INTRODUCCIÓN

LA Argentina es un escenario en el que los mensajes suelen enviarse envueltos en sangre, por lo que en realidad a su contenido debe asignársele el macabro valor de un ultimátum.

Sin duda en esta realidad debe ubicarse el martirio del fotógrafo José Luis Cabezas, ocurrido el 25 de enero de 1997 en una cava cercana a Pinamar. Una tragedia que tuvo como epicentro el elegante balneario de la costa atlántica bonaerense, justo en el momento en que allí se solazaban notorios personajes del poder político, hombres ricos y famosos —precisamente por esa riqueza exhibida sin remilgos—, y las nutridas comparsas que habitualmente los acompañan.

En ese marco apareció, aquella madrugada, el cadáver esposado y calcinado del reportero gráfico de la revista Noticias.

En medio del horror que provocó el hallazgo se escuchó la primera reflexión del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde: "Me tiraron un muerto".

El tenaz aspirante a sustituir a Carlos Menem en la Presidencia de la República no pudo ocultar que sentía que a él iba dirigida esta infausta advertencia, aunque más tarde argumentara que en realidad el homicidio era un mensaje para toda la sociedad.

No obstante, dispuesto a que la muerte de Cabezas no se transformara en la versión bonaerense del drama de María Soledad Morales, Duhalde tomó las riendas del caso y, apoyado en el entonces secretario de Seguridad Eduardo De Lázzari —después reemplazado por Carlos Brown—, conformó un equipo de investigadores con el comisario mayor Víctor Oscar Fogelman a la cabeza.

Este oficial, acompañado por casi cincuenta hombres, a los que escogió personalmente, desplazó a los uniformados responsables de las irregularidades que se cometieron en los primeros tramos de la instrucción.

Despejado el camino, Fogelman debía poner en manos del juez José Luis Macchi, el magistrado de Dolores, a los culpables del crimen, cuanto antes y cuidando que ninguna "desprolijidad" empañara semejante misión. "Caiga quien caiga", fue la consigna que llegó a Pinamar en un primer momento, y luego hasta Dolores, desde la Gobernación bonaerense.

En la instrucción podía leerse que desde la cúspide provincial se sospechaba que influyentes personajes podían quedar imputados si la tarea se hacía con corrección. Y, efectivamente, así ocurrió.

Otra vez Dolores, como sucediera pocos meses antes con el denominado "caso Cóppola", volvía a convertirse en el ombligo policial y judicial de la Argentina.

Y empezó el desfile. De la mano de Fogelman y sus acólitos pasaron por distintos despachos centenares de testigos del pelaje más variado. Sin embargo, hubo uno que llegó al podio cuando, merced a su colaboración, el 11 de febrero cayeron Margarita Di Tullio alias "Pepita la pistolera" y sus cuatro acompañantes.

Carlos Redruello parecía haber resuelto el enigma a escasos diecisiete días de la muerte de Cabezas. No obstante, a nadie convenció que la legendaria madama marplatense fuera la instigadora del crimen y Pedro Villegas, Luis Martínez Maidana, Flavio Steck y Juan Domingo Dominichetti, sus ejecutores.

Entonces Duhalde volvió a la carga y a principios de abril le alcanzó a Macchi los ingredientes necesarios para construir la nueva teoría que llevaba a la verdad de lo ocurrido en la cava de Pinamar. Esta se sumaba a las cincuenta y seis hipótesis que todavía manejaban Fogelman y sus hombres.

Así se sumaban al elenco los cuatro ladrones de Los Hornos y el oficial de policía Gustavo Prellezo.

Con la confesión de los primeros, salían de escena —¿momentáneamente?— "los Pepitos" y el nuevo cuadro dejaba los principales papeles para Horacio Anselmo Braga, José Luis Auge, Sergio González, Héctor Retana y el citado Prellezo, a quien le tocaba nada menos que el de autor material del homicidio.

La hipótesis de la banda mixta se afirmaba en el caso. Pero aún quedaban sorpresas por venir.

La agenda de Prellezo arrastró al empresario Alfredo Yabrán y a su entorno hasta el ojo de la tormenta, y con este fenómeno se desataría un terremoto político que dejaría numerosos heridos y un cadáver en el campo de batalla. Los heridos integraban las filas del Gabinete Nacional y del espectro político, en tanto la víctima fatal cayó desde el propio Poder Ejecutivo: el ministro de Justicia Elías Jassán.

Todo merced a un ingenio informático que Duhalde compró a los sabuesos del FBI.

El sistema Excalibur repartió mandobles sin compasión y obligó al poder político a blanquear las siempre negadas vinculaciones con Yabrán. Sólo el armisticio que firmaron Menem y Duhalde, a fines de junio, volvió la atención sobre el caso policial propiamente dicho.

Excalibur volvió a apuntar su filosa hoja contra Prellezo y sus relaciones, y los cruces de llamadas analizados desembocaron en las citaciones al magnate telepostal y al jefe de su custodia personal, Gregorio Ríos.

Tras enfrentar a Macchi, Yabrán logró volver a su casa como imputado no procesado, pero Ríos fue a la cárcel como presunto instigador del asesinato.

A diez meses de la horrenda muerte de Cabezas, el juez está a punto de cerrar la instrucción.

Formalmente tiene mucho: están los partícipes primarios confesos, el autor material apuntado por los anteriores, el instigador comprometido por el testimonio de dos hombres a los que Macchi da crédito, el arma asesina y la cámara fotográfica de Cabezas. No obstante, se desconoce aún por qué mataron al fotógrafo y resulta muy difícil de explicar el derrotero que siguió el revólver desde Mar del Plata hasta Pinamar y de allí hasta la casa de Martínez Maidana, donde fue secuestrado por los policías.

Ahora el juez confía en que en el juicio oral estos enigmas sean revelados y que esa revelación le indique que su tarea lo llevó hasta la verdad.