónde se tomó esta fotografía?
—Supongo que fue en Tunipah —no tenía sentido andar con juegos, decidió Nim, o postergar el punto que Pritchett señalaría tarde o temprano.
—Su suposición es correcta, señor. Ahora le haré otra pregunta —el tono de Pritchett se hizo más duro; la voz más fuerte—: ¿No le preocupa que lo que usted y su compañía se proponen hacer en Tunipah es reemplazar esto por esta espantosa fealdad —blandió la fotografía de la pila de carbón en el aire—, esta belleza serena y gloriosa —ahora levantó la segunda fotografía—, uno de los pocos santuarios de la naturaleza que quedan incólumes en nuestro estado y en nuestro país?
La pregunta, hecha con dramática retórica, provocó un murmullo de aprobación por parte de los espectadores. Uno o dos aplaudieron.
—Sí, claro que me preocupa —contestó Nim rápidamente—. Pero lo veo como necesario, un compromiso, un trueque. Además, en proporción al área total alrededor de Tunipah…
—Es suficiente, señor Goldman. No se le pide un discurso. El acta dirá que su respuesta ha sido «sí».
Pritchett hizo una pausa breve, y luego volvió al ataque.
—¿Será posible que emprendiera ese viaje al Estado de Colorado el fin de semana pasado porque tiene la conciencia inquieta, porque tenía que ver con sus propios ojos la fealdad de grandes cantidades de carbón, cantidades como las que habrá en Tunipah, sobre lo que antes era un paisaje hermoso?
Oscar O’Brien estaba de pie y dijo:
—¡Me opongo!
—¿Con qué fundamento? —dijo Pritchett, volviéndose hacia él.
Sin hacerle caso, O’Brien se dirigió al presidente:
—La pregunta ha alterado el sentido de las palabras del testigo. Además, supone un estado de ánimo que el testigo no ha admitido tener.
—Objeción denegada —anunció imperturbable el comisionado. O’Brien se sentó furioso.
—No —dijo Nim, dirigiéndose a Pritchett—, tal como usted ha dicho, no era ése el objeto de mi viaje. Fui porque hay ciertos aspectos técnicos de una planta alimentada a carbón que deseaba repasar antes del debate —la contestación sonó poco convincente hasta a Nim.
—Estoy seguro que aquí hay quienes le creerán —señaló Pritchett. Su tono indicaba: «Yo, no.»
Pritchett siguió con otras preguntas, que en comparación resultaron descoloridas. El «Club Sequoia», gracias a su inteligente utilización de las fotografías, se había anotado buenos puntos, éxito del que Nim se consideraba culpable.
Por fin, el director-secretario del club volvió a su asiento. El presidente consultó una hoja que tenía delante:
—¿La organización «Luz y Fuerza Para el Pueblo» desea interrogar a este testigo?
—¡Claro que sí! —contestó Davey Birdsong.
El presidente hizo una seña con la cabeza. Birdsong se irguió pesadamente y no perdió el tiempo en preliminares. Preguntó:
—¿Cómo ha llegado hasta aquí?
Nim pareció intrigado.
—Si me pregunta a quién represento…
—Todos sabemos a quién representa: a una empresa rica y codiciosa que explota al pueblo —estalló Birdsong. El líder de la lfpp golpeó con su mano gruesa sobre una repisa al lado de la silla del testigo y levantó la voz—: Quiero decir, exactamente, lo que he dicho. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Bueno… he venido en taxi.
—¿En taxi? ¿Una persona importante como usted? ¿Quiere decir que no utilizó su helicóptero personal?
Nim sonrió levemente; ya veía en qué iba a consistir el interrogatorio. Contestó:
—No tengo un helicóptero personal. Y le aseguro que no he utilizado ninguno hoy.
—Pero a veces lo hace, ¿no?
—En algunas ocasiones especiales…
—¡Eso no importa! A veces lo usa, ¿sí o no? —interrumpió Birdsong.
—Sí.
—¿Un helicóptero que los usuarios de gas y electricidad pagan mensualmente con dinero duramente ganado?
—No, no se paga con los recibos de los usuarios. Por lo menos no directamente.
—Pero los usuarios pagan indirectamente, ¿no?
—Eso se puede decir de todos los elementos que forman parte del equipo de la empresa…
—No hablamos del equipo —dijo Birdsong, dejando caer la mano nuevamente—. Le pregunto sobre un helicóptero.
—Nuestra compañía tiene varios helicópteros que…
—¡Varios! ¿Quiere decir que puede elegir… como entre un «Lincoln» y un «Cadillac»?
—Se utilizan básicamente para el trabajo —se impacientó Nim.
—Lo que no impide que usted utilice uno si lo necesita para algo personal, o juzga que lo necesita, ¿no? —sin esperar respuesta Birdsong metió la mano en un bolsillo y sacó una hoja de periódico que desplegó—. ¿Recuerda esto?
Era el artículo de Nancy Molineaux en el California Examiner, publicado poco después de la visita de la gente de prensa al campamento de Devil’s Gate.
—Lo recuerdo —dijo Nim, resignado.
Birdsong leyó los datos y la fecha del periódico, que el mecanógrafo anotó, y luego se volvió nuevamente hacia Nim.
—Aquí dice: «El señor Goldman… es demasiado importante para viajar en autobús, aunque uno, alquilado por la “CGS”, hiciera el viaje… con bastantes asientos vacíos. En cambio, eligió un helicóptero…» —Birdsong levantó la vista iracundo—. ¿Todo esto es cierto?
—Se dieron circunstancias especiales.
—No me interesan. Le he preguntado: «¿Todo esto es cierto?»
Nim veía a Nancy Molineaux que observaba desde la mesa de prensa; una sonrisa leve le jugueteaba en la cara. Él dijo:
—Fue un informe prejuicioso, pero más o menos cierto.
Birdsong se dirigió al estrado:
—¿Querría el presidente indicar al testigo que responda simplemente «sí» o «no»? —dijo Birdsong, dirigiéndose al estrado.
—Ahorraría tiempo, señor Goldman, si lo hiciera —dijo el presidente.
—De acuerdo —contestó Nim con expresión severa.
—Ha habido que sacárselo —dijo Birdsong— con sacacorchos —de nuevo miraba al estrado y, como un camaleón, había pasado de la dureza a la amabilidad—. Pero al fin tenemos la admisión del testigo de que el contenido de este valiente informe periodístico es cierto. Señor presidente, querría que el artículo figurara como prueba de la vida lujosa que se permiten funcionarios como ese Goldman y ese… como se llame, el presidente, a expensas de los ingenuos usuarios. También de que le encajan al público cosas inútiles y caras como Tunipah, destinadas a mantener ese modo de vida y a proporcionar a la compañía ganancias que más parecen producto de la extorsión.
De pie, O’Brien protestó, cansado:
—Me opongo a la inclusión de este artículo periodístico que no tiene nada que ver con este debate; también a las últimas observaciones, que no se fundamentan en pruebas ni testimonios.
El comisionado consultó brevemente con el juez administrativo, y luego, anunció:
—Su objeción quedará registrada, señor O’Brien. El documento, el artículo periodístico, será aceptado como prueba.
—Gracias, señor —dijo Birdsong, y volvió a dedicar su atención a Nim.
—¿Posee usted acciones de la «Golden State?»
—Sí —dijo Nim. Se preguntaba qué vendría después. Tenía ciento veinte acciones, que había adquirido, unas pocas cada vez, a través de un plan de la empresa de ahorro sobre los sueldos. Su valor de mercado actual era de un poco más de dos mil dólares, muy inferior al costo original, ya que el valor de las acciones de la «CGS» había caído un mes atrás, cuando pagaron dividendos. Pero decidió no adelantar más información de la exigida. Resultó un error.
—Si este asunto de Tunipah se hace —continuó Birdsong—, ¿es posible que suba el valor de todas las acciones de la «Golden State?»
—No necesariamente. También podrían bajar —mientras hablaba, Nim se preguntó si debería agregar detalles, decir que con un plan de grandes inversiones a financiar con la venta de títulos, incluso nuevas acciones comunes por debajo del valor nominal, las actuales acciones de la «CGS» podrían diluirse y caer. A esa contestación debería agregar explicaciones muy complejas, que en el contexto del debate caerían como vaguedades. Además, Nim no sabía si al tesorero de la compañía le gustaría que se hiciera esa manifestación en público. Decidió no empeorar las cosas.
—No necesariamente —repitió Birdsong—. Pero el precio de mercado de las acciones podría subir. Tiene que admitirlo.
—En el mercado de valores puede ocurrir cualquier cosa —dijo Nim brevemente.
Birdsong miró a la sala y suspiró teatralmente:
—Supongo que ésta es la mejor contestación que puedo esperar de este testigo nada cooperativo, de modo que lo diré yo: las acciones posiblemente suban —se volvió hacia Nim—. Si eso ocurriera, ¿no es cierto que usted tendría un interés creado en Tunipah, que usted también sería un acaparador?
La idea era tan absurda que a Nim le dieron ganas de reír. Lo mejor que podía esperar, y eso a largo plazo, era que el reducido valor de sus acciones volviera al nivel de cuando las compró.
—Ya que no parece inclinado a contestar —dijo Birdsong repentinamente—, se lo preguntaré de otra manera: si el valor de las acciones de la «Golden State» sube con Tunipah, ¿sus acciones también valdrán más?
—Mire —dijo Nim—, yo solo…
Desde el estrado, el comisionado interrumpió irritado:
—Es una pregunta muy simple, señor Goldman. Conteste simplemente «sí» o «no».
A punto de estallar ante la injusticia, Nim vio que Oscar O’Brien le hacía una seña con la cabeza. Le recordaba sus instrucciones de ser paciente y aguantar las provocaciones. Contestó con un breve «sí».
—Ahora que también tenemos esa admisión, señor presidente —declaró Birdsong—, quiero que el acta muestre que este testigo tiene un interés creado en el resultado del debate, y que por tanto su testimonio debe ser apreciado en consecuencia.
—Bueno, usted ya se lo ha dictado al mecanógrafo —dijo el comisionado, evidentemente irritado todavía—, ¿Por qué no sigue?
—¡Sí, señor! —el líder de la lfpp se metió una mano entre la barba como si pensara, y luego se volvió hacia Nim—. Ahora tengo algunas preguntas sobre el efecto que causaría Tunipah en las facturas de los servicios que deberán pagar los pobres trabajadores, aquellos que…
Así siguió sin parar. Birdsong se dedicó, como lo había hecho cuando interrogaba a J. Eric Humphrey, a sugerir que las ganancias, y solo las ganancias, eran lo que perseguía el proyecto Tunipah; y también que los usuarios pagarían los recibos y recibirían poco o nada en cambio. Lo que fastidiaba a Nim, bajo la aparente calma que luchaba por mantener, era que ni una vez se tocaron los grandes problemas; las necesidades futuras de energía, calculadas sobre el crecimiento de la demanda y la economía de la industria, la preservación del nivel de vida. Desfilaron banalidades populistas; nada más. Pero atraerían la atención. La actividad en la mesa de prensa lo probaba.
Nim también debió admitir para sí que el ataque sobre dos frentes resultaba efectivo: el «Club Sequoia» poniendo el acento en los problemas ambientales, y la lfpp atacando por el lado de las tarifas y finanzas, si bien superficialmente. Se preguntó si habría habido contactos entre los dos grupos, aunque le pareció dudoso. Laura Bo Carmichael y Davey Birdsong pertenecían a planos intelectuales distintos. Nim seguía respetando a Laura Bo, a pesar de sus diferencias, pero a Birdsong lo despreciaba por ser un charlatán.
Durante una breve interrupción posterior al turno de preguntas de Birdsong, Oscar O’Brien previno a Nim:
—Usted todavía no ha terminado. Después de los otros testigos quiero que vuelva para un segundo turno, y cuando yo termine los otros podrán agarrarlo de nuevo.
Nim hizo una mueca; deseaba acabar con todo aquello.
Laura Bo Carmichael fue la testigo siguiente.
A pesar de su figura menuda y frágil, la presidente del «Club Sequoia» en el estrado de los testigos impresionaba como una grande dame. Llevaba un traje sastre severo de gabardina beige y, como de costumbre, el pelo gris era muy corto. No llevaba adornos ni joyas. Su aspecto era serio. Al responder a las preguntas que le hizo Roderick Pritchett, el tono fue tajante, la voz segura.
—En un testimonio anterior hemos oído afirmar, señora Carmichael —comenzó Pritchett—, que la necesidad general de más energía eléctrica justifica la construcción de una planta de carbón en la zona de Tunipah. ¿Opina usted lo mismo?
—No, no opino así.
—¿Querría explicar a los comisionados sus razones, y las del «Club Sequoia», para oponerse a la construcción?
—Tunipah es una de las pocas, de las muy pocas, zonas naturales que quedan en California. Abunda en tesoros naturales: árboles, plantas, flores, ríos, formaciones geológicas únicas, vida animal, pájaros, insectos; algunos constituyen especies extinguidas en otros lugares. Y, por encima de todo, la región es de una belleza magnífica. Destruirla con una planta industrial enorme, fea, de gran poder contaminante y destructor, sería un sacrilegio, un paso ecológico hacia atrás, hacia el siglo pasado, una blasfemia contra Dios y la naturaleza.
Laura Bo había hablado con calma, sin levantar la voz, lo que hizo más efectiva su afirmación. Pritchett hizo otra pausa antes de formular otra pregunta, para permitir que el impacto de esas palabras fuera profundo.
—El portavoz de la compañía «Golden State», el señor Goldman —dijo Pritchett—, le ha asegurado a la comisión que la alteración del estado natural sería mínima en Tunipah. ¿Querría comentar esa afirmación?
—Conozco al señor Goldman desde hace varios años —respondió Laura Bo—. Sus intenciones son buenas. Quizás hasta crea en lo que dice. Pero la verdad es que nadie puede construir una planta así en Tunipah, sin producir un daño ecológico tremendo e irreparable.
El secretario-tesorero del «Club Sequoia» sonrió.
—¿Estoy en lo cierto, señora Carmichael, si digo que en realidad usted no confía en la «CGS» en cuanto a la promesa de «daño mínimo»?
—Sí, lo está; aun si esa promesa pudiera cumplirse, lo que no es posible —Laura Bo volvió la cabeza, dirigiéndose directamente a los ocupantes del estrado, que la habían escuchado atentamente—. En el pasado, la compañía «Golden State» y la mayoría de las otras compañías industriales, se han mostrado indignas de confianza en lo que se refiere a protección del medio ambiente. Cuando se las dejó hacer, nos envenenaron el aire y el agua, destruyeron nuestros bosques, despilfarraron los recursos minerales y arruinaron el paisaje. Ahora, que vivimos en otra era, en la que se advierten esos errores, nos dicen: «Confíen en nosotros. El pasado no se repite.» Pues bien, yo y muchos otros no confiamos en ellos; ni en Tunipah ni en ninguna parte.
Escuchándola, Nim pensó que en lo que Laura Bo decía había una lógica que la hacía convincente. Él podía, y lo había hecho, discutirle su visión del futuro; Nim creía que la «CGS» y otras organizaciones similares habían aprendido mucho de sus viejos errores a ser buenos ciudadanos ecológicos, aunque fuese solo porque era lo que más le convenía. Sin embargo, ninguna persona de buen sentido podría discutir la valoración que hacía Laura Bo del pasado. Otra cosa que ella ya había logrado, se dijo Nim, desde que ocupó la silla de los testigos, era elevar el nivel del debate muy por encima de las trivialidades con que Davey Birdsong había divertido a la galería.
—Hace unos minutos —le dijo Pritchett a Laura Bo— ha afirmado que ciertas especies de vida natural en Tunipah se han extinguido en otros lugares. ¿Nos diría cuáles son?
La presidente del «Club Sequoia» asintió. Dijo con seguridad:
—Conozco dos: una flor silvestre, la gallarito «Furbish», y el microdipodopo, conocido también como ratón canguro.
«Aquí nos separamos —pensó Nim. Recordó su discusión con Laura Bo durante el almuerzo de dos meses atrás, cuando él le había objetado—: ¿Permitirías que un ratón, o muchos ratones, detuvieran un proyecto que beneficiará a millones de personas?»
Evidentemente, a Roderick Pritchett se le había ocurrido la misma posibilidad, porque su pregunta siguiente fue:
—¿Teme críticas sobre esos dos problemas: la gallarito «Furbish» y el microdipodopo? ¿Teme que la gente diga que los seres humanos y sus deseos son más importantes?
—Espero mucha crítica de ese tipo y hasta insultos —dijo Laura Bo—. Pero nada modificará la falta de visión y la locura que significa reducir o eliminar cualquier especie en peligro.
—¿Querría ampliar ese concepto?
—Sí. Hay un principio involucrado, un principio de vida y muerte que es violado repetida e irreflexivamente. Tal como se ha desarrollado la vida moderna: las ciudades, el desborde urbano, la industria, los caminos y todo lo demás, hemos alterado el equilibrio natural, destruido la vida vegetal, el clima y la fertilidad del suelo, hemos expulsado la vida salvaje de su hábitat o la hemos destruido masivamente, desorganizado ciclos de crecimientos normales, olvidando siempre que cada parte de la intrincada naturaleza depende de todas las otras para sobrevivir.
Desde el estrado, el comisionado dijo:
—Pero seguramente, señora Carmichael, hasta en la naturaleza hay flexibilidad.
—Algo de flexibilidad. Pero casi siempre se la ha forzado más allá de lo debido.
El comisionado asintió cortésmente.
—Siga, por favor.
Sin que se hubiera alterado su digna compostura, Laura Bo continuó:
—Lo que quiero señalar es que en el pasado las decisiones se tomaron según lo conveniente a corto plazo, casi nunca con una visión más amplia. Al mismo tiempo, la ciencia moderna (y hablo como científica que soy), operó en compartimentos estancos, ignorando la verdad de que el «progreso» en un área puede dañar la vida y la naturaleza en general. Los escapes de los automóviles, producto de la ciencia, constituyen un enorme ejemplo: es por conveniencia que se les permite subsistir pese a ser letales. Otro ejemplo es el uso excesivo de pesticidas, que al preservar ciertas formas de vida han hecho desaparecer otras. Lo mismo puede decirse del daño atmosférico que producen los aerosoles. La lista es larga. Todos hemos marchado, y seguimos haciéndolo, hacia el suicidio ecológico.
Mientras hablaba la presidente del «Club Sequoia», la sala de debates se mantuvo en un respetuoso silencio. Ahora nadie se movió, esperando sus próximas palabras.
—Todo es conveniente —repitió ella, levantando la voz por primera vez—. Si permiten que se ponga en marcha este monstruoso proyecto de Tunipah, la conveniencia condenará a la gallarito «Lurbish» y al microdipodopo, y a muchas otras especies más. Luego, si el proceso continúa, preveo el día en que algún proyecto industrial, exactamente como Tunipah, será declarado más importante que el último macizo de narcisos.
Las palabras finales provocaron un estallido de aplausos del público. Mientras duró el aplauso, Nim pensó enojado: «Laura Bo se está valiendo de su ascendiente como científica para hacer una propuesta no científica, emocional.»
Siguió hirviendo de rabia durante otra hora, mientras continuaron las preguntas y respuestas del mismo tipo.
Las preguntas que O’Brien hizo a Laura Bo no trajeron ninguna retractación; y, en ciertas áreas, fortalecieron sus anteriores declaraciones. Cuando el asesor de la «CGS» preguntó, con una amplia sonrisa, si ella creía realmente «que unas pocas ratoneras habitadas y una flor silvestre nada atractiva, casi una hierba, eran más importante que la necesidad de electricidad de varios millones de seres humanos», ella respondió agriamente:
—Ridiculizar es fácil y barato, señor O’Brien, a la par de ser la táctica más vieja que se conozca entre los abogados. Ya he explicado el motivo por el que el «Club Sequoia» cree que Tunipah debe seguir siendo una zona natural, y los puntos que le divierten a usted son solo dos entre muchos. En cuanto a la «necesidad de electricidad» de que usted habla, en la opinión de muchos, es mucho mayor la necesidad de preservación, de hacer un uso mejor de lo que tenemos.
O’Brien se sonrojó y contestó ásperamente:
—Ya que usted sabe tanto más que los expertos que han estudiado Tunipah y consideran que es la ubicación ideal para lo que se proyecta, ¿dónde construiría usted?
—Ese es problema suyo, no mío —dijo Laura Bo, tranquila.
Davey Birdsong no quiso interrogar a Laura Bo, declarando ampulosamente:
—«Luz y Fuerza Para el Pueblo» apoya el punto de vista del «Club Sequoia», tan bien expresado por la señorita Carmichael.
El día siguiente, mientras el último de otros varios testigos de la oposición terminaba, O’Brien le susurró a Nim, que estaba a su lado:
—Prepárese. Su turno otra vez.