2
La explosión en la planta de La Mission de la Compañía de Luz y Fuerza «Golden State» fue sorprendente.
Media hora antes había llegado el ingeniero jefe, Walter Talbot, para inspeccionar La Mission N.° 5, «Gran Lil», a raíz de los informes sobre una leve vibración en la turbina durante la noche. El jefe era un hombre delgado, larguirucho, exteriormente agrio, pero con un sentido del humor juguetón, que aún hablaba con un marcado acento de Glasgow, aunque hacía cuarenta años que lo más cerca de Escocia que había estado era en alguna cena en homenaje a Burns en San Francisco. Le gustaba tomarse su tiempo para lo que tenía que hacer, y hoy inspeccionó a «Gran Lil» despacio y cuidadosamente, acompañado por Danieli, un apacible y entendido ingeniero, superintendente de la planta. Mientras tanto, el enorme generador producía energía suficiente para encender más de veinte millones de bombillas de luz comunes.
Ocasionalmente, el oído experto del jefe o del superintendente escuchaba una débil vibración en la profundidad de la turbina, diferente del constante quejido normal. Pero finalmente, después de los test que incluyeron la aplicación de una sonda con punta de nylon al cojinete principal, el jefe decidió:
—No hay por qué preocuparse. La gordita no dará que hacer, y lo que necesita puede esperar a que pase este pánico.
Mientras hablaba, los dos estaban de pie al lado de «Gran Lil», sobre las planchas metálicas reticuladas que formaban el suelo de la especie de catedral que era la sala de la turbina. El monstruoso turbogenerador de una manzana de largo, descansaba sobre pedestales de hormigón y cada una de las carcasas de la unidad parecía una ballena echada en la playa. Justo debajo tenía un gran cuerpo de entrada de vapor con líneas de alta presión que corrían desde la caldera a la turbina y también alimentaban otros servicios. Los dos hombres llevaban cascos de acero y auriculares de protección para los oídos. Sin embargo, ninguna de estas defensas sirvió de nada ante la ensordecedora explosión que se produjo un instante después. El jefe y el superintendente sufrieron los efectos de la onda expansiva de una terrible explosión originada bajo el piso principal, que comenzó por abrir una brecha en una cañería de vapor de un metro de diámetro, una de las que corrían de la caldera a la cámara de vapor. También resultó horadada una cañería de lubricación. La explosión, combinada con el escape de vapor, produjo un ruido abrumador, profundo y atronador. Luego, el vapor a treinta y ocho grados centígrados y a una presión de seis mil atmósferas se liberó a través del reticulado sobre el que estaban de pie los dos hombres.
Ambos murieron al instante. Quedaron literalmente hervidos, como verduras en una olla a presión. Unos segundos después todo el lugar quedó oscurecido por un humo negro denso que salía de la rota cañería del aceite, que ahora ardía encendida por una chispa del metal desgarrado.
Dos obreros de la planta, que pintaban desde un andamio alto en la sala de la turbina, trataron desesperadamente de subirse a una pasarela unos cinco metros más arriba, para que no les sofocara el humo negro que subía. No lo lograron y cayeron para encontrar la muerte abajo.
Solamente en la oficina de control de la planta, a setenta metros de distancia y protegida por puertas dobles, se pudo evitar el desastre total. La rápida reacción de un técnico en el panel de control del N.° 5 y los dispositivos automáticos, aseguraron el cierre de «Gran Lil» sin daño para las partes vitales del generador de la turbina.
En la planta de La Mission se necesitarían varios días de investigaciones, el rastreo cuidadoso de los escombros por expertos, e interrogatorios a cargo de los delegados del comisario y los agentes del FBI, para descubrir la causa y las circunstancias de la explosión. Pero pronto habría de surgir la sospecha de sabotaje que más adelante sería confirmada.
Al final, la evidencia acumulada proporcionó un panorama bastante claro de la explosión y los hechos que la precedieron.
Esa mañana, a las once cuarenta, un hombre blanco, de talla mediana, afeitado, cetrino, con gafas de montura de acero y el uniforme de oficial del «Ejército de Salvación», se acercó a pie a la entrada principal de La Mission. Llevaba una cartera de tipo portafolio.
Cuando el empleado que vigilaba la entrada le interrogó, el visitante presentó una carta, aparentemente en papel de la «Golden State», que le autorizaba a visitar las instalaciones de la «CGS» con el propósito de solicitar la contribución de los empleados del servicio para una obra de caridad del «Ejército de Salvación»: un proyecto de almuerzos gratuitos para niños necesitados.
El guardián informó al hombre que debía ir a la oficina del superintendente y presentar su carta allí; le indicó cómo llegar a la oficina, que estaba en el segundo piso de la central, y a la que se accedía por una entrada que no se veía desde el puesto de guardia. El visitante se dirigió a la dirección indicada. El guardián notó que seguía llevando el portafolio.
La explosión ocurrió una hora después.
Si las medidas de seguridad hubieran sido más estrictas, como señaló el sumario posterior, ese visitante no hubiera entrado en la planta solo. Pero la «CGS», como otros servicios públicos, tenía problemas especiales, un dilema, en asuntos de seguridad. Con noventa y cuatro plantas generadoras, numerosos talleres y depósitos, cientos de subestaciones que funcionaban sin personal, una serie de oficinas de distrito dispersas y una central compuesta por dos edificios de varios pisos, conseguir una seguridad total, aun de ser posible, costaría una fortuna. Esto, en un momento de alza de los combustibles, sueldos y otros costos operativos, y cuando los usuarios se quejaban de que las cuentas de electricidad y gas ya eran demasiado altas, por lo que cualquier propuesta de aumentar las tarifas sería mal acogida. Por todas estas razones había relativamente poco personal de seguridad, de modo que buena parte del programa era ilusorio, basado en un cálculo de riesgos.
En La Mission, el riesgo, al costo de cuatro vidas, resultó ser demasiado alto.
La investigación policial estableció varios puntos. El supuesto oficial del «Ejército de Salvación» era un impostor que casi seguro llevaba un uniforme robado. La carta que presentó, si bien pudo estar escrita en papel oficial de la «CGS», nada difícil de conseguir, era falsa. De todos modos, el servicio no permitía que a sus empleados se les solicitaran contribuciones mientras cumplían sus tareas, ni pudo localizarse a nadie en la «CGS» que hubiera escrito la carta. El guardián de seguridad de La Mission no recordaba el nombre del firmante de la carta, aunque sí que la firma era un garabato.
También quedó establecido que, una vez dentro de la central eléctrica, el visitante no fue a la oficina del superintendente. Nadie le vio allí. Si alguien le hubiera visto, sería difícil que lo hubiera olvidado.
Luego venían las conjeturas.
Lo más probable era que el falso oficial del «Ejército de Salvación» hubiera descendido por una corta escalera metálica hasta el piso de servicio, que quedaba inmediatamente debajo de la sala de la turbina principal. Este piso, como el de arriba, no tenía paredes divisorias, de modo que aun entre una red de cañerías a vapor con aislantes y otras tuberías de servicio, las partes más bajas de varios generadores de La Mission se veían claramente desde arriba a través del enrejado metálico del piso de la sala de la turbina. La N.° 5, «Gran Lil» era inconfundible por su tamaño y el de los aparatos que la rodeaban.
Quizás el intruso tuviera información sobre la distribución de la planta, aunque esto no era esencial. El edificio principal del generador era una estructura nada complicada, poco más que una caja gigantesca. También pudo haber sabido que la Mission, como todas las plantas generadoras modernas estaba altamente automatizada, con solo un pequeño equipo de trabajadores, por lo tanto, tenía probabilidades de andar por ahí sin que le vieran.
Casi con toda seguridad, el intruso se dirigió entonces directamente hasta debajo de «Gran Lil», donde abrió el portafolios que contenía una bomba de dinamita. Debió buscar un lugar oculto para la bomba, y vio una brida metálica adecuada cerca de la unión de dos cañerías de vapor. Una vez puesto en funcionamiento un mecanismo de tiempo, no cabe duda que ubicó la bomba allí. La elección del lugar puso en evidencia su ignorancia técnica. Si hubiera estado mejor informado, hubiera colocado la bomba más cerca del eje principal del enorme generador, donde hubiera causado el máximo daño, llegando quizás a dejar a «Gran Lil» fuera de circulación por un año.
Expertos en explosivos confirmaron que, en efecto, esto hubiera podido ocurrir. Decidieron que el saboteador había utilizado una «carga moldeada», un cono de dinamita que al detonar tenía una velocidad de avance similar a la de una bala, haciendo que la explosión destruyera todo lo que encontrara a su paso. En este caso dio contra una cañería de vapor que salía de la caldera.
Inmediatamente después de colocar la bomba, siempre según la hipótesis policial, el saboteador se movió, sin que le molestaran, desde el edificio principal de la planta hasta la entrada, y salió tan tranquilamente y hasta pasando más desapercibido que al llegar. A partir de ese momento se ignoraban sus movimientos. Tampoco, pese a la intensa investigación, surgió ninguna clave importante en cuanto a su identidad. Cierto que un mensaje telefónico a una emisora de radio, supuestamente de un grupo revolucionario clandestino, «Amigos de la Libertad», se adjudicó la autoría del hecho. Pero la policía no tenía información sobre la existencia del grupo, ni conocimiento alguno acerca de sus componentes.
Pero todo esto se supo después. En La Mission el caos reinó durante unos noventa minutos después de la explosión.
Los bomberos, alertados por una alarma automática, encontraron dificultad para apagar el aceite encendido y ventilar la sala de la turbina principal y los pisos inferiores, para eliminar el humo espeso y negro. Cuando por fin se logró aclarar bastante el ambiente, se retiraron los cuatro cadáveres. Un horrorizado empleado de la planta describió los del ingeniero jefe y el superintendente, apenas reconocibles, como «cangrejos hervidos»: resultado de la exposición al vapor supercalentado.
Una rápida evaluación de los daños en la N.° 5 reveló que eran leves. Un cojinete atascado, donde el suministro de aceite lubricante había sido cortado por la explosión, debía ser reemplazado. Eso era todo. El trabajo de reparación, incluyendo la sustitución de las cañerías de vapor rotas, requeriría una semana; el generador gigante volvería a funcionar. Irónicamente, la pequeña vibración que el ingeniero jefe había ido a inspeccionar quedaría reparada en el mismo tiempo.