12

Brilló la hoja del cuchillo. Brotó sangre. A Nim la castración le causó náuseas.

Al lado de él el señor juez Yale rio:

—Agradezca que le tocó ser hombre y no novillo.

Los dos estaban en una estrecha pasarela sobre un corral de un campo para engorde de ganado ubicado en la mejor zona agrícola de California: el valle de San Joaquín. Era una de las propiedades del fondo familiar Yale.

—Pensar en cualquier ser del sexo masculino privado de su virilidad me deprime —dijo Nim.

Había volado hasta allí por la mañana temprano con el propósito de informar a Paul Yale sobre la energía eléctrica en relación con la agricultura. Los granjeros de California eran usuarios de electricidad; la agricultura y las industrias conexas consumían una décima parte de lo que producía la «CGS». Sin electricidad, la agricultura, indispensable para el bienestar del Estado, languidecería.

Ese mismo día, el exjuez del Tribunal Supremo aparecería como portavoz de la «CGS» en un debate público regional sobre los proyectos de la empresa en relación con Tunipah. Era uno de la serie de la Comisión de Energía (algunos la llamaban el «espectáculo teatral ambulante») al que estaban invitados los líderes y ciudadanos del lugar para hablar sobre las necesidades energéticas en sus áreas. Los granjeros del valle de San Joaquín, que veían su medio de vida amenazado por los cortes de energía, ya se contaban entre los más decididos defensores de Tunipah.

Inevitablemente, también habría oposición.

Mientras observaban lo que se desarrollaba debajo de ellos, Yale le dijo a Nim:

—Sé lo que quiere decir con eso de privar de la virilidad, aun a los animales. En cierto modo es una lástima; por otra parte es necesario. Cuando uno es granjero ni siquiera piensa en esas cosas.

—¿Le gusta serlo?

—¿Ser granjero a ratos? No estoy seguro —el anciano frunció el ceño—. Lo más que he hecho ha sido examinar los balances para descubrir por qué este y otros negocios del fondo familiar no producen ganancias.

—Lo que se está haciendo ahora —dijo Nim— parece eficiente.

—Eficiente, pero terriblemente caro.

Estaban observando el proceso de «registro», en el que los terneros, nacidos en un prado de pastoreo y criados allí durante seis meses, eran traídos a aquel campo para su engorde.

Cinco vaqueros, hombres de mediana edad, con ropa de dril, realizaban la operación.

Comenzaban metiendo una media docena de terneros en un corral circular. Una vez adentro, los empujaban con aguijones eléctricos para que entraran en un estrecho corredor de cemento, descubierto, con paredes más altas que sus cabezas. Allí les rociaban generosamente con una solución desinfectante que mataba gusanos e insectos.

El pasillo conducía, con una inevitabilidad espantosa, pensó Nim, a una prensa hidráulica. Era una jaula de metal. A medida que los terneros entraban, la jaula se contraía, de modo que el animal quedaba fuertemente sujeto con la cabeza en alto y el cuerpo levantado del suelo. Asustado, el animal bramaba con fuerza, y con motivo, como lo demostrarían los minutos siguientes.

El primer acto era la inyección en cada oreja de una jeringa de aceite para motores. Mataba las garrapatas. En seguida le metían una hipodérmica enorme en la boca abierta y mugiente y le inyectaban una solución contra los gusanos. Luego, les cortaban las puntas agudas de ambos cuernos con una tijera que dejaba a la vista la parte interior, blanda y ensangrentada. Simultáneamente, surgía un fuerte olor a pelo y carne quemados producidos por un hierro de marcar candente, aplicado al costado del animal.

Entonces, tocando una palanca, la prensa de reses giraba noventa grados a un costado. En lo que había sido el fondo, quedaba expuesta una escotilla que un vaquero abría. El hombre insertaba un aerosol con desinfectante y pulverizaba los genitales del animal; luego, dejaba la lata y tomaba un cuchillo. Metiendo la mano, hendía el escroto, buscaba con los dedos, luego sacaba y cortaba los testículos, que echaba en un recipiente que tenía al lado. Otra aplicación del desinfectante en aerosol en la herida sangrante y abierta, y la operación había terminado.

El ternero, privado de todo deseo, salvo de comer, engordaría ahora satisfactoriamente.

La prensa hidráulica se abría. Todavía bramando, el animal salía corriendo para meterse en el otro corral.

Todo el proceso había llevado menos de cuatro minutos.

—Es más rápido y sencillo de lo que solía ser —le dijo Yale a Nim—. En tiempos de mi abuelo y aún más recientemente, había que enlazar los terneros y atarlos antes de poder hacer todas estas cosas. Hoy día nuestros vaqueros muy raramente montan a caballo; algunos ni siquiera saben hacerlo.

—¿Y este método es más barato? —preguntó Nim.

—Debería serlo, pero no lo es. La inflación nos hunde: la mano de obra, el material, el alimento, la electricidad, especialmente la electricidad. Toda esta operación la necesita. Usamos energía eléctrica para el molino que mezcla el alimento para cuarenta mil cabezas. ¿Y sabía que en los corrales las luces están encendidas toda la noche?

—Por lo que sé —dijo Nim—, es para que los animales puedan ver para comer.

—Exacto. Duermen menos, comen más y engordan más rápido. Pero nuestros recibos de electricidad son astronómicos.

Nim canturreó: «Esa canción la he oído antes», y Yale rio.

—¿Parezco un usuario quejoso, verdad? Y bien, hoy lo soy. Le he dicho a Ian Norris, el administrador del fondo, que reduzca gastos, que economice, que estudie en qué se malgasta, que ahorre. Hay que hacerlo.

Nim había visto a Norris brevemente, antes. Era un hombre hosco, seco, entre cincuenta y sesenta años, que tenía una oficina en la ciudad y administraba otras propiedades además del fondo de la familia Yale. A Nim le pareció que Norris añoraba la época en que Paul Sherman Yale vivía en Washington y no tenía nada que ver con los asuntos del fondo de familia.

—Lo que me gustaría hacer —dijo Yale—, es vender esta propiedad y algunas otras de las que dejó mi abuelo. Pero justo ahora es un mal momento.

Mientras hablaban, Nim siguió mirando la procesión que desfilaba por debajo de ellos. Había algo que le intrigaba.

—El último ternero —dijo—. Y el anterior. No los han castrado. ¿Por qué?

Un vaquero que estaba cerca y oyó la pregunta de Nim se volvió. Tenía la cara morena de un mejicano y sonreía ampliamente. Lo mismo hacía el juez Yale.

—Muchacho —dijo el viejo. Se inclinó para acercarse y le habló en secreto—. Hay algo que debo decirle. Esos dos últimos eran chicas.

Almorzaron en Fresno, en el Salón Windsor del hotel «Hilton». Durante la comida Nim continuó con el tema. Resultaba una tarea fácil. En cuanto aparecía un dato o estadística, el juez Yale parecía tenerlo ya memorizado. Rara vez pedía que se le repitiera algo, y sus preguntas dirigidas al fondo de la cuestión mostraban agilidad mental, además de dominio del panorama general. Nim deseó tener esa lucidez mental cuando llegara a los ochenta.

Hablaron sobre todo del agua. El noventa por ciento de la energía eléctrica que utilizaban los granjeros en el fértil valle de San Joaquín, informó Nim, era para bombear agua de los pozos para riego. Por eso los cortes de corriente podían resultar desastrosos.

—Recuerdo este valle cuando era casi un desierto —evocó Paul Yale—. Era en la década de los veinte. Hubo un tiempo en que nadie creía posible hacer crecer algo aquí. Los indios lo llamaban valle Vacío.

—No habían oído hablar de electrificación rural.

—Sí, hizo milagros. ¿Cómo es esa línea en Isaías?—. «El desierto se alegrará y florecerá como la rosa.» —Yale sonrió—. Quizá pueda deslizaría en mi testimonio. Una o dos citas de la Biblia añaden un toque de distinción, ¿no?

Antes de que Nim pudiera contestar, el maître se acercó a la mesa.

—Señor Yale, hay una llamada telefónica para usted. Puede hablar desde la recepción si lo desea.

El anciano se retrasó varios minutos. Nim le veía en el otro extremo del salón escribiendo en una libreta mientras escuchaba atentamente lo que le decían por teléfono. Cuando volvió a la mesa, sonreía complacido y tenía la libreta abierta.

—Buenas noticias de Sacramento, Nim. Excelentes noticias, creo. Un delegado del gobierno asistirá al debate de esta tarde; leerá una declaración en la que el gobernador apoya decididamente el proyecto de Tunipah. Ya sale un comunicado de prensa confirmándolo —Yale miró las notas—. Habla de «una convicción personal», de que el proyecto Tunipah es esencial para el desarrollo y prosperidad de California.

—Bueno —dijo Nim—, realmente lo ha conseguido. ¡Enhorabuena!

—Confieso que estoy contento —Yale se metió la libreta en el bolsillo y miró el reloj—. ¿Qué le parece si hacemos un poco de ejercicio y caminamos hasta el lugar del debate?

—Lo acompañaré, pero sin entrar —Nim sonrió—. Quizá recuerde que… en la Comisión de Energía todavía soy persona non grata.

Se dirigieron al edificio donde se celebraba el debate, a unos diez minutos de allí.

Era un día luminoso y agradable, y Paul Yale, siempre dispuesto a caminar, como a tantas otras cosas, arrancó con paso vivo. Después de todo lo que habían hablado antes y durante el almuerzo, ambos iban en silencio.

Los pensamientos de Nim volvieron a Ruth, como sucedía a menudo últimamente. Desde la noche angustiosa en que se enteró de que la vida de Ruth estaba en peligro a causa de las células cancerosas que habían invadido su cuerpo, había pasado una semana y media. Aparte de su conversación con el doctor Levin, Nim guardó total reserva. No parecía tener objeto convertir a Ruth —como había visto ocurrir en otras familias— en un tema de conversación y conjeturas.

La actitud del doctor Levin no había sido derrotista ni tranquilizadora.

—Su esposa puede tener por delante muchos años de vida normal —le había dicho—. Pero también puede ocurrir que su salud se deteriore repentina y rápidamente. De todas maneras, el tratamiento, sea quimioterapia o inmunoterapia, inclinará la balanza a su favor.

En cuanto a una posible terapia adicional, Ruth haría pronto otro viaje a Nueva York; se decidiría entonces si el método del Instituto Sloan-Kettering, nuevo y en parte experimental, ofrecía posibilidades de ayudarla. Para Nim, como para Ruth, la espera era como vivir sobre una piedra suelta al borde de un precipicio, preguntándose si cedería o se mantendría.

—El único consejo que puedo darle —había agregado el doctor Levin—, es lo que ya le he dicho a su mujer; vivir el momento y sacarle todo el jugo posible. No permita que deje para más tarde lo que quiere y puede hacer. Si lo pensamos bien, es un buen consejo para todos. Recuerde que usted y yo podemos morir ahora o mañana de un paro cardíaco o en un accidente, mientras su esposa nos sobrevive durante años —el médico suspiró—. Lo siento, Nim; quizás esto suene a pura charla. Comprendo que quiere algo definido. Es lo que todos quisiéramos. Pero el consejo que le doy es el mejor que puedo darle.

Nim había seguido el consejo del doctor, dedicando el mayor tiempo posible a Ruth. Hoy, por ejemplo, podría haberse quedado a pasar la noche en Fresno; había algunos proyectos locales sobre los cuales le habría sido útil informarse. En cambio, había tomado medidas para coger un vuelo de la tarde, y llegaría a su casa para cenar.

El juez Yale le arrancó de sus pensamientos y le devolvió al presente al decir:

—Parece haber una cantidad extraordinaria de gente para la hora que es.

Nim había estado absorto; ahora miró a su alrededor.

—Tiene razón. Hay mucha gente.

Las calles que alcanzaban a ver estaban ocupadas por un gran número de peatones, que aparentemente se dirigían todos en la misma dirección: hacia el edificio estatal. Algunos se apresuraban como si estuvieran ansiosos por adelantarse a los demás. También los coches llegaban a raudales y se estaba formando un embotellamiento. Entre los ocupantes de los coches y los que iban a pie parecían predominar las mujeres y los adolescentes.

—Quizás haya corrido la voz de que usted estaría hoy aquí —dijo Nim.

—Aunque así fuera —dijo el anciano, riendo—, no tengo el carisma necesario para atraer a semejante multitud.

Llegaron al césped de delante del edificio estatal. Estaba lleno de gente.

—Si uno quiere saber algo, lo mejor es preguntar —dijo Yale. Tocó el brazo de un hombre de mediana edad vestido con ropa de trabajo—. Disculpe. Querríamos saber por qué hay tanta gente aquí.

El otro le miró incrédulo.

—¿No lo sabe?

—Por eso le pregunto —dijo Yale, sonriendo.

—Es Cameron Clarke. Va a venir aquí.

—¿El actor de cine?

—¿Conoce otro? Va a participar en un debate del gobierno. Está en la radio todas las mañanas. También en la tele, dice mi mujer.

—¿Qué debate del gobierno? —preguntó Nim.

—¿Cómo voy a saberlo? ¿A quién le importa? Lo que queremos es verle, eso es todo —Paul Yale y Nim se miraron mientras pensaban lo mismo.

—No tardaremos en saberlo —dijo Yale.

Comenzaron a abrirse paso para acercarse al edificio estatal, funcional, poco interesante, con una escalinata al frente. Al mismo tiempo, de la dirección opuesta llegaba una limusina negra con escolta de motocicletas. Se oyó un grito repetido:

—¡Ahí está! —la multitud se agitó, adelantándose.

Aparecieron más policías. Abrieron paso a la limusina para que llegara a la acera, cerca de los escalones. Cuando el coche se detuvo, un chófer de uniforme saltó y abrió la puerta posterior. Salió un hombre joven, bajo, delgado. Tenía una mata de pelo rubio y llevaba un traje ligero color tostado. La multitud le aclamó.

—¡Cameron! ¡Aquí, Cameron! —alguien comenzó a gritar y otros se sumaron.

Como los reyes, Cameron saludó con el brazo.

Se trataba del actor más taquillera de Hollywood en aquel momento. Su cara hermosa, juvenil y amable era familiar para cincuenta millones de adoradores desde Cleveland hasta Calcuta, desde Seattle hasta Sierra Leona, desde Brooklyn hasta Bagdad. Incluso los venerables jueces del Tribunal Supremo de los Estados Unidos habían oído hablar de Cameron Clarke, como acababa de demostrar Paul Sherman Yale. La sola presencia de Clarke era suficiente para provocar casi una avalancha de aduladores. La policía de Fresno, sin duda conocedora del hecho, hacía lo que podía para controlar la multitud.

Los fotógrafos de la prensa, que habían comenzado a actuar en cuanto se detuvo la limusina, seguían como si tuvieran película fotográfica infinita. Un equipo de televisión que había estado esperando se acercó al actor.

Tuvo lugar una entrevista.

Entrevistador (con gran respeto).: Señor Clarke, ¿cuál es el motivo de su presencia?

Cameron Clarke: He venido como un ciudadano del montón para protestar contra ese plan mal concebido, sórdido y totalmente innecesario, que profanaría la magnífica e intacta zona de California que se conoce como Tunipah.

E.: Son palabras fuertes, señor. ¿Nos querría explicar por qué piensa así?

C.C.: Cómo no. El proyecto de Tunipah está mal concebido porque atenta contra el medio ambiente. Es sórdido porque su objeto es proporcionar ganancias a la compañía «Golden State», que no las necesita. Es innecesario porque hay otra fuente de energía a mano; además, un buen plan de ahorro de energía reduciría las necesidades energéticas en una cantidad mayor de la que produciría Tunipah.

Nim y Yale escuchaban.

—Está recitando —masculló Nim, enojado—. Me pregunto qué idiota ignorante se lo escribió.

E.: ¿Cuál es esa fuente de energía, señor Clarke?

C.C.: La energía solar.

E.: ¿Cree usted que la energía solar ya puede ser utilizada?

C. C.: Por supuesto. De todos modos, no hay prisa, ni siquiera para la solar. Todo lo que se oye acerca de un probable déficit de energía eléctrica es una mera táctica para asustar: propaganda manejada por las empresas.

—¡Bravo, Cameron! —gritó un espectador—. ¡Así se habla! ¡Duro con ellos!

El actor miró, agitó una mano en señal de reconocimiento, y sonrió.

—Me parece que ya he oído bastante —le dijo Nim a Yale—. Si me perdona, señor Yale, me vuelvo al norte y le dejo con su debate. Parece que va a ser todo un espectáculo.

—Ya sé quién va a ser la estrella. No yo, evidentemente —dijo Yale tristemente—. Muy bien, Nim, márchese. Gracias por toda su ayuda.

Mientras Nim se abría paso a codazos por entre la multitud, Yale hizo señas a un policía y se identificó. Instantes después, sin ser visto, fue escoltado hasta el interior.

Cameron Clarke seguía con la entrevista para la televisión.

—En realidad —dijo O’Brien al día siguiente—, cuando se habla a solas con Cameron Clarke uno descubre que es un tipo bastante decente. He hablado con él. Además, conozco un par de amigos suyos. Su matrimonio es sólido y tiene tres hijos a los que quiere con locura. Lo malo es que siempre que abre la boca en público, reciben lo que él dice como si viniera del Olimpo.

El asesor general, que había estado en el debate de Fresno, estaba informando a J. Eric Humphrey, Teresa van Buren y Nim.

—Tal como salieron las cosas —dijo O’Brien—, la razón principal de la oposición de Clarke es que tiene cerca una propiedad; un refugio que él y su familia utilizan durante el verano. Tienen caballos, recorren los senderos, pescan, a veces acampan durante la noche. Teme que nuestro proyecto Tunipah arruine todo eso, y probablemente tenga razón.

—¿No se hizo hincapié en que el bienestar de millones de californianos vale más que los privilegios de vacaciones de un individuo? —preguntó Eric Humphrey.

—Claro que sí —dijo O’Brien—. Dios sabe que lo intenté en los turnos de preguntas. Pero ¿creen que a alguien le importó? ¡No! Cameron Clarke se opuso a Tunipah; había hablado el dios de la pantalla de plata. Eso es lo que importó.

El abogado se calló para hacer memoria; luego agregó:

—Cuando Clarke recitó su monólogo sobre la expoliación de la naturaleza, que debo admitir, por Dios que estuvo bien, recordaba a Marco Antonio hablando sobre el cuerpo de César; entre la gente que se agolpaba hubo muchos que lloraban; lo que les digo: ¡lloraban!

—Sigo pensando que alguien le escribió lo que dijo —insistió Nim—. Por lo que sé, no sabe tanto sobre nada.

—Eso es un punto puramente académico —dijo O’Brien encogiéndose de hombros. Y agregó—: Les diré algo más. Cuando Clarke terminó de hablar y se aprestaba a retirarse, el comisionado que presidía le pidió un autógrafo. Dijo que lo quería para su sobrina. ¡Maldito mentiroso! Era para él.

—Desde cualquier punto de vista —dictaminó Teresa van Buren—, Cameron Clarke ha perjudicado muchísimo a nuestra causa.

Nadie mencionó lo que no era necesario decir: que los comentarios de la televisión, radio y revistas sobre el breve espectáculo del actor habían eclipsado todas las otras noticias sobre Tunipah. En el Chronicle-West y el California Examiner, la declaración del gobernador de California en apoyo del proyecto mereció un breve párrafo al final del artículo dominado por Clarke. En la televisión no se le mencionó en absoluto. En cuanto a la presentación de Paul Sherman Yale, fue totalmente ignorada.