XIX

 

Pablo ya no pensó más en las fiestas de Nuestra Señora de las Viñas, ni en la muchacha, con la que de vez en cuando se cruzaba, pues tenía mucho que hacer. En el taller, su patrón le confiaba cada vez más trabajo, quería comprobar hasta donde podía llegar ese chico que lo entendía todo tan rápido. Le miraba desde lejos rascándose la cabeza porque pocas veces había visto una mente tan rápida; pillaba el menor detalle, lo asimilaba y lo reutilizaba después en cualquier aplicación. Al parecer, no se le escapaba nada. Sin embargo, tenía pinta de divertirse mucho con su compinche Alfalfa que era bastante torpe; ambos se miraban a veces y estallaban en una risa franca y limpia que daba gusto oír.
Por la tarde, ambos se reunían con sus amigos en el bar Gastaudi y seguían con interés, si no con pasión, los acontecimientos de Madrid y de un país cada vez más alterado. Desde que, tras la victoria republicana en las elecciones municipales de 1931, el rey Alfonso XIII abdicó con desidia, la España de los terratenientes temblaba mientras que la de las minas, los jornaleros y las fábricas sonreía aunque las reformas les parecieran demasiado timoratas.
–Te digo Alfalfa, que lo que necesitamos es una buena revolución como en Rusia, ¡ellos sí que lo saben hacer! –se dejaba ir Pablo con las venas del cuello hinchadas y las mejillas encendidas.
–Pero que no, que no, ten confianza en nuestros sindicatos, aún no has visto nada –Alfalfa no perdía una ocasión para apoyar a la UGT a la que acababa de afiliarse.
Cuando se enteraron de que todos los habitantes de un pueblo de Badajoz se habían puesto en huelga y habían resistido durante días y días se rieron a carcajadas y aplaudieron. Lloraron como niños al leer en el periódico que la guardia civil había abierto fuego y matado a un joven campesino y padre de familia y herido a otros; entonces los habitantes del pueblo lincharon con la ferocidad de la desesperación a los agentes de la guardia civil que huyeron del pueblo bajo los pitidos y piedras lanzadas por los heridos.
–¡Hay que acabar con la Guardia Civil!, ¡son animales! – proclamaba Pablo vaciando su vaso.
En 1933 una ola de violencia azotó muchos lugares del país; en la provincia de Cádiz, un pueblecito anarquista pensó que al fin había llegado «el gran día» y quiso establecer un comunismo libertario; algunos muchachos de mirada iluminada e infantil asediaron el puesto de la Guardia Civil que les recibió con una descarga de fusil que arrancó nuevas lágrimas a Pablo y sus amigos.
El 3 de enero de 1934, mientras Alfalfa intentaba calentarse ante un buen vaso de tinto, indolentemente acodado en la barra, Pablo empujó la puerta del Gastaudi gritando y blandiendo un ejemplar del periódico, El Socialista.
–Escuchad, escuchadme amigos, escuchad bien lo que dice Largo Caballero: «¿Armonía? ¡No! ¡Lucha de clases! ¡Odio hasta la muerte a la burguesía criminal!».
–¡Estás completamente loco! –eructó Alfalfa con la mirada aturdida por llevar unos cuantos vasos más que su amigo – ¿Quieres la guerra?
–¿Si es necesario?, ¿por qué no?
–Parece que se va acabar hasta la Guardia Civil –intervino el dueño del bar limpiando sus vasos.
–Y Madrid está paralizada, por eso hace falta una buena huelga,
¡una huelga general!

 

–Dicen que se va a reemplazar a la Guardia Civil por una milicia menos bruta, ¡fíjate cómo se las gastan!, ¡mira el periódico!
Esta otra se llamará «Guardia de asalto» No está mal, ¿no?
Pablo ya no aguantaba más, demasiadas noticias llegaban al mismo tiempo y se amontonaban en su cabeza. Hacía ya algún tiempo que pensaba marcharse de Aranda; se le quedaba pequeña, demasiado cómoda mientras que fuera ocurrían cosas importantes. Pensaba en hacer la mili , de todas formas, tenía la edad requerida. Sus padres acogieron la noticia sin emoción porque esto formaba parte de las etapas normales de la vida; su padre le dio un cachete en la cara: su hijo menor , ¡ya era un hombre!
El día en que recibió Madrid como destino, decidió salir del taller más temprano con la connivencia de su patrón: «Bébete una copa a mi salud», le había dicho simplemente antes de que el muchacho cerrara la puerta acristalada del taller.
El bar se llenó de una alegría varonil, se congratulaban, se burlaban del futuro soldado, de la facha que tendría con su uniforme, y bebían a la salud del presidente Zamora, de las huelgas pasadas y futuras, de los mecánicos y de las mozas de Madrid.
Al salir, tambaleándose ligeramente, sin saber bien por qué, se puso a pensar en Blanca. No la había vuelto a ver desde septiembre; pensó de pronto en la dulzura de su carita, en la dulzura de su piel, y un brusco deseo de volver a verla le llevó hasta su barrio. No tuvo que llegar hasta su casa porque se la cruzó, con un grupo de amigas, a cada cuál más fea, pensó. Sin decir palabra, las amigas se apartaron de Blanca, se alejaron y dejaron a los dos jóvenes escrutarse y sondear sus respectivos corazones. Pablo le contó que al día siguiente se iba para Madrid y que no volvería muy pronto; sus manos se rozaron con torpeza, el muchacho tomó su repentino deseo como la simple despedida de una chica agradable, y la chica tomó este íntimo adiós como una muestra de amor.
Cuando se separaron sus cuerpos, Blanca le deseó buen viaje y prometió escribirle, pero Pablo no prometió nada en absoluto, porque su cuerpo saciado y tranquilo se encontraba ya en otros parajes.
¡Madrid y la vida de verdad le esperaban! Antes de irse , compraría un décimo de lotería para que le trajera suerte.

 

El balcón de la costurera
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