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—Realmente —observó Ruth Goldman, hojeando la edición dominical del Chronicle-West—, creo que la gente comienza a afrontar la realidad de la crisis eléctrica.
—Si hubieran escuchado a papaíto —dijo Benjy—, lo hubieran hecho antes.
Los otros tres, Ruth, Nim y Leah, rieron.
—Gracias —dijo Nim—, aprecio tu lealtad.
—Lo que significa especialmente que has sido reivindicado —añadió Leah.
—¡Vaya! —dijo Ruth—, tu curso de vocabulario está rindiendo frutos.
Leah se ruborizó de placer.
Era el domingo por la mañana y la familia se había reunido en el dormitorio de Nim y Ruth. Ruth todavía estaba en la cama y acababa de tomar el desayuno que Nim le había llevado en una bandeja. Nim se había levantado temprano para preparar huevos pochés sobre picadillo de comed beef, plato favorito de la familia.
Hacía dos días que Ruth había venido desde Nueva York después de su segunda visita para el tratamiento en el Instituto Sloan-Kettering. A la vuelta parecía pálida, y todavía lo estaba, y ojerosa. Confesó haber sentido algún dolor como efecto secundario, como había ocurrido en la primera ocasión, y era evidente que estaba cansada.
Todavía era demasiado pronto para saber cuál sería el efecto del tratamiento; volvería a Nueva York dentro de tres semanas. Sin embargo, Ruth les informó con optimismo que los médicos con los que había conversado tenían «muchas esperanzas».
Nim le habló de los cortes rotativos inminentes, y de que su propia casa se vería afectada a partir del miércoles.
Típicamente, Ruth había dicho:
—No hay problema. Planearemos todo con tiempo, y nos arreglaremos.
Durante un tiempo, la madre de Ruth, Rachel, vendría varias veces por semana para ayudar en los trabajos de la casa y permitir descansar a Ruth.
—Escuchad esto —Ruth había llegado a la página de editoriales del Chronicle-West y empezó a leer en voz alta:
LUCHA POR LA ENERGÍA ELÉCTRICA
Este periódico, que trata de ser honesto y directo en sus opiniones, admite que debe revisar algunas de las que sostuvo en el pasado.
Como muchos otros, nos opusimos al incremento de la energía eléctrica producida en plantas nucleares. Preocupados por la contaminación, nos alineamos con quienes se oponen a las plantas eléctricas a carbón. Hemos apoyado a grupos que defendían la conservación de la vida salvaje y se oponían a la construcción de más presas para proyectos hidroeléctricos, porque dañarían el mundo animal, especialmente los peces. Manifestamos dudas acerca de los permisos para más plantas eléctricas geotérmicas, en el temor de que dañaran la economía de las zonas turísticas ya establecidas.
No pedimos disculpas por ninguna de esas actitudes. Representaban y representan nuestras convicciones en ciertas materias.
Pero, como posición general, para ser justos nos vemos obligados a estar de acuerdo con las compañías de energía eléctrica de California, que argumentan que se les han atado las manos y a la vez se les exige lo que está más allá de sus posibilidades.
En vez de llegar a un acuerdo a través de concesiones mutuas, como debe hacerse en una sociedad civilizada, hemos dicho «no» a casi todo.
Recordémoslo cuando se apaguen las luces el próximo miércoles.
Quizá merecemos lo que nos pasa. Tanto si es así como si no, ha llegado el momento de replantear seriamente algunas opiniones que sostenemos desde hace tiempo, nuestras y de otros.
—¡Toma! —declaró Ruth dejando el periódico—. ¿Qué pensáis de todo esto?
—Creo que deberían haber mencionado a papaíto —dijo Benjy.
Ruth le alborotó el cabello cariñosamente.
—Está bien escrito —dijo Nim—. Desgraciadamente, eso es todo. Y, además, llega con cinco años de retraso.
—No me importa —dijo Ruth—. Supongo que debería importarme, pero no. Lo único que me importa por ahora es estar en casa y quereros a todos.
Por la tarde, pese a ser domingo, Nim fue a la «CGS» y a su oficina. Había allí mucha actividad y muchas cosas que resolver. En cierto modo, con los cortes programados que comenzarían dentro de tres días, la empresa entraba en territorio nuevo e inexplorado. Como dijo el jefe de suministro cuando Nim fue al Control Central de Energía:
—Pensamos que todo saldrá bien y, en la medida de lo posible, nos hemos asegurado de que así sea. Pero siempre está el factor «i», lo inesperado, señor Goldman. Lo he visto estropear las cosas demasiadas veces para creer que no puede aparecer en cualquier parte y en cualquier momento.
—Ya nos han pasado unas cuantas cosas inesperadas —señaló Nim.
—Siempre hay lugar para una más, señor; a veces para dos —dijo el jefe de suministro jovialmente—. Por lo menos así lo veo Yo…
Camino de su casa, Nim se preguntó cómo sería la próxima semana y qué ocurriría con el factor «i» del jefe de suministro.
Una o dos horas después que Nim volviera a su casa, Georgos Archambault se aventuró a salir de su apartamento en North Castle. Ahora que el día de la acción, el martes, estaba tan cerca, Georgos se sentía más nervioso e inquieto que nunca desde que vivía escondido. Presentía alguien que le vigilaba o le seguía a la vuelta de cada esquina y en cada sombra. Pero resultó ser solo su imaginación. Consiguió comida sin dificultad en una tienda y compró lo suficiente para que le alcanzara hasta su partida para La Mission la noche del martes.
También compró los periódicos del domingo y echó al correo el sobre con la estúpida encuesta de Pis y Saliva «Golden State». Georgos vaciló brevemente ante el buzón, dudando si después de todo debía enviarlo. Pero al verificar que ya habían retirado la correspondencia del domingo y que no volverían hasta el lunes a media mañana, dejó caer el sobre dentro.