13
Una y otra vez, en sueños o despierto, un recuerdo acosaba a Georgos Winslow Archambault.
El recuerdo de un día de verano en Minnesota, poco después de cumplir diez años. Durante las vacaciones escolares había vivido con una familia de granjeros —olvidaba exactamente por qué o cómo—, y un hijo menor de esa familia y Georgos habían ido a cazar ratas en un viejo almacén. Mataron a varias con crueldad, utilizando rastrillos de afiladas púas para ensartarlas, y luego arrinconaron a una rata grande. Georgos recordaba los ojos del animalito, dos cuentas brillantes, cuando se le iban acercando. Desesperada, la rata saltó e hincó los dientes en la mano del otro muchacho, que soltó un grito. Pero la rata sobrevivió solo unos segundos, porque Georgos la tiró al suelo con el rastrillo y le clavó los pinchos en el cuerpo.
Por alguna razón, Georgos siempre recordó el gesto de desafío de la rata ante su fin inevitable.
Ahora, en su escondite de North Castle, se comparó con la rata.
Hacía ya casi ocho semanas que Georgos vivía escondido. Mirando hacia atrás, todo ese tiempo le sorprendía. No había esperado sobrevivir tanto, especialmente después de la publicidad sobre él y los «Amigos de la Libertad» que había seguido a las bombas en el hotel «Christopher Columbus». La descripción de Georgos había circulado ampliamente, y los periódicos y la televisión habían mostrado fotografías suyas encontradas en la casa de la calle Crocker. Sabía, por las noticias, que en el distrito de North Castle y otras partes se había organizado una cacería en gran escala, de la que él era la presa. Desde que se había escondido, Georgos temía diariamente que lo descubrieran, que cercaran el escondite y lo invadieran.
No había ocurrido.
Al principio, con el pasar de las horas y los días, la sensación dominante en Georgos fue la de alivio. Luego, cuando los días se hicieron semanas, comenzó a pensar si no sería posible reorganizar a «Amigos de la Libertad». ¿Podría reclutar más adictos para reemplazar a los muertos, Wayde, Ute y Félix? ¿Podría conseguir dinero, establecer una conexión exterior, que se convirtiera en otro Birdsong? Y con ellos, ¿podría reiniciar la guerra contra el odiado enemigo?
Había acariciado la idea con añoranza e ilusión durante varios días. Después, enfrentando la dura realidad, la abandonó con pena.
No era posible, no había manera de resucitar a los «Amigos de la Libertad», y tampoco de que Georgos sobreviviera. Este regalo de siete semanas constituía un respiro breve, un aplazamiento de lo inevitable; eso era todo.
Georgos sabía que estaba al final del camino.
Lo perseguían todas las fuerzas de seguridad y seguirían persiguiéndole mientras viviera. Su nombre y su cara eran conocidos; había descripciones de sus manos manchadas por productos químicos; era solo una cuestión de tiempo que alguien, en alguna parte, le reconociera. Carecía de recursos y ayuda; no tenía adonde ir y, lo que era peor, ya casi no le quedaba nada del dinero que había llevado al escondite. En consecuencia, era inevitable que le capturaran, a menos que Georgos eligiera anticiparse y terminar con su vida, desafiándoles a su manera.
Esa era exactamente su intención.
Como la rata que recordaba desde su infancia, haría un último gesto de lucha y, de ser necesario, moriría como había vivido, dañando el sistema que odiaba: haría volar el núcleo esencial de una planta de la «CGS». Había una manera de hacerlo con el máximo de éxito; su plan iba tomando forma.
Se basaba en un atentado que había pensado cometer, ayudado por otros luchadores de la libertad, antes de que Davey Birdsong viniera con su idea de las bombas en la convención del «INE». Ahora Georgos había vuelto al plan original, aunque tendría que llevarlo a la práctica él solo.
Avanzó parte del camino hacia su objetivo cuando corrió un serio riesgo el mismo día que se escondió.
Lo primero que advirtió Georgos ese día, al repasar su situación, fue la necesidad de transporte. Necesitaba ruedas. Había abandonado la camioneta roja —«Servicio de Protección contra Incendios»— porque ya no podía usarla sin que la reconocieran, pero era esencial encontrar un sustituto.
Comprar un vehículo resultaba totalmente impensable. Era demasiado arriesgado y, por otra parte, no le alcanzaba el dinero, porque la mayor parte de las reservas en efectivo de «Amigos de la Libertad» había quedado en la casa de la calle Crocker. De modo que Georgos pensó que la única posibilidad era recuperar su camioneta «Volkswagen»: podía haber sido descubierta por los cerdos y estar bajo vigilancia o no.
Guardaba la camioneta en un garaje particular, no lejos de la calle Crocker. Sabiendo el riesgo que corría y apostando a llegar antes que la policía, Georgos fue hasta el garaje esa misma mañana, caminando lo más posible por las calles laterales.
Llegó sin incidentes, pagó al dueño lo que debía y se llevó la camioneta. Nadie le preguntó nada ni le detuvieron en su camino de regreso a North Castle. A media mañana, el «Volkswagen» estaba a salvo dentro del garaje cerrado, al lado del apartamento.
Envalentonado por el éxito, Georgos se aventuró a salir nuevamente al oscurecer para comprar provisiones y la última edición del California Examiner. Por el periódico se enteró de que una periodista llamada Nancy Molineaux había proporcionado una descripción de su «Volkswagen» y de que la policía lo buscaba. El periódico del día siguiente traía más información sobre el tema y revelaba que la policía había visitado el garaje a la media hora de dejarlo Georgos.
Al saber que circulaba una descripción de la camioneta, Georgos se abstuvo de usarla. Ahora la utilizaría solo una vez: para lo que podría ser su última misión.
Recuperar el «Volkswagen» había sido importante por otras razones.
Una era un compartimento secreto en el piso de la camioneta. Allí, convenientemente envueltas en espuma de goma para evitar vibraciones, había una docena de bombas cilíndricas de tiempo.
En la camioneta había también una balsa de goma inflable, bien plegada en un paquete, y un equipo de buceo, que Georgos había comprado en una casa de artículos deportivos, aproximadamente un mes antes de su ocultamiento. Todos esos artículos eran esenciales para el arriesgado golpe que ahora planeaba.
En los días siguientes a la recuperación de la camioneta, Georgos salió del apartamento en algunas ocasiones, pero solo cuando había oscurecido, y cuando compraba comida procuraba no volver al mismo comercio. También llevaba guantes para cubrir sus manos y, en un intento de cambiar algo su aspecto, se había afeitado el bigote.
La información periodística sobre los «Amigos de la Libertad» y el ataque al hotel le resultaban importantes no solo porque le gustaba verse mencionado, sino porque proporcionaban pistas sobre lo que estaban haciendo la policía y el FBI. La camioneta de «Servicio de Protección contra Incendios» encontrada en North Castle fue mencionada varias veces, pero también se conjeturaba que Georgos podía haber salido de la ciudad y estar ya en el este. Un periódico decía que había sido visto en Cincinnati. ¡Bien! Cualquier cosa que distrajera la atención de su escondite real era bienvenida y ayudaba.
Al leer el Examiner aquel primer día, le había sorprendido descubrir cuánto sabía sobre sus actividades aquella periodista, Nancy Molineaux. Pero, cuando siguió leyendo, Georgos comprendió que era Yvette la que de alguna manera se había enterado de sus planes y le había traicionado. Sin esa traición, la batalla del hotel «Christopher Columbus» (como ahora la llamaba) hubiera sido una espléndida victoria para los «Amigos de la Libertad», en vez de la humillante derrota en que se había convertido.
Georgos debió haber odiado a Yvette por eso. Por alguna razón, sin embargo, no pudo hacerlo, ni entonces ni más adelante. En cambio, con una debilidad que le avergonzó, la compadeció, lo mismo que la manera en que murió (según decía el periódico) en la Colina Solitaria.
Increíblemente echaba de menos a Yvette, más de lo que hubiera imaginado nunca.
Quizá, pensó Georgos, como le quedaba cada vez menos tiempo, se estaba poniendo sensible y tonto. Si era eso, le tranquilizaba que ninguno de sus camaradas revolucionarios llegara a saberlo.
Otra cosa que habían hecho los periódicos era calar hondo en la historia personal de Georgos. Un periodista emprendedor que localizó el certificado de nacimiento de Georgos en la ciudad de Nueva York, averiguó que era hijo ilegítimo de una exdiva del cine griego y de un playboy americano de nombre Winslow, nieto de un pionero de la industria automovilística.
Todo se iba reuniendo pieza a pieza.
La diva del cine no había querido confesar que tenía un hijo, temerosa de que se destruyera su imagen juvenil. Al playboy no le había importado nada, salvo evitar ataduras y responsabilidades.
De ese modo Georgos fue mantenido oculto; durante su niñez, estuvo a cargo de una serie de padres adoptivos, a ninguno de los cuales quiso. El nombre de Archambault era de una rama de la familia de su madre.
Cuando llegó a los nueve años, Georgos había visto una sola vez a su padre, y a su madre tres. Después no volvió a verles. De pequeño estaba tenazmente decidido a conocer a sus padres, pero ellos estaban igualmente decididos —por razones diferentes, egoístas— a no conocerle.
La madre de Georgos parecía haber tenido más conciencia que el padre. Por lo menos le enviaba fuertes sumas de dinero a través de unos abogados de Atenas, dinero que le permitió estudiar en Yale y obtener el doctorado, y más adelante, financiar a los «Amigos de la Libertad».
La exactriz de cine, ahora lejos de tener el aspecto de una diosa, se declaró asombrada cuando los periodistas le informaron sobre el destino que había tenido su dinero. Pero, paradójicamente, pareció disfrutar con la publicidad que le proporcionaba Georgos, quizá porque vivía en la oscuridad en un apartamento sucio, fuera de Atenas, y bebía abundantemente. También había estado enferma, aunque no quería hablar de eso.
Cuando le describieron las actividades de Georgos en detalle, respondió:
—Eso no es un hijo, es un animal maligno.
Sin embargo, cuando un periodista le preguntó si no creía que por descuidar a Georgos se había hecho responsable de lo que él era ahora, la exactriz le escupió en la cara.
En Manhattan, el envejecido hombre de mundo que era el padre de Georgos, eludió a la prensa durante varios días. Luego, cuando un periodista le encontró en un bar de la calle Cincuenta y Nueve, al principio negó toda relación con la estrella de cine griega, incluso la de ser padre de su hijo. Finalmente, cuando le mostraron las pruebas documentales de su paternidad, se encogió de hombros y declaró:
—El consejo que le doy a la policía es que cuando le vean, disparen… a matar.
Cuando Georgos leyó los comentarios hechos por sus padres, no le sorprendieron, pero acrecentaron su odio contra casi todo.
Y ahora, en la última semana final de abril, Georgos decidió que había llegado el momento de actuar. Pensó que no podía permanecer mucho más tiempo escondido sin que lo descubrieran; solo dos noches atrás, mientras compraba comida en un pequeño supermercado, vio que otro cliente le miraba con más que simple curiosidad. Georgos se había marchado inmediatamente. Además, el impacto inicial de toda la publicidad, y los efectos de la circulación de su fotografía, ya debían haberse moderado un poco.
El plan de Georgos consistía en volar las enormes bombas de refrigeración por agua de La Mission, la misma planta donde, casi un año atrás, disfrazado de funcionario del «Ejército de Salvación», había colocado la bomba que dañó el generador que los periódicos llamaban «Gran Lil». Había aprendido sobre esas bombas cuando estudió libros de texto sobre la producción de energía para determinar dónde sería más vulnerable la «CGS». También visitó la Escuela de Ingeniería de la Universidad de California, en Berkeley, donde había diseños técnicos de La Mission para conocimiento de los interesados.
Georgos, realista una vez más, sabía que ahora no existía la menor posibilidad de entrar en el edificio principal de La Mission como había logrado hacerlo antes. La planta estaba demasiado vigilada.
Pero con ciertos recursos y algo de suerte llegaría al compartimento de las bombas de refrigeración. Las once grandes y poderosas bombas eran esenciales para el funcionamiento de cinco unidades generadoras, incluyendo a «Gran Lil». Al destruirlas, dejaría fuera de servicio toda la planta generadora durante meses.
Era como cortar un cabo salvavidas.
El mejor acceso era por el río Coyote. La Mission había sido construida directamente junto a la orilla para que la planta pudiera extraer agua para refrigerarse, y luego devolverla al río; así que para llegar hasta él necesitaba el chinchorro de goma.
Luego, utilizaría el equipo de buceo, deporte en el que era experto, porque durante su educación revolucionaria en Cuba se había entrenado en demoliciones bajo el agua.
Georgos había estudiado los mapas y sabía que podía llegar hasta medio kilómetro de La Mission y botar el chinchorro en un lugar solitario. Desde allí, la corriente le ayudaría a bajar por el río. Volver a la camioneta y escapar sería lo más problemático, pero ese punto lo pasó por alto deliberadamente.
Entraría en la sala de bombas por el agua, a través de una parrilla metálica y dos tabiques de tela metálica en los que abriría agujeros; tenía las herramientas para hacerlo. Las bombas cilíndricas «Tovex» las llevaría atadas a la cintura. Una vez dentro, las colocaría en estuches magnéticos sobre las bombas de agua; sencillo y rápido. ¡Era un plan hermoso!, tal como le había parecido desde el principio.
El único problema pendiente era cuándo. Era viernes. Sopesándolo todo, Georgos se decidió por el próximo martes. Saldría de North Castle en cuanto oscureciera, conduciría el «Volkswagen» los sesenta kilómetros hasta La Mission y al llegar botaría el chinchorro inmediatamente.
Una vez tomada la decisión, quedó inquieto. El apartamento, pequeño, tétrico, escasamente amueblado, le hacía sentir claustrofobia, especialmente durante el día, aunque Georgos sabía que sería idiota arriesgarse a salir. En realidad, tenía la intención de quedarse en el apartamento hasta la noche del domingo, cuando sería esencial comprar comida.
Echaba de menos el ejercicio mental de escribir su diario. Pocos días atrás pensó en la posibilidad de empezar uno nuevo ahora que había perdido el original, capturado por el enemigo. Pero por alguna razón no pudo reunir ni la energía ni el entusiasmo necesarios para empezar a escribir.
Una vez más, como ya había hecho tantas veces, recorrió las tres pequeñas habitaciones del apartamento; un cuarto de estar, un dormitorio y una cocina comedor.
Sobre el mármol de la cocina le llamó la atención un sobre. Contenía una así llamada «encuesta a los usuarios», que había llegado al apartamento por correo una semana atrás, precisamente de Pis y Saliva «Golden State». Iba dirigida a un tal Owen Grainger, lo que no le sorprendió porque fue el nombre que dio al alquilar el apartamento, pagando tres meses por adelantado para evitar preguntas sobre solvencia.
(Georgos siempre pagaba el alquiler y otros recibos puntualmente, enviando el dinero en efectivo por correo. El pago rápido de los recibos era algo de cajón en la técnica terrorista cuando se deseaba pasar desapercibido. Los recibos pendientes atraen la atención y las preguntas inoportunas.)
Uno de los puntos de aquella mierda de encuesta le había enfurecido tanto cuando la leyó, que tiró una taza que tenía en la mano contra la pared más próxima y la hizo añicos. Decía:
«Luz y Fuerza Golden State» se disculpa, ante sus usuarios, por los inconvenientes derivados de los cobardes ataques a las instalaciones de la compañía por pseudoterroristas de pacotilla que actúan irresponsablemente. Si a usted se le ocurre la manera de poner fin a esos ataques, por favor, díganos lo que piensa.
Allí mismo, Georgos se había sentado a escribir una respuesta fuerte y mordaz, comenzaba:
Los terroristas que usted insolentemente describe como de pacotilla, cobardes e ignorantes, no son nada de eso. Son héroes importantes, sabios y dedicados. Ustedes son los ignorantes y a la vez explotadores del pueblo. ¡La justicia les alcanzará! Sepan que habrá sangre y muerte, no meros «inconvenientes» cuando la gloriosa revolución…
Pronto le había faltado espacio y necesitó otra hoja de papel para completar una respuesta verdaderamente espléndida.
¡Qué lástima que no la había enviado! Había estado a punto de hacerlo durante una de sus excursiones nocturnas, cuando sintió la voz de la prudencia: «¡No lo hagas!» Podría ser una trampa. Así que había dejado el cuestionario contestado donde estaba, sobre el mármol de la cocina.
El sobre todavía estaba abierto, y Georgos sacó la carta. Una vez más vio que lo que había escrito era magistral. ¿Por qué no mandarlo? Después de todo, era anónimo; ya había arrancado y tirado la parte del cuestionario que llevaba el nombre de Owen Grainger y la dirección del apartamento. Incluso eso (Georgos lo vio en seguida) lo había impreso la computadora, con ese sello impersonal de toda correspondencia preparada de ese modo.
Alguien debía leer lo que había escrito. Quienquiera que fuese, recibiría una sorpresa, y eso era bueno. Al mismo tiempo, no dejaría de admirar, aunque de mala gana, la inteligencia del autor.
Georgos tomó otra decisión y cerró el sobre. Lo echaría en un buzón cuando saliera el domingo por la noche.
Volvió a sus paseos y, sin quererlo, volvió a pensar en aquel día tan lejano y en la rata acorralada.