EL JUEZ MACCHI

"ES un juez de pueblo que no puede llevar adelante un caso como éste. Macchi posee tres valores que parecen insólitos en la Argentina de hoy: honestidad, capacidad y coraje, algo que pueden exhibir muy pocos funcionarios de nuestros días. Cómo va a investigar la muerte de Cabezas un juez que sólo trataba con ladrones de gallinas. El gordo es incorruptible y nadie puede acusarlo de dejarse influenciar."

Sentencias como ésta se cruzaron desde las distintas trincheras ni bien se supo que José Luis Macchi era el juez de instrucción a cargo de la causa por el asesinato de José Luis Cabezas.

El tono de la polémica se mantuvo casi sin pausa durante el proceso, con picos que amenazaron con desatar un incendio capaz de llegar hasta los principales despachos de la Gobernación bonaerense o de la Casa Rosada. Esos picos coincidieron con las instancias en las que la causa parecía quedar empantanada y ni bien quedaron a la intemperie las vinculaciones del empresario Alfredo Yabrán con el hecho investigado y con poderosos personajes del gobierno nacional y de la comunidad política.

Sin embargo el juez siempre pareció distante e impermeable a estos embates, actitud que reflejó sin disimulo aun en su relación con los periodistas enviados a cubrir el caso a Dolores.

Con ellos habló muy poco durante largos meses. Apenas algún saludo al cruzarlos en los restaurantes que frecuentaban el magistrado, sus colaboradores y los corresponsales, o alguna palabra suelta al llegar o abandonar el edificio de los tribunales dolorenses. Nada más.

Pero más allá de que Macchi no sea un hombre obsesionado por las cámaras o los micrófonos, se sospechó que el llamado "síndrome de Bernasconi" le había picado fuerte.

Es decir, el campechano juez del caso Cabezas se propuso desde el principio de la investigación mantenerse en las antípodas del espectáculo que ofreció en Dolores el controvertido Hernán Bernasconi, que desbordó pantallas y páginas durante el proceso que llevó a la cárcel a Guillermo Cóppola. Este fenómeno continuó cuando sus colaboradores más íntimos, uno a uno, terminaron procesados y tras las rejas poco después de que el apoderado de Diego Armando Maradona recuperara su libertad. Bernasconi tampoco esquivó flashes y lentes cuando él mismo debió defenderse en el Congreso Nacional de los pedidos de juicio político que arreciaron una vez que la Cámara Federal de Apelaciones marplatense lo apartó de la causa.

"Por favor, Macchi es otra cosa", "Este es un verdadero juez de la Nación", repetían los vecinos de Dolores.

Quizá se trataba de los mismos que unos meses antes le organizaron una marcha de apoyo a Bernasconi, que finalizó en la catedral local porque la lluvia amenazaba con humedecer los bríos de los fogoneros de la demostración.

No obstante, el tiempo demostraría que efectivamente, entre Macchi y Bernasconi, y más allá de la postura ante la prensa, las diferencias se pueden medir en años de luz.

José Luis Macchi nació en Dolores el 18 de marzo de 1948, al igual que sus padres, Armando Duilio y Julia María Amanda Fontana.

Junto a su hermano Duilio, cinco años mayor, trabajó desde muy pequeño en el almacén de ramos generales de la familia, pues el padre murió en 1957.

Estudió en la Escuela Normal y en el Colegio Nacional de Dolores. Ni bien se graduó de bachiller, partió a La Plata a estudiar Derecho.

Según sus condiscípulos "siempre fue un buen estudiante", hecho que sumado a la beca que recibió de la Fundación Ceresetto, entidad local dedicada a ofrecer ayuda económica a los alumnos universitarios de escasos recursos, le permitió graduarse de abogado en cinco años.

En esa época mechaba la lectura de libros de jurisprudencia con la obra de Jorge Luis Borges, pasión que aún mantiene. Incluso ahora, antes de redactar las resoluciones suele garabatear en el viejo tomo del Código Penal palabras extraídas de la obra de "Georgie", que luego incluye en sus textos de las resoluciones procesales.

En 1974 se casó con Alicia "Pochi" Derdoy, docente y artista plástica. A ella pertenecen las pinturas que cuelgan en su descascarado despacho. El matrimonio tiene cuatro hijos.

Hasta que ocurrió la tragedia de Cabezas, "El Gordo y Pochi" —como los llaman todos en Dolores— solían ir juntos al supermercado La Esquina a hacer las compras. Habitualmente llegaban hasta el lugar caminando. Una sabia decisión pues su Ford Taunus 1979 le estaba gastando un litro de aceite por cada cuatro de nafta y el mecánico le había aconsejado que lo cambiara porque la reparación costaba más que el vetusto vehículo. Además el chapista ya le había puesto membrana impermeabilizante de azoteas en el piso del automóvil porque temía que se le cayera uno de los asientos por los agujeros.

"Dejó de venir porque, en cuanto agarraba el changuito, la gente le preguntaba por el caso y luego le daba datos para resolverlo", explicó Alejandro Catera, el propietario de La Esquina.

Pero no fue éste el único paseo que debió suspender Macchi a partir del caso Cabezas.

También tuvo que desistir de juntarse con sus amigos en el Club Náutico, en el café Setter y en la peña de los viernes. "Ahora sólo va de casa al trabajo y del trabajo a casa", ironizaba un amigo de siempre del magistrado, tan radical como Macchi.

Todos conocen la casa del juez, él se ocupa personalmente de hacer las reparaciones que hagan falta, incluyendo el cuidado del jardín. No tiene custodios. Ni aun cuando en su contestador telefónico quedaron registrados mensajes amenazadores Macchi recurrió a la protección policial. Jamás reconoció la existencia de dichos mensajes y se limitó a decir: "No tengo miedo y por eso no necesito custodios ni seguridad adicional. No es mi estilo, siempre me moví con absoluta normalidad. Todos saben mi número de teléfono y los que no, pueden buscarlo en la guía".

Un estilo que mantuvo durante los veinticinco años que lleva trabajando en la Justicia, en la que ingresó como secretario del Juzgado en lo Penal N° 2 de su ciudad natal.

Luego fue fiscal de los fueros civil y comercial y penal, hasta que fue designado juez correccional.

Hace nueve años que está al frente del Juzgado en lo Penal N° 3, desde donde inevitablemente cobró notoriedad tras hacerse cargo de la investigación del asesinato de Cabezas.

Y seguramente, cuando repase lo sucedido a partir del 25 de enero de 1997, le resultará muy difícil no revivir las primeras horas de aquella jornada, cuando lo sobresaltó la llegada de un tempranero facsímil, pese a que el mensaje que contenía sólo hablaba del hallazgo de un cadáver en jurisdicción de General Madariaga.

Su intuición le advertía que ese papel escondía algo mucho más tenebroso que lo que conlleva habitualmente todo homicidio. Y las horas que siguieron le darían la razón.

Como si fueran calculadas dosis de veneno, fue recibiendo otros facsímiles: "La víctima fue encontrada quemada en una cava situada a pocos kilómetros de Pinamar, en el interior de un automóvil", rezaba el segundo.

Más tarde llegó el tercero: "El muerto es un hombre y estaba esposado".

Finalmente, el cuarto facsímil completó aquel horroroso monólogo telefónico: "Es un periodista".

Macchi releyó el papel en compañía de su secretario Mariano Cazeaux, el joven de veintisiete años que desde hacía poco más de un mes lo acompañaba en el juzgado.

Casi sin hablar, se prepararon para dirigirse al lugar del hallazgo. Pero ni bien tomaron la decisión, como un augurio de lo que vendría más tarde, comenzaron las dificultades.

Sus vehículos no estaban en condiciones de recorrer los 140 kilómetros que separan Dolores de Pinamar. Uno de los choferes del juzgado estaba de licencia y el otro tenía franco y no lo podían localizar en su domicilio. Para peor este último tenía en su poder las llaves del único automóvil oficial que permanecía estacionado en el playón del edificio.

Buscando en el despacho encontraron un juego de emergencia y con Cazeaux al volante se pusieron en marcha.

Este periplo sin embargo duró poco, porque al llegar a los portones externos descubrieron que estaban cerrados con cadena y candado. Esta vez no lograron encontrar las llaves y la solución llegó de la mano de una ocurrencia de Cazeaux: en el despacho tenían una pinza que les habían secuestrado a unos cuatreros detenidos pocos días antes.

La herramienta les permitió cortar las cadenas y, haciendo a un lado las irregularidades cometidas, enfilaron hacia Pinamar.

Macchi, obsesionado por la persecución periodística y por caer de sorpresa en el escenario del crimen, eligió el camino más largo para llegar al balneario.

Diecisiete horas después del asesinato, el juez y su secretario desembarcaban en la cava. A partir de ese momento, la vida de Macchi cambiaría dramáticamente.

Comenzaron las presiones de toda índole, las críticas a su parsimonia, las burlas por "comprar la historia de Pepita la pistolera y su banda", los intentos por arrebatarle el expediente, y hasta se reavivó la batalla que sostiene desde siempre con dos de los integrantes de la Cámara de Apelaciones de Dolores.

En medio de este pandemónium, dejó de leer el diario La Nación, como era su costumbre, y apagó la radio y la televisión a la hora de los noticiarios.

Lo único que permaneció sin modificaciones fue su horario de trabajo. Como lo hizo siempre, continuó llegando al juzgado después de las 10 y quedándose en su despacho hasta muy tarde, a veces hasta la madrugada. A esas horas tomó más de una declaración testimonial o indagatoria y solía recibir a los instructores policiales que le llevaban las novedades de cada jornada.

Esta costumbre le costó un sinnúmero de reproches de los policías asignados al caso, aunque pocas veces se le hicieron llegar estas quejas oficialmente.

En los corrillos del Bunker solía repetirse como una letanía: "El Viejo nos tiene cansados. Le gusta trabajar hasta cualquier hora y llama sin preocuparse por el reloj para pedirnos lo primero que se le ocurre". "Claro —se quejaban—, total él después cae al juzgado a la hora que le parece, mientras que nosotros tenemos que madrugar como si nada hubiera pasado."

Pero éstas no eran las únicas desaprobaciones. A lo largo de la investigación, las ansiedades de los detectives chocaron repetidamente con la meticulosidad de Macchi, a la que solían definir como "indecisión". "Este hombre no entiende nuestros tiempos —se exasperaban—, da vueltas y vueltas como si tuviéramos todo el tiempo del mundo y como si los tipos que seguimos nos fueran a esperar para siempre."

Sin embargo, cuando los cañones apuntaban al juzgado, el comisario mayor Víctor Fogelman y sus hombres cerraron filas junto "al Viejo". Esta actitud fue correspondida de la misma manera por Macchi si las bombas se dirigían al Bunker.

De esta manera aguantaron, juez y policías, los embates que no tardaron en arreciar ni bien la investigación dejó a la intemperie las fábulas de Carlos Redruello, las vinculaciones del empresario Alfredo Yabrán con la cúpula del gobierno nacional o cuando sólo quedó en pie la denominada "pista Yabrán".

En el primer caso, merece recordarse que los dichos de Redruello le permitieron a Macchi fundamentar las prisiones preventivas de los miembros del quinteto marplatense.

Apenas conocida esta resolución, casi no hubo tribuna desde la cual no se ridiculizara el papel de instigadora del homicidio que Macchi le reservó a Margarita Di Tullio. Tampoco ayudó mucho que el mismo Fogelman confiara a unos pocos periodistas que "lo de Pepita no se lo creía ni su esposa".

Este aluvión llegó al clímax cuando la Cámara liberó a la Pepita y sus muchachos a través de un fallo en el que se decía que los pasos seguidos para poner a los marplatenses tras las rejas recordaban los procedimientos de infiltración que se utilizaron durante la última dictadura militar.

Esta resolución puso en carne viva la interna que Macchi mantenía con dos de los integrantes de dicho tribunal: Raúl Begué y Susana Miriam Darling Yaltone.

Para el primero, "Macchi nunca estuvo a la altura del caso". Y Yaltone no olvidaba que "El Gordo" aparecía como el candidato natural para hacerse cargo del sillón vacante en ese tribunal.

Sin embargo, merced a los contactos que Yaltone mantiene en la Corte Suprema bonaerense —según aseguran notorios personajes del foro local—, fue ella la elegida para ocupar el cargo, pese a que el mismo Colegio de Abogados de Dolores había propuesto a Macchi. La interna siempre fue negada por los protagonistas, pese a que las reiteradas escaramuzas evidenciaban lo contrario.

De todas maneras, estos episodios tuvieron el sabor de las anécdotas cuando el teléfono del despacho de Macchi comenzó a sonar y del otro lado de la línea se escucharon las voces de dos de los ministros de Carlos Menem.

Según recuerdan los colaboradores de Macchi, Carlos Corach y Elías Jassán, responsables de las carteras de Interior y Justicia respectivamente, aumentaron su interés por conocer "cómo marchaban las cosas en Dolores" ni bien el Excalibur blanqueó las siempre negadas relaciones entre algunos miembros del elenco menemista y el empresario Alfredo Yabrán.

Mariano Cazeaux admitió, a mediados de junio, que las cabezas de Interior y de Justicia querían "saber de qué se trata". No obstante, el secretario aseguró que Macchi jamás respondió ese interrogante, y en más de una ocasión los funcionarios nacionales conocieron el filo del Excalibur a través de la prensa.

La caída de Jassán, la confirmación de que desde las empresas del magnate telepostal se llamaba a la Presidencia de la Nación y el armisticio que habían firmado Menem y Duhalde después del escándalo, le quitaron presión al magistrado.

"No estoy metido en ninguna guerra política, ni necesito calcular mis pasos. Yo sólo tengo un expediente judicial al cual me remito, y como juez debo obrar imparcialmente. Esa es mi función", aseguraba el magistrado por aquellas horas. No obstante, en vísperas de la feria judicial de invierno estaba prácticamente quebrado.

El remedio llegó la segunda semana del receso cuando el juez, su esposa y los padres de su secretario viajaron a la provincia de Misiones, obviamente en el automóvil del matrimonio Cazeaux, "para desenchufarse".

"Lo llevamos por pueblitos donde nadie lo conocía y en los que el caso Cabezas parecía muy lejano", aseguró Guillermo Cazeaux apenas regresaron a Dolores. "Le vino bárbaro este viaje. El Gordo está como nuevo", repetía su hijo Mariano, quien durante el periplo quedó al frente de la causa para poner en orden la decena de cuerpos que le remitió la instrucción policial en aquellos días.

Macchi volvió a la carga la primera semana de agosto, y ese mes se vio desfilar ante el juzgado a los policías de la costa, a los custodios de Yabrán y a los testigos que terminaron de completar la escena del secuestro de Cabezas y que dejó como corolario la orden de captura para Gregorio Ríos.

El efecto perduró durante el mes de septiembre, pero comenzó a languidecer ni bien estuvo próximo octubre.

Los problemas renales del magistrado se agravaron justo cuando debió enfrentar a Yabrán por segunda vez, el 10 de ese mes, y hasta se dudó de que estuviera presente en el encuentro, porque un cólico lo obligó a internarse en una clínica local, donde fue canalizado.

En esas condiciones le tomó declaración informativa a Yabrán durante cinco horas.

Tras la partida del empresario, las expectativas de que Macchi avanzara más allá de esta citación comenzaron a esfumarse. El rótulo "Yabrán imputado no procesado en calidad de instigador de la muerte de Cabezas" tuvo la prepotencia de un epílogo.

Diez días después de que el hombre de negocios abandonara Dolores, Mariano Cazeaux le confiaba a los pocos enviados que quedaban en la ciudad que "Macchi le bajaba la persiana al caso". "Nos quedan unas pocas diligencias —afirmó el secretario—; tal vez la detención de Pedro Villegas, la reconstrucción del crimen en Pinamar, y después, a esperar el juicio oral."

La instrucción se cerraba sin que se supiera por qué habían matado al fotógrafo y sin explicar convincentemente cómo había llegado hasta Pinamar el revólver utilizado para liquidar a Cabezas que apareció en la casa de Martínez Maidana.

Pese a todo, Macchi parecía satisfecho. Le dejaba a la Cámara de Apelaciones el hecho criminal más trascendente de los últimos cincuenta años con los autores material e intelectual detenidos, al igual que otros ocho partícipes, y el posible instigador mediato imputado no procesado.

Como pruebas quedaban el revólver calibre 32 empleado en el hecho y la cámara fotográfica de la víctima. "Y sólo pasaron algo más de nueve meses desde la tragedia", se ufanaban en el juzgado.

Poco antes de decidir el final de la instrucción, Macchi había dicho que "no quería ni fama ni trascendencia en los medios": "No convierto en motivo de orgullo mis causas. Mi única aspiración es que se esclarezca el crimen de Cabezas y por eso hace ocho meses que trabajo totalmente dedicado a cumplir este objetivo".

"Hay días —explicaba— en que con mis colaboradores trabajamos veinte horas sin descanso; estoy más tiempo en el juzgado que en mi casa. Sólo quiero llegar a la verdad, reencontrarme con mi esposa, con mis hijos."

A poco menos de un año del asesinato del fotógrafo, el juez se apresta a cumplir este deseo.