16
En la semioscuridad del túnel del canal de escape, sobre el atronador ruido del agua que corría confinada, el periodista del Oakland Tribune gritó:
—Cuando terminen estos dos días, voy a pedir una semana tranquila en la columna de defunciones.
Varios de los que estaban cerca sonrieron, pero sacudieron la cabeza ante la imposibilidad de oír sus palabras por el ruido ensordecedor del agua y los tapones de algodón en los oídos. Antes de entrar, cuando el grupo acabó de bajar dificultosamente una empinada escalera de piedra hasta donde el canal de escape de la planta generadora de Devil’s Gate se precipitaba ruidosamente en el río Pineridge, diez metros más abajo, Teresa van Buren había distribuido el algodón para los tapones, que atenuaban un poco el ruido.
Mientras se colocaban los tapones, preparándose para entrar en el túnel, alguien gritó:
—¡Eh, Tess! ¿Por qué nos hace entrar por la puerta de atrás?
—Es la entrada de servicio —contestó ella—. ¿Desde cuándo merecen algo mejor? Además, siempre están hablando de la necesidad de colorido para sus artículos. Aquí lo tienen.
—¿Colorido? ¿Ahí dentro? —dijo el representante del Los Ángeles Times con escepticismo, tratando de ver en la oscuridad interrumpida solamente por algunas pálidas lucecitas. El túnel era casi cilíndrico, cavado en la roca sólida, con las paredes rugosas y sin terminar, tal como quedaron después de la excavación. Las bombillas estaban cerca del techo. A media distancia entre las luces y el agua turbulenta había un pasadizo estrecho y colgante con sogas a ambos lados para agarrarse, por el que los visitantes podían caminar.
Después del desayuno, Nim Goldman les había explicado qué iban a ver: «Una planta hidroeléctrica que está enteramente bajo tierra, en el corazón de una montaña. Más adelante hablaremos del proyecto de depósito de Devil’s Gate, que también se hará bajo tierra, enteramente oculto. El canal de escape que vamos a ver en realidad marca el final del proceso de producción; pero les dará una idea de las fuerzas que debemos controlar. El agua que verán ha pasado por los álabes de las turbinas después de hacerlas girar, y sale en masas enormes.»
La caudalosa corriente se veía ya desde fuera del túnel con solo inclinarse sobre la baranda de metal de encima del río, donde el tremendo torrente se volcaba en un enfurecido remolino.
—¡Por Dios! No quisiera caerme ahí —observó el representante de Radio KFSO. Le preguntó a Van Buren—: ¿Se ha caído alguien alguna vez?
—Que sepamos, una sola vez. Un obrero resbaló desde aquí. Era un gran nadador, y después descubrimos que había ganado incluso algunas medallas, pero la corriente del canal de escape lo absorbió. El cuerpo apareció a las tres semanas.
Los que estaban más cerca del pasamanos dieron un paso atrás instintivamente. Otra cosa que Nim les había adelantado era que aquel canal de escape era único.
—Tiene una longitud de cuatrocientos metros, y fue cortado horizontalmente en la ladera de una montaña; mientras construían el túnel, y antes de que dejaran entrar el agua, había lugares por los que dos camiones pesados podían pasar al mismo tiempo.
Nancy Molineaux había ahogado un bostezo, significativamente.
—¡Mierda! Así que tienen una caverna larga, gorda y húmeda. ¿Y eso es noticia?
—No tiene por qué ser algo nuevo. Estos dos días son para que obtengan una información completa del sistema —señaló Van Buren—. Eso se les explicó a todos, incluso a sus editores.
—¿Dijo usted información o deformación? —preguntó la señorita Molineaux.
Los otros rieron.
—Bien —dijo Nim—, de todos modos había terminado.
Al cabo de unos veinte minutos de viaje en autobús, Nim les condujo hasta el túnel.
La fresca humedad contrastaba con el día cálido y soleado. A medida que el grupo avanzaba en fila india, a solo pocos palmos sobre el agua moteada de espuma que corría abajo, el círculo de luz que dejaban atrás se fue empequeñeciendo hasta convertirse en un punto. Al frente, las espaciadas lamparitas de luz, pálidas, parecían extenderse en una línea sin fin. De vez en cuando alguien se detenía para mirar abajo, agarrándose con fuerza a las sogas.
Por fin se vio el final del túnel y una escalera vertical de acero. Al mismo tiempo se hizo presente un ruido nuevo; un zumbar de generadores, que se convirtió en un rugido poderoso al llegar a la escalera. Nim señaló que subieran, y él lo hizo primero, con los otros detrás.
Entraron en una cámara generadora baja, por una escotilla; luego, por una escalera de caracol, ascendieron a una cámara de control brillantemente iluminada, dos pisos más arriba. Allí, para alivio de todos, disminuyó la intensidad del ruido; solo un débil zumbido traspasaba las paredes con aislamiento acústico.
Una gran ventana de vidrio cilindrado dejaba ver justo abajo dos enormes generadores en funcionamiento.
En la cámara de control, un técnico solitario escribía en un cuaderno mientras observaba una colección de cuadrantes, luces de color y registros gráficos que ocupaban toda una pared. Al oír entrar al grupo, se volvió. Ya antes Nim lo había reconocido por la mata de pelo rojo.
—Hola, Fred Wilkins.
—¡Hola, señor Goldman! —el técnico saludó a los visitantes con un breve «buenos días» y siguió escribiendo.
—Estamos —anunció Nim— a ciento sesenta metros bajo tierra. Esta planta se construyó hundiendo un eje desde arriba, como se haría para una mina. Un ascensor va desde aquí a la superficie, y por otro túnel vertical van las líneas de transmisión de alta tensión.
—No hay mucha gente trabajando aquí —comentó el del Sacramento Bee. Miraba por una ventana la planta del generador, donde no se veía a nadie.
El técnico cerró el cuaderno y sonrió:
—Dentro de un par de minutos no verá a nadie.
—Es una planta generadora automatizada —explicó Nim—. El señor Wilkins viene para hacer una verificación de rutina —le preguntó al técnico—: ¿Cada cuánto?
—Solo una vez por día, señor.
—El resto del tiempo —continuó Nim— esto queda enteramente cerrado y solo, salvo para ocasionales trabajos de mantenimiento o si algo anda mal.
El del Los Ángeles Times preguntó:
—¿Y cómo empieza a funcionar o se detiene?
—Se hace desde el centro de control, a unos doscientos kilómetros. La mayoría de las plantas hidroeléctricas modernas están planeadas así. Son eficientes y se ahorra mucho en gasto de personal.
—Si algo anda mal y hay una avería —inquirió el del New West—, ¿qué ocurre?
—El generador afectado, y los dos si es el caso, envía un aviso al centro de control y se detiene automáticamente, hasta que llegue el grupo de reparaciones.
—Esa es la clase de planta generadora —interrumpió Van Buren— que será Devil’s Gate Dos, el depósito en proyecto; invisible desde la superficie para no alterar el paisaje, y además no contaminante y económica.
Nancy Molineaux habló por primera vez desde que habían entrado:
—Hay un punto insignificante que ha omitido en eso del paisaje, Tess. El maldito enorme embalse que tendrán que construir y el área de superficie que se inundará.
—En estas montañas, un lago, y eso es lo que será, es tan natural como un desierto seco —replicó la directora de Relaciones Públicas—. Y además proporcionará pesca…
—Permítame, Tess —dijo Nim suavemente. Ese día estaba decidido a no dejar que Nancy Molineaux ni nadie lo irritara—. La señorita Molineaux tiene razón —dijo al grupo—, en cuanto a la necesidad de un embalse. Estará a un kilómetro y medio de aquí, mucho más arriba, y será visible solamente desde los aviones o para los amantes de la naturaleza que estén dispuestos a un ascenso largo y difícil. Al construirlo tomaremos todas las medidas necesarias para preservar el ambiente…
—El «Club Sequoia» no lo cree así —interrumpió un corresponsal de la televisión—. ¿Por qué?
—No lo sé —dijo Nim encogiéndose de hombros—. Supongo que nos lo dirán en el debate público.
—Está bien —dijo el hombre de la televisión—. Siga con su charla propagandística.
Recordando su decisión, Nim refrenó una réplica dura. Con la gente de los medios de comunicación, pensó, a menudo todo se convertía en una lucha, una lucha contra la incredulidad, por muy sincero que intentara ser cualquiera vinculado a la industria y los negocios. Solo a los grupos radicalizados, por mal informados que estuvieran, se los citaba textualmente, sin objeciones.
Pacientemente explicó en qué consistía el depósito.
—Único método conocido para acumular grandes cantidades de electricidad para ser utilizada en las horas punta. En cierto modo, se podría pensar en Devil’s Gate Dos como una enorme batería de reserva. Habría dos niveles de agua —continuó Nim—: el embalse nuevo y el río Pineridge, mucho más abajo. Gruesas tuberías subterráneas, o compuertas y túneles con canales de escape, conectarán los dos niveles.
La planta generadora estaría entre el embalse y el río; las compuertas terminarían en la planta, donde comenzarían los túneles.
—Cuando la planta produzca electricidad —dijo Nim—, el agua del embalse correrá hacia abajo, accionará las turbinas y luego se descargará en el río por debajo de la superficie.
Pero, en otros momentos, el sistema operaría exactamente al revés. Cuando la demanda de energía eléctrica fuera escasa en todas partes —ocurre generalmente durante la noche—, Devil’s Gate no produciría electricidad. El agua sería bombeada hacia arriba desde el río, unos seiscientos millones de litros por hora, para volver a llenar el embalse y dejarlo a punto para el día siguiente.
—Por la noche tenemos grandes cantidades de energía eléctrica sobrante en otras partes del sistema de la «CGS». La usaríamos para hacer funcionar las bombas.
—La «Con Edison», de Nueva York —dijo el reportero del New West—, ha estado tratando de construir una planta así desde hace veinte años. La llaman Storm King, «Rey de la Tormenta». Pero los ecólogos, y mucha otra gente, están en contra.
—También hay mucha gente responsable que está a favor —dijo Nim—. Desgraciadamente, nadie nos escucha.
Se refirió a una exigencia de la Comisión Federal de Energía: se debía probar que Storm King no molestaría a los peces del río Hudson. Después de varios años de estudios, la contestación fue: «Habrá una reducción de solo cuatro al seis por ciento de peces adultos.»
—Sin embargo —terminó Nim—, el proyecto de «Con Edison» todavía no está aprobado; y llegará el día en que la gente de Nueva York lo lamentará.
—Esa es su opinión —dijo Nancy Molineaux.
—Naturalmente, es una opinión. ¿Es que usted no tiene opiniones propias, señorita Molineaux?
—Claro que no —dijo el representante del Los Ángeles Times—, Ya sabe que nosotros, los servidores de la verdad, carecemos enteramente de prejuicios.
—Ya lo he notado —sonrió Nim.
Los rasgos de la mujer negra se pusieron tensos, pero no hizo ningún comentario.
Un momento antes, cuando hablaba de los peces del río Hudson, Nim había sentido la tentación de citar a Charles Luce, el presidente de «Con Edison», que una vez declaró en público, en un momento de exasperación: «Llega un momento en que el ambiente humano debe prevalecer sobre el de los peces. Creo que en Nueva York ya ha llegado.» Pero la prudencia se impuso. La observación le había creado problemas a Chuck Luce, y produjo una tempestad de insultos de ecólogos y otra gente. «Mejor no correr el riesgo», pensó Nim.
Además, reflexionó, él ya tenía problemas de imagen, con el asunto del maldito helicóptero que llegaría esa tarde para llevarle de regreso a la ciudad, donde le esperaba un montón de trabajo urgente en el despacho. Por eso se había asegurado de que el aparato no llegara antes de que se fuera el grupo de prensa en el autobús.
Mientras tanto, fastidiado con el trabajo y aliviado al mismo tiempo porque faltaba poco para terminarlo, siguió contestando preguntas.
A las dos, en el campamento Devil’s Gate, los últimos rezagados subían al autobús de la prensa, que estaba preparado para partir, con el motor en marcha. Ya habían almorzado, y el viaje de regreso a la ciudad les llevaría cuatro horas. A cincuenta metros del lugar, Teresa van Buren, que también volvía en autobús, le dijo a Nim:
—Gracias por todo, aunque buena parte de la tarea no le ha gustado nada.
—Me pagan para que de vez en cuando haga algunas cosas que preferiría no hacer —dijo él, sonriendo—. ¿Se habrá logrado algo? ¿Cree que…?
Nim se calló, sin saber por qué, salvo que tuvo la sensación paralizante, instintiva, de que algo no andaba bien a su alrededor, de algo que desentonaba. Estaban de pie más o menos donde habían estado esa mañana, cuando se dirigía a desayunar; el tiempo seguía radiante, un sol luminoso que destacaba una profusión de árboles y flores silvestres, y la brisa removía el fragante aire de la montaña. Se veían los dos albergues, el autobús detenido delante de uno, un par de empleados, en su tiempo de descanso, tomando el sol en un balcón. En la dirección opuesta, donde estaban las casas del personal, jugaba un grupo de chicos. Unos minutos antes, Nim había visto entre ellos a Danny, el niño pelirrojo con quien había hablado por la mañana. El niño hacía volar una cometa, quizás un regalo de cumpleaños, aunque en ese momento ambos, niño y cometa, no estaban a la vista. La mirada de Nim se dirigió a un camión del servicio de mecánica mayor de la «CGS» y un grupo de hombres vestidos con ropa de trabajo; entre ellos descubrió la figura del hijo de Walter Talbot, con su barbita; ésa era seguramente la cuadrilla de cables de transmisión que había mencionado Wally. Por el camino que llevaba al campamento apareció una pequeña camioneta azul de transporte.
—¡Vamos, Tess! —llamó impaciente alguien desde el autobús.
—¿Qué pasa, Nim? —preguntó Van Buren, curiosa.
—No estoy seguro. Me…
Un grito urgente, desesperado, cruzó el campamento por encima de todos los demás ruidos.
—¡Danny! ¡Danny! ¡No te muevas! ¡Quédate donde estás!
Las cabezas giraron, las de Nim y Van Buren al mismo tiempo, buscando el origen de la voz.
Otro grito, esta vez próximo a un alarido:
—¡Danny! ¿Me oyes?
—Allá —Van Buren señaló un sendero empinado, escondido parcialmente por los árboles, en el otro extremo del campamento. Un hombre pelirrojo, Fred Wilkins, el técnico, bajaba gritando mientras corría.
—¡Danny! ¡Haz lo que te digo! ¡Quieto! ¡No te muevas!
Los niños habían dejado de jugar. Sorprendidos, se volvieron al mismo tiempo en la dirección a la que se dirigían los gritos. Nim hizo lo mismo.
—¡Por Dios! —suspiró Nim.
Muy arriba, el pequeño Danny Wilkins iba trepando por una de las torres que llevaban las líneas de alta tensión por encima del campamento. Aferrado a un sostén de acero a más de media distancia de la base de la torre, trepaba despacio, sin pausa. Su objetivo era visible en lo alto: la cometa que había estado haciendo volar, enredada ahora en una línea de transmisión en la cima de la torre. Un rayo de sol reveló ahora a Nim algo que momentos antes había visto breve y confusamente; el reflejo de una varilla de aluminio que el chico tenía agarrada, una varilla con un gancho en el extremo. Era evidente que Danny pretendía utilizarla para recuperar la cometa. Su carita demostraba decisión mientras el cuerpecito seguía subiendo. No oía los gritos de su padre, o quizá no les hacía caso.
Nim y otros comenzaron a correr hacia la torre, pero con una sensación de impotencia, mientras el niño seguía trepando firmemente hacia las líneas de alto voltaje. Quinientos mil voltios.
Fred Wilkins, todavía a cierta distancia, se esforzaba por llegar, con la desesperación pintada en el rostro. Nim se unió a los gritos:
—¡Danny! ¡Los cables son peligrosos! ¡No te muevas! ¡Quédate ahí!
Esta vez el niño se detuvo y miró hacia abajo. Luego miró hacia arriba, a la cometa, y siguió trepando, aunque más despacio, con el palo de aluminio tendido adelante. Ahora estaba a solo pocos metros de la línea más próxima.
Entonces Nim vio que otra silueta, más cerca de la torre que las demás, había entrado en acción. Wally Talbot. Lanzado hacia delante, el paso largo, los pies tocando apenas el suelo, Wally volaba como un corredor olímpico.
Los periodistas abandonaron el autobús precipitadamente.
La torre, como las otras en la zona del campamento, estaba rodeada por un cerco de cadenas. Luego se supo que Danny lo había superado subiéndose a un árbol y saltando desde una rama baja. Wally llegó al cerco y saltó. Con un esfuerzo que pareció sobrehumano se aferró a la parte superior y pasó al otro lado. Cuando aterrizó adentro, se vio que tenía una mano herida y cubierta de sangre. Ya en la torre, trepó con rapidez.
Sin aliento, tensos, los espectadores apresuradamente reunidos, periodistas y otros, observaban desde abajo. Mientras lo hacían llegó un trío de trabajadores de la cuadrilla de líneas de transmisión de Wally y, después de intentar varias llaves, abrieron una entrada en el cerco de cadenas. Una vez dentro, ellos también comenzaron a trepar a la torre. Pero Wally se les había adelantado mucho, acortando rápidamente la distancia que le separaba del niño pelirrojo.
Fred Wilkins había llegado a la base de la torre; respiraba pesadamente y temblaba. Quiso empezar a subir también, pero alguien le detuvo.
Todas las miradas estaban fijas en las dos figuras cerca de la cima; Danny Wilkins, a solo unos palmos de las líneas de transmisión, y Wally Talbot, ya muy cerca.
Algo ocurrió entonces, tan velozmente, que los que miraban no pudieron luego ponerse de acuerdo sobre la sucesión de los hechos, ni sobre qué pasó realmente.
En lo que pareció un único momento, Danny, como posado a centímetros de un aislador que separaba la torre del conductor de una línea de transmisión, levantó la varilla en un intento de atrapar la cometa. Simultáneamente, justo desde abajo y un poco a un lado, Wally Talbot aferró al niño, tiró de él y lo sostuvo. Menos de un segundo después, pareció que los dos caían, el chico como si se deslizase hacia abajo agarrado de una viga, y Wally como si hubiera perdido pie. En ese momento, Wally, quizás instintivamente para mantener un equilibrio precario, agarró la varilla metálica que Danny soltaba. La varilla se curvó en un arco; inmediatamente estalló una gran bola de luz anaranjada, chispeante, la varilla desapareció y Wally Talbot quedó envuelto en un halo de llamas transparente. Luego, con la misma rapidez, la llamarada se apagó y el cuerpo de Wally cayó flojamente, quedando inmóvil sobre una viga de la torre.
Milagrosamente, ninguno de los dos cayó. Segundos después, dos de la cuadrilla de Wally Talbot lo alcanzaron y comenzaron a bajarlo. El tercero aseguró a Danny a una viga y lo mantuvo allí mientras los otros bajaban. El niño estaba aparentemente ileso; sollozaba, y sus sollozos se oían desde abajo.
Entonces, en alguna parte del campamento, comenzó a oírse el sonido breve y agudo de una sirena.