LVII

 

El domingo se alargaba indolente; habían comido en la calidez del soleado comedor, habían tomado café en la terraza, y luego los amigos se habían instalado en el salón retrasando cada uno el momento en el que habría que separarse, en el que la casa encontraría de nuevo el ritmo de la semana, el silencio triste de los domingos por la tarde.
Las conversaciones seguían siendo amenas, fumaban, reían, una guitarra intentaba imponerse, hacer cantar a las voces perezosas, pero acabaron levantándose, yendo al vestíbulo, entreteniéndose todavía un poco antes de irse. Sólo Tomasa se quedaba hasta la noche.
Mientras que Jorge Luis merodeaba por la habitación de su hermana preparando una de sus bromas favoritas, que no le hacían gracia más que a él, Tomasita parecía concentrada en escribir una carta. Su tía se acercó a ella asomándose por encima de sus hombros y acariciándole suavemente el pelo. No muy lejos, Pablo , con un cigarrillo en la boca, leía el periódico distraídamente.
–Estás muy seria, ¿qué te pasa?
–Es que no me va a salir nunca, es para el cole. La maestra nos ha pedido que escribamos una carta para felicitar a la hija de Franco por su cumpleaños, y la verdad es que no sé que poner –se quejaba Tomasita mordisqueando el lapicero.
–Vamos, vamos, no es tan difícil , empieza por «Querida Carmencita…»
–¡Carmencita, la leche! –rugía de lejos Pablo y levantándose de un salto– ¡«Querida hija de puta», en última instancia!
–Mira que puedes ser grosero y excesivo Pablo , esta es la mejor manera de enseñarles a ser amables, a pensar en los demás y …
–¡Me cago en la Hostia! Más vale estar muerto que tener que oír esto, ¡joder!
–¡Deja de jurar! Estas dando mal ejemplo.
–Pensar en los demás, pensar en los demás, ¿es que piensan ellos en nosotros? ¿Es que esos hijos de la gran puta pensaban en mí cuando estaba allí a punto de morir? ¡Bien lo sabes tú, tú me viste!
–Bueno, bueno, eso fue hace mucho tiempo, de nada sirve darle vueltas; volviste en vida, deja a la pequeña que haga lo que tenga que hacer porque si no la castigarán.
–¡Como si hubiera peor castigo que estar obligada a escribir por el cumpleaños de esa mocosa, ¡la mona vestida de seda! –se burlaba Pablo al borde de un ataque.
Blanca, alertada por los gritos, dejó el dobladillo del pantalón que estaba cosiendo y bajo rápidamente. Miró a Tomasa de arriba abajo, colocándose al lado de su marido y de forma imperceptible le acarició un brazo que sentía tenso como un alambre.
–Blanca, haz que el cabezorro de Pablo entre en razón.
–Cabezorro será pero tiene sus motivos para hablar de esa manera –se aventuró a decir Blanca levantando el mentón.

 

–No hay que hacer un mundo de esto, es sólo la carta de felicitación de una niña a otra; es lo que tiene que hacer si no quieres que te tengan por un Rojo.
–Pero qué manera de hablar, doña Sabelotodo, «es lo que tiene que hacer» ¡Tú siempre sabes lo que hay que hacer! –añadió Blanca.
–¡Pues claro que sí! ¡Sabéis muy bien los dos que suelo ser yo la que sabe lo que es mejor para todo el mundo!
–¡Qué soberbia! ¡Y qué descaro!, pues sí que empezamos bien,
¡anda que no hace tiempo ni nada que soporto tus consejos y tus órdenes! –gritó Blanca.
–Pero si a ti no te he dicho nada, ¿por qué te metes y te pones así? Es con tu marido, que la mitad de las veces no sabe lo que hace, como cuando era joven –Tomasa se mordió el labio consciente de que había llegado demasiado lejos.
–¡Pero qué sabrás tú! –tronó Pablo con los ojos desorbitados por la rabia– ¡qué sabrás tú! ¡Mira como serás de mala Tomasa que así has acabado, sola, dando consejos a todo el mundo pero incapaz de manejar tu vida!
Estas últimas palabras hicieron diana en pleno corazón, Tomasa se derrumbó en la silla al lado de su sobrina que bajaba la cabeza azorada, luego rompió a llorar ruidosamente;
–¡Cómo puedes decirme eso! Yo, que he hecho cualquier cosa por ti y también por ti Blanca.
–No será para tanto, y además ya he pagado mi deuda, recuerda lo mucho que me has hecho trabajar ¡Incluso estando yo embarazada te venía bien tener una criada! Pero eso ya se terminó, Tomasa, esta es mi casa, así que guárdate tus consejos.
Tomasa no dijo nada más, los golpes habían sido tan inesperados, tan sorprendentes que su desdicha era inmensa, pero no diría nada, todavía necesitaba esos acogedores domingos, incluso aunque algo se hubiera estropeado. Puso una mano temblorosa sobre el brazo de su sobrina que seguía sin moverse y la agarró muy fuerte para asegurarse de que lo que acababa de oír no era tan grave.
Realmente no pensaban así, los dos sabían muy bien lo que le debían, ella no quería agradecimientos sino sólo memoria.
Al pie de la escalera, el joven Jorge Luis sonreía poniendo la oreja, acababa de tirar por el suelo la espléndida muñeca de porcelana de su hermana, pero su madre diría, como de costumbre que no importaba , que no eran más que chiquilladas. El oyó a Tomasa sonarse, así que decidió bajar para que admiraran su asombrosa belleza.
El balcón de la costurera
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