11
—Si hay alguna festividad judía desconocida de la que nadie ha oído hablar —le dijo Nim a Ruth en el «Fiat»—, puedes estar segura de que tus padres le pasarán el plumero y la usarán.
Su mujer se rio en el asiento de al lado. Antes, al llegar del trabajo y mientras se preparaban para salir, había notado que Ruth estaba de buen humor, contenta. Contrastaba con el mal humor, y a veces la franca depresión, evidentes en ella durante las últimas semanas.
Estaban a mediados de enero, y aunque habían pasado tres meses desde que hablaran sobre un posible divorcio, y desde la concesión de Ruth de esperar «un poco», ninguno de los dos había tocado el tema de nuevo directamente. Pero era evidente que pronto tendrían que hacerlo.
Básicamente, la relación entre ellos —una vaga tregua— permanecía inalterada. Sin embargo, Nim había sido deliberadamente más considerado, pasando más tiempo en casa y con los niños; y quizás el visible placer de Leah y Benjy por la frecuente compañía del padre había llevado a Ruth a retrasar un planteo definitivo. Por su parte, Nim seguía sin saber con seguridad si quería que su dilema se resolviera. Al mismo tiempo, los problemas de la «CGS» le tenían intensamente ocupado, dejándole pocas horas para asuntos personales.
—Nunca puedo recordar todas esas festividades judías —dijo Ruth—. ¿Cuál dijo papá que era ésta?
—Rosh Hashana L’Elanoth, o día del árbol judío. Lo busqué en la biblioteca de la oficina y quiere decir, literalmente, Año Nuevo de los Arboles.
—¿Año Nuevo de los árboles judíos? ¿O de cualquier árbol?
—Será mejor que se lo preguntes a tu padre —dijo él, riendo.
Estaban cruzando la ciudad rumbo al oeste, en medio de un tráfico que parecía no disminuir nunca.
Una semana antes, Aaron Neuberger había llamado por teléfono a la oficina de Nim para proponerle que fuera con Ruth a una reunión Tu B'Shavat, el nombre más común de esa fiesta. Nim aceptó en seguida, en parte porque su suegro se mostró inusualmente amistoso por teléfono, en parte porque Nim tenía algún leve sentimiento de culpa por su conducta con los Neuberger en el pasado, y ésta parecía la oportunidad de expiarla. Sin embargo, no se trataba de que su escepticismo en relación al casi fanático judaísmo de sus suegros hubiera cambiado.
Cuando llegaron a casa de los Neuberger, un apartamento de dos pisos en una zona acomodada del lado oeste de la ciudad, ya había varios coches aparcados fuera, y al acercarse oyeron voces en el piso superior. Nim sintió alivio de que hubiera otros invitados. La presencia de extraños quizás evitara la andanada de preguntas personales, incluso la inevitable sobre el bar mitzvah de Benjy.
Al llegar, Ruth tocó la mezuzah en la entrada y luego se besó la mano, como hacía usualmente en atención a sus padres. Nim, que en el pasado se había burlado de la costumbre, por supersticiosa entre otras cosas, impulsivamente hizo lo mismo.
En el interior no quedó duda acerca del cálido recibimiento que les esperaba, particularmente a Nim.
Aaron Neuberger, de mejillas como manzanas, macizo y enteramente calvo, a veces contemplaba a Nim con apenas una velada sospecha. Pero esa noche la mirada fue amistosa tras sus gafas de gruesos cristales mientras estrechaba la mano de su yerno. Rachel, la madre de Ruth, una mujer voluminosa que desaprobaba las dietas para ella y los demás, abrazó a Nim y luego se echó hacia atrás para contemplarle.
—¿Es que mi hija no te alimenta en absoluto? No siento sino huesos. Pero esta noche les pondremos un poco de carne.
A Nim le divirtió y al mismo tiempo le emocionó. Pensó que casi seguramente a los Neuberger les había llegado la noticia de que el matrimonio de Ruth y él estaba en peligro y, en consecuencia, la pareja mayor había dejado de lado otros sentimientos en un intento de mantener la familia unida. Nim miró de soslayo a Ruth, que sonreía ante la calurosa recepción.
Llevaba un vestido de seda gris azulado, y aros de perlas del mismo tono. Como siempre, su peinado era elegante, y el cutis suave e inmaculado, aunque más pálido que de costumbre, pensó Nim.
Mientras se adelantaban para saludar a los que ya habían llegado, le susurró:
—Esta noche estás muy hermosa.
Ella le miró incisivamente y dijo en voz baja:
—¿Tienes idea del tiempo que hace que no me dices eso?
No hubo tiempo para más. Quedaron rodeados de rostros, fueron presentados, y estrecharon manos. Entre unos veinte invitados había muy pocos que Nim conociera. La mayoría ya estaba comiendo, los platos llenos de exquisiteces.
—¡Ven conmigo, Nimrod! —la madre de Ruth le cogió el brazo con un apretón de hierro y le condujo desde el salón al comedor, donde estaba instalado el buffet—. Luego podrás conocer al resto de nuestros amigos. De momento, come algo para llenar ese vacío que tienes dentro, antes de que te desmayes de hambre. —Cogió un plato y comenzó a llenarlo generosamente de comida, como si fuera la víspera del ayuno de Yom Kippur. Nim reconoció varios platos: kishke cocinado en cholent, lokshen kugel, repollo relleno y pitcha. Entre los postres había pastel de miel, strudel y pirushkes de manzana.
Nim se sirvió una copa de vino blanco «Carmel» israelí.
Cuando volvió al salón se aclaró el objeto de la reunión. El anfitrión explicó que el Rosh Hashanah L’Elanoth se celebra en Israel plantando árboles, y en Norteamérica comiendo una fruta que hasta entonces no se había comido en el año judío. Para demostrarlo, Aaron Neuberger y otros comían higos, que llenaban varias fuentes.
Algo más que los Neuberger aclararon fue que esperaban contribuciones de sus invitados; el dinero recolectado se mandaría a Israel para plantar árboles. En una bandeja de plata ya se apilaban billetes de cincuenta y veinte dólares. Nim agregó veinte dólares y luego se sirvió higos.
—Si me perdona un juego de palabras pésimo —dijo una voz a sus espaldas—, supongo que todo esto demuestra que nos importa un higo.
Nim se volvió. Era un hombre mayor, bajo, de cara alegre, angelical, rodeada por una nube de cabellos blancos. Nim recordó que era un médico que a veces visitaba a los Neuberger. Hurgó en la memoria en busca del nombre y dio con él.
—Buenas noches, doctor Levin —dijo, levantando su copa—. L’Chaim.
—L’Chaim… ¿cómo está, Nim? No se le ve a menudo en estos jolgorios judíos. Me sorprende su interés por la tierra santa.
—No soy religioso, doctor.
—Tampoco yo, Nim. Nunca lo he sido. Me encuentro mejor en un sanatorio que en una sinagoga —el médico terminó el higo que comía y eligió otro—. Pero me gustan las formalidades y ceremonias; toda la historia antigua de nuestro pueblo. No es la religión, sabe, lo que mantiene unido al pueblo judío. Es un sentido de comunidad que data de cinco mil años atrás. Es mucho, mucho tiempo. ¿Alguna vez ha pensado en eso, Nim?
—Ya que me lo pregunta, sí. Y mucho.
El viejo le miró escrutador.
—A veces le preocupa, ¿no es cierto? ¿Se pregunta hasta qué punto es judío? ¿O si lo puede ser sin observar todo el laberíntico ritual como lo hace el viejo Aaron?
Nim sonrió ante la alusión a su suegro que, a través de la habitación, había arrinconado a un invitado recién llegado y le describía el Tu B‘Shavat seriamente:
—… tiene sus raíces en el Talmud.
—Algo de eso —dijo Nim.
—En ese caso le daré un consejo, hijo: no deje que le preocupe un rábano. Haga como yo: disfrute con ser judío, sienta orgullo por todos los logros de nuestro pueblo, pero en lo demás, elija con cuidado. Observe los Grandes Días Sagrados si quiere —en cuanto a mí, hago fiesta y salgo a pasear— pero si no lo hace, también me parece bien.
Nim descubrió que el pequeño y alegre doctor le gustaba cada vez más y le dijo:
—Mi abuelo era rabino, un viejo simpático que recuerdo bien. El que se apartó de la religión fue mi padre.
—¿Y usted se pregunta a veces si no debería volver?
—Vagamente. No demasiado en serio.
—De todas maneras, ¡olvídelo! Para una persona que ha llegado a su altura de la vida, o a la mía, es intelectualmente imposible convertirse en un judío practicante. Empiece a asistir a la sinagoga y lo descubrirá en cinco minutos. Lo que siente, Nim, es nostalgia, afecto por las cosas del pasado. No hay nada de malo en eso, pero es todo.
—Supongo que es así —dijo Nim pensativamente.
—Permita que le diga algo más. La gente como usted y yo se ocupa del judaísmo como podría preocuparse por viejos amigos: algún sentimiento de culpa transitorio por no visitarles más, sumado a un vínculo emocional. Es lo que sentí cuando fui a Israel con un grupo.
—¿Un grupo religioso?
—En absoluto. En su mayoría hombres de negocios, algún que otro médico, un par de abogados —el doctor Levin rio—. Casi ninguno llevó un yarmulke. Yo tampoco. Tuve que pedir uno prestado cuando visité el Muro de Jerusalén. De todos modos, fue una experiencia profundamente emotiva, algo que jamás olvidaré. Tuve la sensación de pertenecer a algo, y de orgullo. ¡Entonces me sentí judío! Siempre me sentiré así.
—¿Tiene hijos, doctor? —preguntó Nim.
El otro negó con la cabeza.
—No tuvimos. Mi querida esposa ya ha muerto, bendita sea su memoria… ambos lo lamentábamos. Una de las pocas cosas que realmente lamento.
—Nosotros tenemos dos hijos —dijo Nim—. Mujer y varón.
—Sí, lo sé. ¿Y es por ellos que se ha puesto a pensar en la religión?
—Parece conocer las preguntas tan bien como las respuestas —dijo Nim, sonriendo.
—Supongo que las he oído antes. Y además hace tiempo que ando por ahí. No se preocupe por sus hijos, Nim. Enséñeles los instintos humanos decentes (estoy seguro de que ya lo ha hecho). En cuanto a lo demás, ellos mismos encontrarán su camino.
La pregunta se hacía inevitable. Nim vaciló pero la hizo:
—¿Cree que un bar mitzvah ayudaría a mi hijo a encontrar su camino?
—No le haría ningún daño, ¿verdad? No le expondría usted a ninguna enfermedad social enviándole a una escuela hebrea. Además, un bar mitzvah siempre trae asociada una hermosa fiesta. Se reúnen viejos amigos, se come y bebe más de lo debido, pero a todo el mundo le gusta.
—Eso tiene más sentido que todo lo que he oído sobre el tema —dijo Nim.
El doctor Levin asintió seriamente.
—Algo más: su hijo tiene que elegir; es su derecho, su herencia. Estudiar para su bar mitzvah se lo proporciona. Es como abrirle una puerta; que él decida si quiere entrar o no. Más adelante seguirá el camino de Aaron, o el suyo y mío, o quizás uno intermedio. Cualquiera que sea el que elija, no debemos preocuparnos.
—Se lo agradezco —dijo Nim—. Me ha aclarado las ideas.
—Me alegro. No me debe nada.
Mientras hablaban, había aumentado el número de invitados y crecido en volumen el murmullo de la conversación. El angelical compañero de Nim miró a su alrededor, saludando y sonriendo; era obvio que conocía a casi todo el mundo. Su mirada se detuvo en Ruth Goldman, que hablaba con otra mujer; Nim la reconoció como una pianista que a menudo ofrecía conciertos en beneficio de causas israelíes.
—Su mujer está muy hermosa esta noche —observó el doctor Levin.
—Sí; se lo dije cuando entrábamos.
El médico asintió.
—Oculta su problema y su ansiedad muy bien —se detuvo y agregó—: Mi ansiedad también.
Nim le miró extrañado.
—¿Está hablando de Ruth?
—Claro —Levin suspiró—. A veces querría no tener que atender pacientes a los que quiero tanto como a su mujer. La conozco desde que era una criatura, Nim. Espero que usted se dé cuenta de que se está haciendo todo lo posible. Todo.
—Doctor —dijo Nim; tuvo una impresión repentina de alarma, un frío en el estómago—, doctor, no tengo la menor idea de qué está diciendo.
—¿No? —le tocó al viejo sorprenderse; una expresión de confusión culpable le cruzó la cara—, ¿Ruth no se lo ha dicho?
—¿Dicho qué?
—Amigo mío —el doctor Levin apoyó una mano sobre la espalda de Nim—, acabo de cometer un error. El paciente, cualquier paciente, tiene derecho a que se mantenga reserva, a no quedar a merced de un médico parlanchín. Pero usted es su marido. Supuse…
—Por Dios, ¿de qué estamos hablando? ¿Cuál es el misterio? —protestó Nim.
—Lo siento. No puedo decírselo —el doctor Levin sacudió la cabeza—. Tendrá que preguntárselo a Ruth. Cuando lo haga, dígale que lamento mi indiscreción. Pero dígale también que creo que usted debe saberlo.
Aún turbado, y para no verse expuesto a otra pregunta, el médico se alejó.
Para Nim las dos horas que siguieron fueron de agonía. Observó los rituales de sociedad, saludó a invitados con los que aún no había hablado, participó en conversaciones, y contestó preguntas que le hicieron personas que conocían su posición en la «CGS». Pero no podía dejar de pensar en Ruth. ¿Qué demonios había querido decir Levin? «Oculta su problema y su ansiedad muy bien.» «Se está haciendo todo lo posible. Todo.»
Dos veces se deslizó entre grupos de gente que conversaban para estar al lado de Ruth, pero fue imposible una conversación privada.
—Quiero hablar contigo —alcanzó a decir una vez, pero eso fue todo. Nim comprendió que tendría que esperar a que estuvieran camino de casa.
Por fin la reunión comenzó a decaer, a ralear el grupo de invitados. La bandeja de plata estaba cubierta de dinero para más árboles en Israel. Aaron y Rachel Neuberger estaban en la entrada despidiendo a la gente que se iba.
—Vamos —le dijo Nim a Ruth. Ella recogió su chal de un dormitorio y se unieron a los que salían.
Fueron casi los últimos en irse. Por ello los cuatro tuvieron un momento de intimidad que no había sido posible antes.
Cuando Ruth besó a sus padres, su madre rogó:
—¿No podríais quedaros un momentito más?
—Es tarde, madre, los dos estamos cansados —dijo Ruth, moviendo la cabeza. Y añadió—: Nim ha estado trabajando mucho.
—Si trabaja tanto —dijo la madre—, ¡aliméntale mejor!
—Con lo de esta noche tengo para toda la semana —dijo Nim, sonriendo, y le tendió la mano al suegro—. Antes de irme quiero decirles algo que les gustará. He decidido inscribir a Benjy en la escuela hebrea para que pueda tener su bar mitzvah.
Durante unos segundos quedaron en silencio. Luego, Aaron Neuberger levantó las manos a la altura de la cabeza, con las palmas hacia afuera, como en oración.
—¡Alabado sea el Señor del Universo! ¡Debemos vivir y estar preparados ese día glorioso! —detrás de las gafas de gruesos cristales, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Hablaremos de los detalles… —comenzó Nim, pero no pudo terminar porque los padres de Ruth, los dos al mismo tiempo, le abrazaron con fuerza.
Ruth no dijo nada. Pero pocos minutos después, cuando estaban en el coche y Nim arrancaba, ella se volvió hacia él.
—Lo que has hecho ha sido hermoso, aunque vaya contra tus creencias. ¿Por qué?
—A veces no estoy seguro de mis creencias —dijo encogiéndose de hombros—. Además, tu amigo el doctor Levin me ayudó a aclarar las ideas.
—Sí —dijo Ruth tranquilamente—, te vi hablar con él. Largo rato.
Nim apretó las manos sobre el volante.
—¿No hay algo que quieras decirme?
—¿Como qué?
Su frustración contenida se desbordó.
—Como por qué has estado visitando al doctor Levin, qué es lo que te tiene angustiada y por qué no me lo has dicho. Ah, sí, el doctor me dijo que sentía haber sido indiscreto, pero que yo debería saberlo: lo que sea.
—Sí —dijo Ruth—, supongo que es hora de que lo sepas —su voz sonó apagada, desaparecida la alegría anterior—. ¿No te molesta esperar a que lleguemos a casa? Entonces te lo diré.
Hicieron el resto del camino en silencio.
—Me parece que tomaría un whisky con soda —dijo Ruth—, ¿Quieres traérmelo?
Estaban en la pequeña y confortable sala de estar de la casa, con las luces bajas. Era casi la una. Leah y Benjy, que se habían acostado varias horas antes, dormían en el piso superior.
—Seguro —dijo Nim. Era inusual que Ruth, que pocas veces bebía nada más fuerte que vino, pidiera whisky. Fue hasta un aparador que servía de bar, preparó un whisky con soda y se sirvió un coñac. Luego, se sentó frente a su mujer; ella se bebió de un golpe un tercio del vaso y, con una mueca, lo dejó sobre la mesa.
—Muy bien —dijo él—, ¡Habla!
Ruth respiró hondo y comenzó:
—¿Recuerdas aquel lunar que me quitaron hace seis años?
—Sí, lo recuerdo —curiosamente, Nim lo había recordado hacía muy poco, la noche en que estaba solo en casa, con Ruth de viaje, y tomó la decisión de ir a Denver. Había notado el lunar en el retrato al óleo que Ruth tenía en el salón, el retrato en que llevaba un vestido escotado. Nim lo miró. Allí estaba el lunar, tal como lo recordaba antes de que lo extirparan: pequeño y oscuro, sobre el hombro izquierdo. Preguntó:
—¿Qué pasa con eso?
—Era un melanoma.
—¿Un qué?
—Un melanoma es un lunar que puede tener células cancerosas. Por eso el doctor Mittelman, ¿recuerdas que era el que me atendía entonces?, me aconsejó extirparlo. Y acepté. Otro médico, cirujano, lo hizo. No fue nada importante, y luego los dos dijeron que el lunar salió limpio, y que no había señales de que algo se hubiera extendido.
—Sí, recuerdo que Mittelman dijo eso —Nim se había preocupado un poco entonces, pero el médico le tranquilizó, insistiendo en que se trataba solo de una precaución extrema. Tal como acababa de decir Ruth, todo eso había ocurrido seis años atrás; Nim había olvidado los pormenores hasta aquel mismo momento.
—Los dos médicos se equivocaron —dijo Ruth; la voz bajó hasta un susurro—. Eran células cancerosas, cáncer. Y se habían extendido. Ahora… se han extendido aún más… por todo el cuerpo.
Apenas consiguió pronunciar las últimas palabras. Luego, como si un embalse contenido mucho tiempo desbordara, perdió totalmente el control. Exhaló el aire como un lamento y el cuerpo se sacudió con violentos sollozos.
Durante unos momentos Nim siguió sentado, desvalido, atontado, sin poder comprender, y menos aún creer, lo que acababa de oír. Luego, la realidad penetró en él. Como un remolino de emociones entremezclados —horror, culpa, angustia, compasión, amor— se acercó a Ruth y la cogió entre sus brazos.
Trató de consolarla, abrazándola con fuerza, apoyando su cara contra la de ella.
—Mi querida, mi amor, ¿por qué no me lo dijiste nunca? En nombre de Dios, ¿por qué?
La voz de ella se oyó débil, ahogada por las lágrimas.
—No estábamos unidos… enamorados como antes, como solía ser… No quería solo compasión… tú tenías otros intereses… otras mujeres.
Una oleada de vergüenza y desprecio de sí mismo le invadió. Instintivamente, dejó a Ruth y cayó de rodillas, le cogió las manos e imploró:
—Es tarde para pedir perdón, pero te lo pido. He sido un maldito estúpido, ciego, egoísta…
Ruth sacudió la cabeza; como era típico en ella, recobró buena parte de su control.
—¡No es necesario que digas esas cosas!
—Lo digo porque es verdad. Antes no lo comprendía. Pero ahora sí.
—Ya te he dicho que no quiero… solo compasión.
—¡Mírame! —insistió él; y cuando ella levantó la cabeza, él dijo suavemente—: Te quiero.
—¿Estás seguro de que no lo dices solo…?
—He dicho que te quiero y eso es lo que quiero decir. Supongo que siempre te he querido, pero me confundí y me volví estúpido. Se necesitaba algo así para que lo comprendiera… —se calló y suplicó otra vez—: ¿Es demasiado tarde?
—No —Ruth sonrió apenas—. Nunca he dejado de amarte, aunque has sido un sinvergüenza.
—Lo admito.
—Bueno —dijo ella—, quizá le debamos algo al doctor Levin.
—Escucha, queridísima —buscó las palabras que le dieran seguridad—. Lucharemos juntos contra esto. Haremos todo lo que sea posible para la medicina. Y no se hablará más de divorcio.
Ella dijo alto y fuerte:
—Nunca quise ni lo uno ni lo otro. ¡Oh, querido Nim, abrázame! ¡Bésame!
Él lo hizo. Luego, como si nunca hubiera existido, el vacío que les separaba desapareció.
—¿Estás demasiado cansada para contármelo todo? ¿Esta noche? ¿Ahora? —preguntó él.
Ruth movió la cabeza.
—Quiero contártelo.
Durante otra hora habló, mientras Nim escuchaba y hacía preguntas de cuando en cuando.
Supo que unos ocho meses antes Ruth había notado una pequeña protuberancia en el costado izquierdo del cuello. El doctor Mittelman había dejado de ejercer el año anterior. Fue a ver al doctor Levin.
El médico lo encontró sospechoso y ordenó una serie de análisis, que incluyeron radiografías de tórax y examen de hígado y huesos. Estos sucesivos exámenes eran las causas de las desapariciones de Ruth que Nim había notado. Los resultados mostraron que las células del melanoma, latentes durante seis años, se habían extendido repentinamente por todo el cuerpo de Ruth.
—Cuando me enteré —dijo ella—, no supe qué hacer ni qué pensar.
—Pese a que no todo andaba bien entre nosotros —dijo Nim—, deberías habérmelo dicho.
—Parecías tener tantas preocupaciones. Fue cuando murió Walter en la explosión de La Mission. Sea como sea, decidí guardármelo para mí. Luego, me ocupé de la cuestión del seguro y todo lo demás.
—¿Tus padres lo saben?
—No.
Cuando tuvo los resultados de los estudios, explicó Ruth, comenzó a ir al hospital una vez por semana para quimioterapia y tratamientos de inmunoterapia. Eso también explicaba sus ausencias.
Ocasionalmente, sentía náuseas y perdió peso, debido a los tratamientos, pero se las había arreglado para ocultar ambos síntomas. Las repetidas ausencias de Nim la ayudaron.
Nim apoyó la cabeza entre las manos, sintiéndose más avergonzado aún. Había pensado que Ruth se estaba viendo con otro hombre, y en cambio…
Más adelante, continuó Ruth, el doctor Levin le informó sobre un tratamiento nuevo que estaban realizando en el Instituto Sloan-Kettering, de Nueva York. Opinó que ella debía ir. Ruth fue por un período de dos semanas, y otra serie de exámenes y análisis.
Esa fue la ausencia prolongada que Nim había visto con indiferencia o como un inconveniente para él.
Se quedó sin palabras.
—Lo hecho, hecho está —le dijo Ruth—. No había forma de que lo supieras.
Nim hizo la pregunta que temía hacer:
—¿Qué dicen del futuro? ¿Qué pronostican?
—Primero, que no hay cura; segundo, que es demasiado tarde para la cirugía —la voz de Ruth era firme; había recuperado casi toda su serenidad habitual—. Pero me pueden quedar muchos años, aunque no sabremos cuántos hasta que se cumplan. Además, todavía no conozco las conclusiones del Instituto Sloan-Kettering sobre si estaré mejor con el tratamiento o no. Los médicos de allí están trabajando en un método que emplea microondas para elevar la temperatura del tumor y luego aplican radiación que puede (o no) destruir el tejido del tumor —sonrió débilmente—. Como imaginarás, he averiguado todo lo que he podido sobre el tema.
—Me gustaría hablar con el doctor Levin mañana —dijo Nim, y luego se corrigió—. Es decir, hoy, más tarde. ¿Te molesta?
—¿Molestarme? —Ruth suspiró—. No, no me molesta. Es tan maravilloso tener a alguien en quien apoyarse. ¡Oh, Nim, te he necesitado tanto!
Él la abrazó de nuevo. Muy poco después apagó las luces y la acompañó arriba.
Por primera vez en muchos meses, Nim y Ruth compartieron una cama y, temprano, por la mañana, al rayar el alba, hicieron el amor.