17

—Hay una llamada telefónica para usted, señora Van Buren —le avisó una camarera—, y me han dicho que es importante.

—Todos creen que su llamada es importante —rezongó la directora de Relaciones Públicas—, y la mayoría de las veces se equivocan de medio a medio.

Pero se levantó de la mesa, en el comedor de funcionarios de la «CGS», donde almorzaba con J. Eric Humphrey y Nim Goldman, y salió para hablar por teléfono.

Un minuto o dos después estaba de regreso con los ojos brillantes de entusiasmo.

—Ha llegado una respuesta a la encuesta de usuarios y coincide con la caligrafía de Archambault. Una estúpida de mi departamento la retuvo toda la mañana. Le dije que la veríamos allí.

—Que venga Sharlett —dijo Eric Humphrey, levantándose de la mesa—. Que deje el almuerzo —la vicepresidente ejecutiva de finanzas estaba en una mesa cerca de ellos.

Mientras Van Buren cumplía la indicación, Nim llamó por teléfono a Harry London. El jefe de Propiedad Patrimonial estaba en su oficina, y cuando se enteró de lo que ocurría, dijo que él también iba al centro de cálculo.

Nim sabía que Oscar O’Brien, el otro miembro del «grupo de pensamiento», no estaba en la ciudad.

Se unió a los demás —el presidente, Sharlett Underhill y Van Buren— en el ascensor frente al comedor.

Pasaron por las formalidades de seguridad de rutina para entrar al Centro de Cálculo. Luego, los cuatro y Harry London se reunieron alrededor de una mesa mientras Teresa van Buren abría el sobre y una muestra de la caligrafía fotografiada que una contrita Elsie Young le acababa de entregar.

Eric Humphrey expresó lo que era obvio para todos.

—No cabe duda de que se trata de la misma caligrafía. Absolutamente ninguna duda.

Aunque la hubiera, pensó Nim, lo escrito delataba al autor.

«Los terroristas que ustedes insolentemente describe como de pacotilla, cobardes e ignorantes, no son nada de eso. Son héroes importantes, sabios y dedicados. Ustedes son los ignorantes y a la vez explotadores del pueblo. ¡La justicia les alcanzará! Sepan que habrá sangre y muerte…»

—¿Por qué demonios —le dijo Harry London a nadie en particular— tardó tanto?

Sharlett Underhill tendió una mano.

—Deme eso.

Van Buren le alcanzó el cuestionario y la jefe de finanzas lo llevó a la lámpara portátil de «luz negra». La señora Underhill encendió la luz y colocó el cuestionario bajo la lámpara. En la parte superior de la hoja apareció el número «9386».

Con los otros, se dirigió al tablero terminal de una computadora, con una pantalla de rayos catódicos encima, y se sentó.

Primero la señora Underhill dio su código personal: 44SHAUND. (Eran su edad y las primeras sílabas de sus nombres.)

La pantalla indicó instantáneamente: LISTO. PREGUNTE.

Escribió el nombre del proyecto, ENCUESTA NORTH CASTLE, seguido del código secreto (que solo ella y otra persona conocían), que liberaría toda la información esperada. En la pantalla aparecieron las palabras ENCUESTA NORTH CASTLE; no así el código secreto; precaución de la computadora para evitar que los demás que observaban lo memorizaran.

Inmediatamente la computadora indicó:

NUMERO DE CUESTIONARIO.

Sharlett Underhill escribió:

9386.

La pantalla respondió:

OWEN GRAINGER

Calle Wexham, n.° 12, apartamento E

Siguió el nombre de la ciudad y el número de código postal.

—Lo tengo —dijo Harry London. Ya corría a un teléfono.

Al cabo de un poco más de una hora, Harry London se unió a Eric Humphrey y Nim, que estaban en el despacho del primero.

—Archambault se ha fugado —dijo London—. Si esta mujer hubiera abierto el sobre cuando llegó esta mañana…

Humphrey dijo secamente:

—Las recriminaciones no solucionan nada. ¿Qué ha encontrado la policía en esa dirección?

—Una pista fresca, señor. Según un vecino, un hombre al que ya había visto algunas veces se fue en un «Volkswagen» media hora antes de que llegara la policía. La policía ha radiado un comunicado de alerta sobre la camioneta, y vigilan el edificio por si vuelve. Pero —London se encogió de hombros—, no es la primera vez que ese Archambault se les escapa de las manos.

—Debe estar desesperado —dijo Nim.

Eric Humphrey asintió.

—Estaba pensando lo mismo —reflexionó unos instantes y luego le dijo a Nim—: Quiero que inmediatamente se dé una orden de alarma a todos nuestros gerentes de planta y personal de seguridad. Denles un informe sobre lo sucedido y repitan la descripción de Archambault; consigan también la descripción del vehículo. Den instrucciones a nuestra gente de aumentar la vigilancia e informar sobre cualquier cosa sospechosa o inusual. Ya hemos sido blanco de ese hombre. Quizá decida atacar de nuevo.

—Me ocuparé de eso en seguida —dijo Nim mientras pensaba: «¿No hay límites a lo que puede ocurrir en un día?»

Georgos silbó una tonadilla, sintiendo que era su día de suerte.

Hacía una hora y cuarto que conducía y estaba casi en el lugar, cerca de La Mission, donde había planeado echar el chinchorro al agua. Su «Volkswagen», al parecer, no había llamado la atención, en parte quizá porque había conducido con cuidado, respetando las normas del tráfico y de velocidad. También había evitado las carreteras donde habría podido encontrar un coche patrulla de tráfico.

Iba por un camino de grava, con su primer objetivo a menos de un kilómetro y medio de distancia.

Pocos minutos después alcanzó a ver el río Coyote a través de la espesa maleza y los árboles que lo bordeaban en esa zona. En el lugar que había elegido, el río era ancho; pronto lo vio mucho mejor. Se detuvo donde terminaba el camino de grava a unos veinte metros de la orilla.

Para alivio de Georgos, no había vehículos ni gente a la vista.

Comenzó a descargar el chinchorro y los pertrechos, y los llevó hasta el río en una media docena de viajes, cada vez más entusiasmado y contento.

En el primer viaje sacó el chinchorro de su envoltorio y lo infló con el inflador que venía en el paquete. No tuvo problemas. Luego lo empujó al agua, lo amarró a un árbol y cargó los pertrechos. Había una botella de aire comprimido con regulador y provisión de aire para una hora, una máscara, aletas, un tubo para nadar cerca de la superficie, una linterna sumergible, un cinturón de red, un globo inflado con un cartucho de anhídrido carbónico para proporcionarle flotabilidad pese a la carga que transportaba, una cortadora de metales hidráulica y una cortadora de alambre.

Por último, Georgos cargó las bombas cilíndricas «Tovex». Había traído ocho, cada una de cinco libras de peso, y las transportaría atadas al cinturón de red. Comprendió que ocho bombas era todo lo que podía llevar; si intentaba llevar más se exponía a un fracaso. Alcanzaría para destruir ocho de las once bombas de agua; con eso, la mayoría, si no todos, los generadores de La Mission quedarían fuera de servicio.

Georgos había lamentado en cierto modo leer en los periódicos del domingo que el quinto generador de La Mission, el que llamaban «Gran Lil», se había dañado y que la reparación llevaría varios meses. Bueno, quizá después de lo de hoy serían varios meses más.

Cuando todo estuvo cargado en el bote, Georgos, que ya se había quitado la ropa para ponerse el equipo de buceo, desató el cabo de amarre y subió a bordo. En seguida el bote se alejó de la orilla y comenzó a moverse suavemente río abajo. Traía un pequeño remo, que utilizó.

El día era cálido y soleado; en otras circunstancias, una excursión por el río hubiera sido un placer. Pero ahora no tenía tiempo para disfrutar.

Manteniéndose bastante cerca de la orilla, vigilaba la posible presencia de otra gente. Hasta ahora no había visto a nadie. Había otros botes distantes, bastante lejos río abajo, demasiado lejos para que alguien le viera.

En menos de diez minutos divisó al frente la planta La Mission, con sus altas chimeneas y el gran edificio funcional que alojaba las calderas y los generadores de turbina. En otros cinco minutos decidió que estaba suficientemente cerca y se dirigió a la costa. Encontró una pequeña caleta de poca profundidad. Al llegar, saltó del bote y, arrastrándolo, ató de nuevo el cabo a un árbol.

Se colocó la botella, la máscara, el tubo, el cinturón y las aletas, y se aseguró el resto de la carga. Cuando todo estuvo en su lugar, echó una última mirada a su alrededor, y vadeó hasta el medio del río. A los pocos minutos se sumergió en el agua profunda y comenzó a nadar, tres metros por debajo de la superficie. Ya había ubicado su objetivo: el compartimento de bombas de la planta, una alargada estructura de cemento que se internaba en el río.

Georgos sabía que el compartimento de las bombas tenía dos niveles. Uno, sobre el agua y accesible desde otras partes de la planta, donde estaban los motores eléctricos que hacían funcionar las bombas. El otro, en su mayor parte bajo el agua, alojaba las bombas. Intentaría entrar en este segundo nivel.

Mientras avanzaba, salió a la superficie dos veces rápidamente para comprobar su posición, sumergiéndose luego para ocultarse. Pronto se vio detenido en su avance por una pared de hormigón; había llegado a la sala de bombas. Tanteando el camino, buscó la reja metálica a través de la que debería abrirse paso. Casi en seguida se sintió guiado por la succión del agua.

La reja servía para evitar que el agua arrastrara objetos grandes que dañarían las bombas. Detrás de las rejas había un tamiz de tela metálica con la forma de un gran cilindro horizontal. El cilindro retenía los residuos menores, y de vez en cuando lo hacían girar para limpiarlo.

Georgos comenzó a trabajar en la reja con la cortadora hidráulica de metales, una herramienta sólida de unos cuarenta y cinco centímetros de longitud y muy apreciada por los buscadores de tesoros submarinos. Pronto completó un gran círculo y pudo arrancar las barras de metal. La parte cortada cayó en el lecho del río. No tenía dificultades para ver. La luz del día llegaba abundante desde arriba.

Llegó así al cilindro de tela metálica. Georgos sabía que tendría que cortarlo desde fuera, entrar en él y volver a cortar en el otro lado para llegar al compartimento de las bombas. La distancia entre los dos orificios —el diámetro del cilindro— sería de unos tres metros y medio.

Empezó a cortar con la cortadora de alambre —más pequeña que la hidráulica—, que llevaba colgada de la muñeca. En pocos minutos había abierto otro agujero. Georgos quitó el círculo de malla cortado y se introdujo cuidadosamente por el agujero, asegurándose de que nada en su equipo se enganchaba. Nadó hacia adelante y comenzó a cortar la malla del otro lado. Pronto, también ésta cedió y pudo entrar.

Ahora estaba en el compartimento de bombas. A la luz que se filtraba por las aberturas en el suelo de la sala de bombas, distinguió la mole de la primera, que tenía directamente al frente.

Georgos no temía la succión de las bombas. Por sus estudios en libros de texto, sabía que solo le afectaría si descendía profundamente, cosa que no se proponía hacer.

Iluminándose con la linterna, buscó un lugar para colocar el primer explosivo.

En cuanto lo encontró —una superficie plana en la carcasa—, sintió un movimiento atrás y se volvió. Había bastante luz, y pudo ver que el cilindro de malla que había encontrado inmóvil, ahora giraba y giraba rítmicamente.

El superintendente de la planta La Mission era Bob Ostrander, un joven y brillante ingeniero. Era ayudante de Danieli cuando éste, Walter Talbot y dos más murieron el pasado julio al estallar la bomba colocada por «Amigos de la Libertad» que dañó a «Gran Lil».

Bob Ostrander, ambicioso y tenaz, había deseado la promoción, aunque no como ocurrió. Danieli había sido un buen amigo y trabajaban bien juntos. Sus esposas también eran amigas, y sus hijos estaban juntos constantemente. Desde la muerte de Danieli, Ostrander sentía una profunda furia contra los terroristas en general, y especialmente contra los mal llamados «Amigos de la Libertad».

En consecuencia, cuando la tarde del martes, temprano, llegó un teletipo advirtiendo que Georgos Archambault, el líder de «Amigos de la Libertad» y principal sospechoso del atentado del año pasado contra «Gran Lil», podría atentar nuevamente contra la empresa, Bob Ostrander puso a todo el personal, incluido él mismo, en estado de alerta.

Siguiendo sus instrucciones, se recorrió toda la planta para detectar posibles intrusos. Cuando no encontraron ninguno, se dirigió la atención al área perimetral de la planta. Organizó un par de patrullas de dos hombres con la orden de recorrer continuamente la cerca e informar por walkie-talkie sobre cualquier movimiento inusual, o indicio de que se hubiera forzado la entrada. A los guardias de la entrada principal se les advirtió que nadie que no fuera empleado de la compañía podía ser admitido sin el permiso del superintendente.

Bob Ostrander también telefoneó al sheriff, y supo así que también él había recibido información acerca de Georgos Archambault, y de una camioneta «Volkswagen» en la que éste posiblemente se trasladaba.

A instancias de Ostrander, el sheriff destinó dos coches patrulla a recorrer los caminos en la zona de la planta de La Mission para detectar cualquier indicio de la presencia de un «Volkswagen» como el descrito.

Menos de treinta minutos después de la llamada de Bob Ostrander, a las dos y treinta y cinco minutos, el sheriff informó que una camioneta «Volkswagen», identificada positivamente como la de Archambault, había quedado abandonada a orillas del río Coyote, a medio kilómetro de la planta, río arriba. No lejos de ella había un inflador y un envoltorio que aparentemente había contenido un bote de goma inflable. Los oficiales del sheriff buscaban activamente a Archambault. Uno de ellos recorrería muy pronto el río con un bote a motor.

Ostrander inmediatamente sacó a varios miembros del personal de sus tareas y los mandó a patrullar el sector del río correspondiente a la planta con instrucciones de dar la alarma en cuanto vieran un bote.

El superintendente se quedó en su escritorio, que se había convertido en un centro de comunicaciones.

Unos diez minutos más tarde volvió a llamar el sheriff. Le acababan de informar por radio que se había encontrado un chinchorro de goma, sin nadie dentro, en un caleta que ambos conocían, cerca de la planta.

—Parece como si el tipo hubiera desembarcado e intentara entrar por la cerca —dijo el sheriff—. Todos los hombres que tengo están allí buscando, y ahora voy yo mismo. ¡No se preocupen! Lo tenemos cercado.

Cuando cortó, Bob Ostrander tenía menos confianza que el sheriff. Recordaba que, en otras ocasiones, el líder de «Amigos de la Libertad» había demostrado ser engañoso y hábil. No le parecía sensato que atravesara la cerca, especialmente a la luz del día. Repentinamente, al darse cuenta, Ostrander dijo en voz alta:

—¡Equipo de buceo! Por eso necesitó el bote. El hijo de perra viene por debajo del agua. ¡El compartimento de bombas!

Salió corriendo de la oficina.

Un capataz de guardia estaba vigilando la orilla del río que correspondía a la planta. Ostrander llegó apresuradamente y preguntó:

—¿Ha visto algo?

—Absolutamente nada.

—Venga conmigo —se dirigieron al compartimento de bombas. En el camino, Ostrander le explicó su sospecha de un atentado por debajo del agua.

En el extremo anterior del compartimento de bombas, donde entraba en el río, había un camino descubierto. El superintendente tomó la delantera. A mitad del camino había una escotilla metálica de observación directamente sobre el cilindro de tela. No parecía haber nada fuera de lo ordinario.

Ostrander le dijo al capataz:

—Entre y haga girar el cilindro despacio —había un mecanismo eléctrico para hacerlo que se accionaba tanto desde el compartimento de bombas como desde el centro de control.

Momentos después, el cilindro comenzó a rotar. Casi en seguida, Ostrander vio el gran agujero. Se quedó observando mientras el cilindro giraba. Cuando vio el segundo agujero, sus temores quedaron confirmados. Corrió al compartimento de bombas gritando:

—¡Está dentro! ¡No pare el cilindro!

Por lo menos, pensó, le cortaría la salida a Archambault.

Su mente de ingeniero le mantuvo sereno. No se movió; aunque consciente de la necesidad de una decisión rápida, se tomó el tiempo necesario para pensar deliberada y cuidadosamente, sopesando todas las posibilidades.

En algún lugar debajo de donde estaba de pie, Archambault nadaba, sin duda con una o más bombas. ¿Contra qué dirigiría su atentado? Había dos planes posibles. Uno, las bombas; otro, los condensadores, más al interior de la planta.

La voladura de las bombas produciría un gran daño; dejaría fuera de servicio a todos los generadores de La Mission durante meses. Pero una bomba en los condensadores sería mucho, mucho peor. Reconstruirlos podía llevar un año.

Bob Ostrander sabía de explosivos. Los había estudiado en la escuela de ingeniería y después de graduarse. Una bomba de cinco libras de dinamita, con el tamaño de un pan, podía pasar a través de las bombas y entrar en los condensadores. Quizás Archambault ya había puesto una o estaba a punto de hacerlo. Todo lo que tenía que hacer era ajustar el mecanismo de tiempo y dejarla caer: se abriría paso a través de las bombas hasta los condensadores.

Había que proteger a los condensadores. Para hacerlo tenía que parar toda la planta. Ya.

En el compartimento de bombas había un teléfono de pared. Bob Ostrander fue hacia él y marcó el 11, el centro de control.

El tono de llamada y un ruidito.

—Operador jefe.

—Soy Ostrander. Quiero que paren todas las unidades y que el agua deje de circular.

La reacción fue instantánea; el operador protestó:

—Saltarán los discos protectores, deberíamos advertir al Control de Energía.

—¡Maldita sea! ¡No discuta! —Ostrander agarró el teléfono con fuerza y gritó, sabiendo que en cualquier momento una explosión podía deshacer el compartimento de bombas o los condensadores—. Sé lo que hago. ¡Párelo todo! ¡Párelo ya!

Georgos ignoraba lo que ocurría arriba. Solo sabía que mientras el cilindro de malla de alambre siguiera girando, no podría escapar. No era que realmente hubiera creído que iba a escapar; desde un principio supo que las posibilidades de sobrevivir a su misión eran escasas. Pero no quería morir allí dentro. De aquella manera atrapado, no.

Pensó, con pánico creciente: quizás el cilindro de tela metálica se detenga. Entonces cortaría otros dos agujeros. Se volvió rápidamente para inspeccionarlo.

En ese momento al dar la vuelta, la cortadora de alambre que le colgaba de la muñeca se soltó. El nudo se había deshecho.

La cortadora era amarilla, para encontrarla fácilmente. Vio cómo caía…

Instintivamente Georgos giró, dio una fuerte patada y se zambulló, detrás de la mancha amarilla. Llevaba el brazo extendido. Estaba a punto de alcanzarla.

Entonces sintió un golpe de agua y comprendió que había ido demasiado abajo y que la bomba lo absorbería. Trató de volver. ¡Demasiado tarde! El agua le atrapó y le retuvo.

Dejó escapar la boquilla y el tubo de aire y trató de girar. Los pulmones se le llenaron de agua. Luego las palas impelentes de la bomba, de dos metros de ancho, le atraparon y le hicieron pedazos.

También la botella de oxígeno quedó hecha pedazos, y los explosivos, sin detonantes e inocuos, entraron por las bombas.

Segundos después, todas las bombas disminuyeron la marcha y se detuvieron.

En el Centro de Control, el operador jefe, después de tocar cuatro botones rojos sucesivamente en cuatro consolas distintas, se felicitaba de no ser el responsable. Había que esperar que el joven Ostrander tuviera una buena razón para dejar fuera de servicio sin previo aviso a La Mission 1,2,3 y 4, que producían tres millones doscientos mil kilovatios. Sin hablar de que todos los protectores de las turbinas habían saltado; se necesitarían ocho horas para repararlos.

Mientras registraba la hora —las tres y dos minutos—, comenzó a sonar la línea telefónica directa desde la sala de Control General. Cuando el operador jefe respondió, una voz enojada preguntó:

—¿Qué demonios pasa? Han provocado un apagón.

Bob Ostrander no dudaba de que su decisión de parar todos los generadores había sido acertada. No preveía que tendría algún problema para justificarla.

Salvar los protectores de las turbinas —un mecanismo de seguridad de todos modos—, era poco en comparación con haber salvado los condensadores.

Inmediatamente después de dar la orden de pararlo todo, Ostrander y el capataz salieron del compartimento de bombas para inspeccionar los condensadores. Casi en seguida vieron una serie de objetos de metal: las bombas cilíndricas. Como no sabían si eran peligrosas o inocuas, entre los dos las recogieron y corriendo las echaron al río.

Luego, nuevamente con los condensadores y después de un nuevo examen, Ostrander tuvo tiempo de pensar que hasta ese momento no había ocurrido nada en el compartimento de bombas. Era presumible que Archambault siguiera aún allí en situación de provocar algún daño, aunque era posible que el cilindro giratorio le hubiera empujado en otra dirección. Ostrander decidió volver al compartimento de bombas; una vez allí, pensarían qué correspondía hacer.

Cuando estaba a punto de salir, vio algunos restos que parecían haber llegado por las bombas y se habían acumulado en el condensador. Miró uno de los pedazos e iba a cogerlo cuando se detuvo. Bob Ostrander tragó saliva y sintió náuseas. Era una mano humana, extrañamente manchada.