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Entre otras cosas, Nim era un entusiasta del vino. Tenía olfato y paladar finos; le gustaban especialmente las variedades de vinos del valle Napa, que eran los mejores de California, y que en sus buenos años estaban a la par de los de primera calidad de Francia. Así que estaba contento de ir al valle Napa con Eric Humphrey, aunque fuera fines de noviembre, y pese a que ignoraba por qué le había invitado el presidente.

Se celebraba el retorno al terruño de uno de los hijos más distinguidos de California; un retorno aplaudido, victorioso, sentimental. El del honorable Paul Sherman Yale.

Hasta dos semanas antes había sido un respetado juez adjunto del Tribunal Supremo de los Estados Unidos.

Si alguna vez un individuo mereció la designación de «señor California», no cabía duda de que ése era Paul Sherman Yale. Todo lo que un californiano podía desear ser o tratar de ser quedaba ejemplificado en su distinguida carrera, que ahora se aproximaba a su fin.

Desde antes de los veinticinco años, cuando, adelantándose en dos años a la mayoría de sus contemporáneos, se graduó con honores en la Facultad de Derecho de Stanford, hasta que cumplió los ochenta, que acababa de celebrar, Paul Yale había ocupado una sucesión de funciones públicas cada vez más importantes. Siendo un joven abogado, logró reputación en todo el Estado como defensor de pobres y desvalidos. Buscó y consiguió un lugar en la Cámara de Representantes de California y, al cabo de dos períodos, llegó a ser el miembro más joven del Senado estatal. Su hoja de servicios legislativos fue notable en las dos cámaras. Fue autor de las primeras leyes de protección de las minorías y de proscripción de las fábricas donde se explotaba a los obreros. También patrocinó leyes de ayuda para los granjeros y pescadores de California.

Paul Sherman Yale dejó el Senado al ser elegido fiscal general del Estado, función desde la que declaró la guerra al crimen organizado y mandó a la cárcel a uno de sus cabecillas. El estadio lógico siguiente era el gobierno, que, de quererlo, pudo haber alcanzado. En cambio, aceptó la invitación del presidente Truman para llenar una vacante en el Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Las audiencias del Senado para la confirmación de su cargo fueron breves, con el resultado previsto, dado que entonces —y más adelante— ni una sombra de escándalo o corrupción manchó jamás su nombre. Otro apodo que se le daba a veces era «señor Integridad».

En los fallos del Tribunal Supremo, sus votos reflejaban su humanidad amplia, y sin embargo fueron elogiados por juristas como de «puro derecho». Hasta sus disidencias en algunas sentencias fueron ampliamente citadas y algunas provocaron cambios en la legislación. Pero el señor juez Yale no olvidó en ningún momento que él y su esposa Beth eran californianos, y en todas las oportunidades manifestó su afecto inalterable por su estado natal.

Cuando a su debido tiempo entendió que su obra había terminado, renunció sin ruido, y los Yale se fueron de Washington, de acuerdo con su carácter, sin ninguna alharaca; como Paul Yale dijo a Newsweek: «Estamos de vuelta, al oeste y a casa.» Rechazó la sugerencia de un banquete multitudinario de agradecimiento en Sacramento, pero aceptó un almuerzo más modesto de bienvenida, en su amada región natal, en el valle Napa, donde los Yale planeaban residir.

Entre los invitados sugeridos por los Yale estaba el presidente de la «Golden State». Humphrey solicitó, y obtuvo, otra invitación para su ayudante, Nim.

Camino del valle Napa, en la limusina del presidente, conducida por un chófer, Humphrey se mostró amable mientras él y Nim estudiaban planes y problemas, como era usual en esos viajes. Era obvio que el presidente había olvidado su disgusto con Nim. No se mencionó el motivo del viaje.

Pese a la proximidad del invierno y a que habían pasado varias > semanas desde la época de la cosecha, el valle estaba extraordinariamente hermoso. Era un día claro, fresco, de sol, después de varios días de lluvia. Retoños tempranos de mostaza, de un amarillo luminoso, brotaban ya entre las hileras de vides ahora desnudas, sin hijos, y que pronto serían podadas para prepararlas para la próxima estación. En las semanas venideras la mostaza crecería profusamente, y luego le pasarían el arado para que actuara como fertilizante y, según algunos, agregara un sabor picante especial al de las uvas y el vino.

—Fíjese en la separación entre las vides —dijo Humphrey, que había dejado el trabajo cuando entraron en la parte central del valle, donde los viñedos se extendían a lo lejos, hasta las frondosas colinas verdes, a cada lado del camino—. La separación es mucho mayor de lo que solía ser. Es para la cosecha mecánica; es así como los viñateros derrotan a los sindicatos. Los dirigentes gremiales hicieron perder el trabajo a sus miembros por su afán de crecer y su intransigencia; pronto habrá aquí un mínimo de trabajadores y la mayoría de las tareas se harán con máquinas, con mayor eficiencia.

Atravesaron el municipio de Yountville. Unos kilómetros más adelante, entre Oakville y Rutherford, entraron por un camino enmarcado por paredes curvas color adobe, en las bodegas «Robert Mondavi», un edificio de estilo colonial, donde se serviría el almuerzo.

El invitado de honor y su esposa habían llegado temprano y estaban en el elegante Salón Viñedo, recibiendo a los invitados a medida que llegaban. Humphrey, que se había encontrado con los Yale varias veces, les presentó a Nim.

Paul Sherman Yale era bajo, ágil y erguido, de pelo blanco raleado, ojos grises, penetrantes, que parecían atravesar todo lo que miraban, y una vivacidad para todo, que no se esperaba de sus ochenta años. Para sorpresa de Nim, dijo:

—Tenía ganas de conocerle, joven. Antes de que vuelva a la ciudad encontraremos algún rincón para charlar.

Beth Yale era una mujer cálida y gentil; se había casado con su marido hacía más de cincuenta años, cuando él era un joven miembro de la Cámara de Representantes y ella su secretaria. Le dijo a Nim:

—Creo que le gustará trabajar con Paul. A la mayoría de la gente le gusta.

En cuanto pudo, Nim se llevó a Humphrey aparte. En voz baja le preguntó:

—Eric, ¿qué pasa? ¿De qué se trata?

—Hice una promesa —dijo Humphrey—. Si se lo digo, la rompería. Espere.

Mientras crecía el número de invitados que llegaban, y la fila de los que esperaban para estrechar la mano de los Yale se alargaba, se acentuaba la impresión de que se trataba de un acontecimiento. Parecía como si todo el valle Napa se hubiera hecho presente para rendirle homenaje. Nim reconoció la cara de algunos de los grandes nombres de la industria vinícola de California: Louis Martini, Joe Heitz, Jack Davies de Schramsberg, el anfitrión del día, Robert Mondavi, Peter Mondavi, De Krug, André Tchelistcheff, el hermano Timothy de los Hermanos Cristianos, Donn Chappellet y otros. El gobernador, que estaba ausente del Estado, había mandado al vicegobernador en su representación. Los medios de información habían concurrido en pleno, incluso los equipos de televisión.

El acontecimiento, anunciado como privado e informal, sería comentado y televisado para la mayoría de los californianos, esa noche y al día siguiente.

El almuerzo, con vinos del valle Napa, naturalmente, fue seguido por discursos preliminares, misericordiosamente breves. Se brindó por Paul y Beth Yale; siguió una ovación espontánea. El invitado de honor se levantó sonriente para responder. Habló media hora, cálida, simple y elocuentemente, como en una conversación cómoda e informal con amigos. No dijo nada que conmoviera al mundo, ninguna revelación resonante; sencillamente, las palabras de un muchacho del lugar que ha vuelto a casa por fin:

—No estoy del todo preparado para morirme —dijo—. ¿Quién lo está? Pero, cuando parta para la eternidad, quiero tomar el autobús aquí.

La sorpresa llegó al final.

—Hasta que llegue el autobús, me propongo seguir en actividad y, espero ser útil. Hay un trabajo que me dicen que puedo desempeñar y en el que puedo ser útil a California. Después de pensarlo bien y consultarlo con mi mujer, que, por otra parte, estaba inquieta ante la posibilidad de tenerme en casa todo el día… (Risas)… he aceptado ingresar en la compañía «Golden State». No como lector de contadores; desgraciadamente, mi vista ya no es tan buena… (Más risas)… sino como miembro del consejo de dirección y portavoz de la compañía. En atención a mis canas se me permite fijar mis horas de oficina, de modo que probablemente llegaré —los días que decida presentarme— a tiempo para almorzar a expensas de la compañía… (Fuertes risas.)… Mi nuevo jefe, el señor Eric Humphrey, está aquí hoy, probablemente para pedirme mi número de Seguridad Social y mi curriculum… (Risas y aclamaciones.)

Y siguió en ese tono. Luego, Humphrey informaría a Nim:

—El viejo insistió en que se mantuviera el secreto durante nuestras conversaciones, y luego quiso anunciarlo él mismo a su manera. Por eso no se lo pude decir antes, aunque usted será el que trabajará con él para ayudarle a orientarse.

Cuando el juez Yale (retendría el título por el resto de sus días) concluyó su discurso, recibió un aplauso sostenido. Los periodistas se amontonaron alrededor de Eric Humphrey.

—Todavía faltan los detalles —les dijo Humphrey—; pero, esencialmente, su función será la que él explicó: portavoz de nuestra compañía, tanto ante el público como ante los comisionados y legisladores.

Humphrey pareció contento mientras contestaba las preguntas de los periodistas; y ya podía estarlo, pensó Nim. Atrapar a Paul Sherman Yale e introducirlo en la órbita de la «CGS» era un golpe fantástico. No solo Yale gozaba de inamovible confianza entre la gente, sino que en California todas las puertas oficiales, desde la del gobernador hacia abajo, estaban abiertas para él. Era obvio que iba a ser un cabildero del más alto calibre, aunque Nim estaba seguro de que la palabra «cabildero» nunca sería mencionada en su presencia.

Los equipos de televisión ya estaban preparando al nuevo portavoz de la «CGS» para una declaración. Sería una de muchas, pensó Nim; algunas serían muy parecidas a las que el propio Nim hubiera seguido haciendo si no le hubieran amordazado. Mientras le observaba, Nim sintió una punzada de envidia y pena.