LA FIESTA DE ANDREANI
LA fiesta organizada por el empresario Oscar Andreani constituía uno de los acontecimientos más destacados de la temporada de Pinamar, imperdible para quienes suelen aparecer retratados en las secciones de personajes notables de los principales medios.
Obviamente, José Luis Cabezas y Gabriel Michi se ocuparon de conseguir las respectivas acreditaciones para estar presentes en la celebración, donde cientos de invitados se iban a dar cita.
Los organizadores no dejaron detalle sin cubrir con el propósito de que el festejo se convirtiera en el éxito de la temporada y los fuegos artificiales estaban dispuestos para que fueran disfrutados por todo el balneario.
Lentamente se fue poblando el baile. Al entrar, cada cual exhibía su correspondiente invitación y dos custodios controlaban que nadie fuera a arruinarle la noche al empresario.
Sin embargo, durante la velada varios percances obligaron al vocero del anfitrión a comunicarse con electricistas para que repararan un grupo electrógeno que estaba ubicado fuera del predio, a pocos metros del jardín, ya que la excesiva cantidad de luces dispuestas para la iluminación había producido un fallo en el equipo.
Con el correr de las horas y la bebida todo fue animándose. Los fotógrafos hicieron rancho aparte para divertirse entre ellos y a la vez comentar todas las alternativas de la nota que les había tocado cubrir.
Y Cabezas no era la excepción. Junto a sus amigos observaba detenidamente todos los movimientos y hasta les pidió a sus más íntimos que le sacaran fotos con alguno de los invitados, incluso con el propio Andreani, a quien le había obsequiado una remera.
"El clima no era muy bueno, no había buena onda, todos se miraban mal y a muchos no les gustaba que les sacáramos fotos", contó Juan José Rojas, el fotógrafo del diario La Nación, autor de la foto que se publicó como la última de Cabezas, semiabrazado a Andreani y Michi.
Mientras la fiesta se iba animando, la calle estaba extraña, ominosa; varios personajes se movían con sigilo con el objetivo de reconocer el automóvil que había alquilado la revista Noticias.
Los invitados ignoraban lo que ocurría detrás del cerco. Disfrutaban de los buenos vinos y de la abundante comida servida. Los reporteros, trabajaban. Registraban lo que consideraban publicable en la sección personajes. Gabriel Michi y José Luis Cabezas estaban esperanzados en que concurriera el empresario Alfredo Yabrán para lograr una entrevista.
En esos momentos, en las inmediaciones de la residencia se vivía una suerte de calma que inevitablemente iba a desembocar en una tormenta. Autos que circulaban de manera sospechosa se hacían guiños con las luces, y criminales deambulaban con excusas que no convencían a nadie. La noche, la poca luminosidad de las calles transversales a la fiesta y algunos matorrales ayudaban a que cualquiera pudiera mantenerse oculto, sin ser advertido por los vecinos.
Diana Solana de Bafiggi regresaba a su casa con su marido, su madre y una amiga, y observó movimientos extraños cerca de su vivienda ubicada a menos de cien metros de la de Andreani. "Voy a salir porque veo gente rara. Tengo miedo de que nos roben", le dijo a su esposo.
Había varios automóviles estacionados pero uno llamó especialmente su atención: un Fiat Uno, en cuyo interior tres personas en una actitud sospechosa vigilaban los movimientos del barrio.
—¿Qué hacen acá? —preguntó la mujer.
—Somos custodios —respondió alguien desde el interior del vehículo.
—¿De quién? —insistió Diana.
—Ya vas a ver de quién somos custodios —le respondieron en un tono más burlón que amenazante.
De inmediato, su interlocutor descendió del auto y se retiró unos metros para regresar a los pocos minutos con una tercera persona, mucho más arreglada, que se dirigió a Diana diciéndole:
—Estamos mirando la fiesta, no se preocupe.
Luego, ingresaron al automóvil, lo movieron unos treinta metros y lo estacionaron sobre la calle Príamo, de espaldas a la casa del empresario Andreani.
No conforme, la mujer se acercó hasta la casa del empresario y habló con uno de los custodios.
—Hay muchos movimientos extraños. En un auto hay tres tipos muy raros que me tienen preocupada. ¿Por qué no me acompaña y quizás a usted le dicen qué es lo que están haciendo?
Humberto Bogado, que estaba vigilando una de las puertas de la fiesta, acompañó a Diana hasta el rodado para encarar a uno de sus ocupantes. Ya cerca del auto, la mujer observó movimientos extraños en un terreno baldío.
—Tené cuidado —le previno al custodio—, parece que son varios.
Lentamente Bogado se acercó al Fiat Uno y le preguntó a la persona que estaba ubicada del lado del conductor:
—¿Esperan a alguien?
La respuesta no se hizo esperar:
—Somos amigos del disc-jockey.
Pero no convenció a nadie. Diana y el custodio se alejaron con más dudas que certezas: los movimientos extraños habían alertado sobremanera a la mujer que a esa altura de las circunstancias estaba cada vez más preocupada.
—Voy a llamar a la Policía.
—No, señora, de eso me ocupo yo. Usted vaya a su casa —le dijo Bogado.
No conforme con la respuesta, Diana Solana ingresó en su domicilio, guardó las bicicletas en el garaje, aseguró las puertas y se quedó encerrada con la certeza de que algo iba a pasar. Junto con su madre y su amiga, se dirigió al primer piso de la vivienda para observar desde allí lo que ocurría en la calle.
Diana declaró ante el juez que cada vez que alguno de los ocupantes del Fiat Uno bajaba del auto, se colocaba una campera oscura, se dirigía hasta la esquina de la propiedad de Andreani y regresaba enseguida. Antes de subir al auto, se la quitaba y volvía a depositarla en el asiento trasero.
Poco tiempo después del homicidio, tras haber participado en una de las tantas ruedas de reconocimiento en la ciudad de Dolores, Diana Solana se mostró consternada, acongojada:
—Lo que más bronca me da es que todo se habría podido evitar si la policía hubiera concurrido a tiempo.
Ahora Diana sabe que desde la casa de Andreani llamaron a la comisaría de Pinamar con la intención de solicitar un patrullero y nadie respondió el llamado. Cuando insistieron tampoco obtuvieron respuesta.
—El teléfono sonaba y sonaba y nadie respondía —declaró Gabriel Lorenzo, vocero del empresario Oscar Andreani.
El sumario iniciado por la institución, sumado al sistema Excalibur, determinó que los testigos en más de una oportunidad en la madrugada del 25 de enero, desde distintos lugares de Pinamar, llamaron a la comisaría. Más tarde, ante el juez, la mayoría de los efectivos que se encontraban de guardia aquella noche negaron que los pedidos de auxilio se hubieran realizado.
A pesar de la negativa de los oficiales, el comisario general Arturo Del Guasta les inició los correspondientes sumarios administrativos, que determinaron sus pases a disponibilidad.
Mientras los custodios discutían, los invitados empezaron a retirarse. Entre las 4 y las 5 se marchó la mayoría. Gabriel Michi abandonó el lugar a las 4:15, en tanto que José Luis Cabezas lo hizo a las 5:15.
Todo parecía normal. José Luis no había llevado el bolso, sólo cargaba la cámara y los rollos. Estaba cansado. Todos habían bebido mucho. Él era un tipo muy divertido, había disfrutado junto a sus colegas, tomado buenas fotos y ya estaba listo para volver a casa.
Puso en marcha el automóvil que ese día había dejado su amigo Gabriel y emprendió la marcha. En el departamento lo esperaban su esposa María Cristina y su hijita Candela.
Cabezas, con la inocencia que caracteriza a las víctimas, no sospechaba nada. No advirtió que, cuando arrancó, un automóvil hizo un guiño con las luces: era el alerta para que el Fiat Uno siguiera al fotógrafo. Detrás, otros vehículos se sumaron a esta caravana siniestra.
Cuando dobló por Libertador, sus asesinos iniciaron la persecución que culminaría en la cava, donde finalmente fue hallado su cadáver.