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Su gran oportunidad le llegó a Harry London rápida e inesperadamente.

El jefe de Protección Patrimonial estaba en el pequeño cubículo de vidrio que era su oficina (el departamento aún no le había asignado una ubicación definitiva, y seguía trabajando en ese lugar improvisado) cuando oyó sonar el teléfono de su secretaria. Instantes después escuchó el timbre del intercomunicador.

Levantó el auricular perezosamente, porque así era como se sentía. Durante los dos últimos meses no había ocurrido nada de importancia en el asunto de los robos de energía. Todo era rutina.

A fines del verano un análisis de computadora había revelado el asombroso número de treinta mil casos posibles de robo de energía, y desde entonces, London, su delegado Art Romeo y el personal a su cargo, aumentado ahora a cinco investigadores, habían verificado los casos sospechosos uno por uno. Como Harry London ya sabía por su experiencia como detective en Los Ángeles, la tarea fue como casi todo el trabajo policial: laboriosa, repetida, agotadora, y de resultados muy inciertos.

Hasta ese momento un diez por ciento de las investigaciones habían proporcionado suficiente evidencia para que la «CGS» demandara a los usuarios por estafa y exigiera el pago de la deuda estimada. Otro diez por ciento reveló que las alteraciones en el nivel de consumo se debían a razones honestas, como un genuino ahorro por parte del usuario. El resto de los casos no permitía llegar a ninguna conclusión. De los casos que podían ser probados, solo un puñado eran lo bastante graves como para merecer un juicio.

A todos los involucrados en esta tarea les parecía lenta e interminable. Por eso Harry London, con la silla apoyada sobre dos patas y los pies sobre el escritorio, estaba tan fastidiado esa tarde de mediados de diciembre.

—¿Sí? —dijo cogiendo el teléfono.

Un susurro apenas audible preguntó:

—¿Es el señor London?

—Sí, soy yo.

—Aquí Ernie, el encargado del edificio «Zaco». El señor Romeo dijo que le llamara a él o a usted si aquellos tipos volvían. Están aquí.

Los pies de Harry London estuvieron en el suelo más rápido que volando. Se irguió de golpe en la silla.

—¿Los mismos que hicieron los puentes en los contadores?

—Ellos mismos. Han venido en un camión, igual que la vez pasada. Ahora están trabajando. Oiga, no puedo hablar más de un minuto por este teléfono.

—No tiene que hablar —dijo London—, escuche con atención. Apunte la matrícula del camión.

—Ya la tengo.

—¡Magnífico! Estaremos ahí lo más rápido posible. Mientras vamos para allá no haga nada que les haga sospechar algo, pero si se disponen a irse trate de entretenerles hablando —mientras tanto, London apretó el botón para llamar a la secretaria.

El que le había llamado, siempre susurrando, parecía dudar.

—Lo haré si puedo. Oiga, el señor Romeo dijo que me pagarían si…

—Tendrá lo suyo, amigo. Se lo prometo. Ahora, haga lo que le digo. Voy allá —London colgó de un golpe.

Suzy, la secretaria, una chino-americana joven e inteligente, ya estaba en la puerta. Él le dijo:

—Necesito ayuda de la policía local. Llame al teniente Wineski; ya sabe dónde puede encontrarle. Si no estuviera Wineski, pida a algún otro en la División de Investigaciones que se encuentre conmigo en el edificio «Zaco». Dígale que el caso del que le hablé a Wineski está a punto de resolverse. Luego trate de conseguir a Art Romeo. Dígale lo mismo y que salga corriendo hacia el «Zaco», aunque esté sentado en un water. ¿Entendido?

—Sí, señor London —dijo Suzy.

—¡Magnífico! —London salió rápidamente y corrió al ascensor que lo llevaría al aparcamiento del sótano.

Mientras bajaba calculó que, a toda marcha y con tráfico normal, estaría en el edificio «Zaco» en diez minutos más o menos.

El cálculo de Harry London no tomó en cuenta dos factores: primero, la gente que a esa hora salía de la ciudad hacia sus casas y, segundo, los que hacían compras de Navidad, que atascaban las calles del centro y reducían la velocidad hasta parecer que uno se arrastraba. Llegar al edificio «Zaco», que estaba en el otro extremo del distrito comercial de la ciudad, le llevó veinte frustrantes minutos.

Cuando se detuvo, reconoció un coche de la policía sin leyendas, que se le había adelantado solo unos segundos. Estaban saliendo dos hombres de civil. Uno era el teniente Wineski. London dio gracias a Dios por su buena suerte. Wineski era amigo suyo; su presencia ahorraría explicaciones y tiempo.

El teniente Wineski había visto a London y le esperaba con el otro oficial, un detective de nombre Brown, al que London conocía un poco.

—¿Qué pasa, Harry? —Wineski era joven, listo, ambicioso; cuidaba su físico y vestía bien, a diferencia de la mayoría de sus colegas. Además, le gustaban los casos inusuales, porque casi siempre le reportaban notoriedad. En el departamento de policía era voz corriente que Boris Wineski llegaría bastante arriba, quizás a lo más alto.

London contestó:

—Un dato de primera, Boris. Vamos —juntos, los tres cruzaron rápidamente el patio anterior del edificio.

Dos décadas atrás, el edificio «Zaco» —veintitrés pisos de cemento armado— había sido moderno, y estaba de moda; el lugar donde una casa de cambio de lujo o una agencia de publicidad de primera hubiera alquilado varios pisos. Ahora, como otras estructuras por el estilo, mostraba señales de decadencia y algunos de los mejores inquilinos se habían mudado a edificios más nuevos de vidrio y aluminio. La mayor parte del edificio «Zaco» estaba todavía ocupada, pero con inquilinos de menor categoría con un evidente aire de decadencia. No podía haber error en asegurar que el edificio rendía menos que en su buena época.

Todo esto lo sabía Harry London por investigaciones anteriores.

El vestíbulo del edificio, de imitación de mármol con un grupo de ascensores frente a la entrada principal, comenzaba a llenarse de empleados que se iban. Esquivando a la gente que salía, London señaló el camino hacia una puerta metálica muy diminuta que en una visita subrepticia anterior había descubierto, y que daba a una escalera por la que se llegaba a tres sótanos.

Mientras caminaban, proporcionó a los dos detectives un breve resumen de la llamada telefónica que había recibido veinticinco minutos antes. Ahora, mientras bajaba rápidamente las escaleras de cemento con puertas contra incendio, se sorprendió rezando para que los hombres que buscaban no se hubieran ido ya.

Otra cosa que el jefe del departamento de Protección Patrimonial sabía era que los numerosos contadores, cajas y tableros de electricidad y gas estaban en el último sótano. Desde allí se distribuía la provisión general de energía para todo el edificio: calefacción, ascensores, aire acondicionado e iluminación.

Cerca del pie de la última escalera, un hombre delgado y demacrado, con traje de mecánico, el cabello rubio despeinado, y sin afeitar, parecía inspeccionar los cubos de basura. Levantó la vista y abandonó lo que estaba haciendo para adelantarse mientras Harry London y los detectives descendían ruidosamente.

—¿Señor London? —sin lugar a dudas era la misma voz del teléfono.

—Sí. ¿Usted es Ernie, el conserje?

El hombre asintió:

—La verdad es que se ha tomado su tiempo.

—Olvídese de eso ahora. ¿Los hombres están ahí todavía?

—Adentro —el conserje señaló una puerta metálica similar a las que había en las plantas superiores.

—¿Cuántos?

—Tres. Oiga, ¿y mi dinero?

—¡Por Dios! —dijo London con impaciencia—. Ya lo tendrá.

—¿Hay alguien más adentro? —interrumpió el teniente Wineski.

El conserje, con cara de enfado, sacudió la cabeza.

—Nadie más que yo.

—Está bien —Wineski se adelantó, tomando el mando. Les dijo al otro detective y a London—: Procederemos con rapidez, Harry, tú entras el último. Cuando estemos dentro, te quedas junto a la puerta —luego le dijo al encargado—: Usted espere aquí —Wineski apoyó la mano sobre la puerta de metal y ordenó—: ¡Ahora!

La puerta se abrió y el trío irrumpió en la sala.

Adentro, tres hombres trabajaban contra una pared interior, a doce metros de distancia. Más tarde, Harry London diría deleitado: «Si les hubiéramos dado una lista de las pruebas que necesitábamos, no lo habrían hecho mejor.»

Un transformador de corriente eléctrica —instalado y sellado por la «CGS»— estaba abierto. Varias llaves del transformador, se descubrió luego, habían sido abiertas, atadas con cinta aislante, y luego cerradas. Resultado: los contadores de electricidad registraban solo un tercio. Unos pocos metros más allá un contador de gas mostraba una desviación antirreglamentaria semiexpuesta. Los elementos y herramientas necesarios para el trabajo estaban desparramados por el suelo —pinzas aislantes, llaves, sellos de plomo y una pinza selladora (ambas robadas a la «CGS»), y la cubierta del transformador con una llave (también robada) en la cerradura.

Wineski declaró en voz alta y clara:

—Somos oficiales de policía. ¡No se muevan! Dejen todo donde está.

Al oír el ruido de la puerta al abrirse, dos de los hombres que estaban trabajando se habían dado la vuelta. El tercero, echado en el suelo y trabajando en la desviación del contador, rodó de costado para ver qué ocurría y luego cambió de posición rápidamente y quedó agazapado. Los tres llevaban monos flamantes, con aspecto de uniforme y parches que tenían las iniciales CQEG, que una averiguación posterior descubriría que correspondía a «Contratistas Quayle de Electricidad y Gas».

De los dos hombres que estaban más cerca de la puerta de entrada, uno era grande, de barba, y con el físico de un luchador. Los brazos que las mangas arremangadas dejaban ver unos músculos fuertes. El otro era joven —parecía poco más que un niño—, de cara alargada y rasgos marcados, que instantáneamente demostraron miedo.

El hombre grande de barba se intimidó menos. Sin hacer caso a la orden de no moverse, cogió una pesada llave, la levantó y saltó hacia delante.

Harry London, que se había quedado atrás obedeciendo instrucciones, vio que Wineski metía la mano velozmente bajo la chaqueta; un instante después tenía un revólver en la mano. El detective dijo secamente:

—Soy un tirador de primera. Si da otro paso, le meto una bala en la pierna —como el gigante barbudo vacilaba, añadió—: Tire la llave, ¡ya!

Brown, el otro detective, también había sacado un revólver, y el atacante obedeció de mala gana.

—¡Usted, el que está al lado de la pared! —gritó Wineski; el tercer hombre, mayor que los otros dos, estaba ahora de pie y parecía tener ganas de salir corriendo—. ¡No haga nada! ¡Dese la vuelta contra la pared! Ustedes, hagan lo mismo.

Ceñudo, con odio en los ojos, el hombre barbudo retrocedió. El trabajador joven, la cara blanca, temblando visiblemente, ya se había apresurado a obedecer.

Hubo una pausa, solo interrumpida por el cierre de tres pares de esposas.

—Está bien, Harry —llamó Wineski—. Ahora dinos de qué se trata.

—Es la prueba concreta que estábamos buscando —le aseguró el jefe de protección patrimonial—. La prueba de grandes robos de gas y electricidad.

—¿Está dispuesto a declararlo bajo juramento ante el juez?

—Claro que sí. Y otros también. Les daremos todos los testimonios de expertos que quieran.

—Perfectamente.

Wineski se dirigió a los tres hombres esposados:

—Manténganse de cara a la pared, pero escuchen bien. Están bajo arresto y debo informarles sobre cuáles son sus derechos. No están obligados a declarar. Sin embargo, si lo hacen…

Cuando terminó con el familiar ritual, Wineski hizo señas a Brown y London para que se le acercaran desde el otro lado de la puerta exterior. En voz baja les dijo:

—Quiero separar a estos pájaros. Por su aspecto me parece que el chico no va a aguantar; puede que hable. Brownie, consigue un teléfono. Llama otro coche patrulla.

—Bien —el segundo detective guardó el revólver y salió.

La puerta de la escalera estaba ahora abierta y momentos después se oyeron pasos que bajaban rápidos. Cuando London y Wineski se volvían hacia la entrada, apareció Art Romeo, y los dos se tranquilizaron.

Harry London le dijo a su delegado:

—Un éxito. Eche una mirada.

El hombrecito, que como de costumbre parecía un tipo sospechoso de los bajos fondos, observó la escena y emitió un suave silbido.

El teniente Wineski, que conocía a Romeo desde antes que trabajara para la «CGS», le dijo:

—Si eso que tiene ahí es un equipo fotográfico, será mejor que empiece a usarlo.

—En seguida, teniente —Romeo descolgó una caja de cuero negro del hombro y comenzó a montar una cámara con flash.

Mientras sacaba una docena de fotografías desde varios ángulos, de las herramientas desparramadas y de los trabajos ilegales inconclusos, llegaron los refuerzos policiales: dos oficiales uniformados, acompañados por el detective Brown.

Pocos minutos después se llevaban a los hombres detenidos: el joven, todavía asustado, primero y solo. Un oficial uniformado se quedó para vigilar la prueba, y Wineski salió detrás de los otros. Le dijo a Harry London con un guiño:

—Quiero interrogar al muchacho yo mismo. Le tendré informado de todo.