XLI

 

Dos días después Angelita anunció que había conseguido un pase para esa misma tarde y Tomasa recibió la noticia carraspeando. Si le hubieran dicho que algún día tendría que ir a visitar a un miembro de su familia a la prisión… Pero no era el momento de hacer ese tipo de consideraciones, se moría de las ganas y a la vez temía volver a ver a su hermano; después de todo, ¡para eso había venido! Una vecina vino para ocuparse del niño que estuvo llorando durante mucho tiempo mientras ellas se alejaban de casa. El marido de Angelita les había recomendado tener la mayor prudencia.
Avanzaban como dos sombras, hombro con hombro, Tomasa apoyaba su brazo en el de su prima y se dejaba llevar por calles y callejuelas oliendo el polvo, la pólvora y la muerte. Bordearon la calle Toledo, y luego rodearon la Plaza Mayor tomando la plaza de la Puerta de Moros que era menos peligrosa. Fueron contándose sus respectivas vidas, lo que cada una había echado de menos cuando estaba lejos de la otra, y Tomasa le dio detalles de su padre, de su hermanita Cristina y de su madrastra.
El barrio de Moncloa en el que se encontraba la prisión estaba todavía lejos. Las dos mujeres se disponían a hacer una pausa en un banco cuando un fuerte ruido amenazador las hizo salir corriendo instintivamente, siguiendo el ejemplo de los que pasaban a su alrededor. Los estruendos que venían del cielo les llegaban a las entrañas y las sumergía en un sentimiento irreal y confuso. La plazuela se llenó de gritos, empujones y sombras buscando cobijo. Angelita cogió a su prima de la mano y gritó:
–Rápido, rápido, a la derecha, estamos muy cerca de una estación de metro, la de «La Latina» ¡Rápido, rápido, que vuelven los bombardeos! –por encima de sus cabezas planeaba ya la lejana silueta de los aviones que repartirían con decisión desolación, ruinas y dolor.
Llegaron a la boca del metro al mismo tiempo que un grupo compacto de mujeres, muchachos armados y ancianos furiosos pero Angelita tropezó con un cesto abandonado y Tomasa fue empujada contra la pared por una mujer rodeada de sus niños que pretendía bajar lo más rápido posible.
–¡Angelitaaaa! –pero al dispersarse la multitud se percató de que su prima no se había caído porque unos brazos la sujetaban; un hombre vestido con una camisa negra se inclinaba sobre ella para asegurarse de que no estaba herida y la ayudaba a levantarse. Al final, Tomasa se acercó y vio la cara del hombre que había ayudado a su prima, aún confusa y aturdida.
–Buona sera, mi chiamo Luiggi, perdonen, no hablo muy bien lo
spagniolo –Tomasa calculó que debía de ser un poco más bajo que Pepe, que olía a sudor, pero que tenía los ojos más negros que jamás había visto. Él las propuso que bajaran juntos y le ofreció a Angelita sujetarle la cesta mientras que ella se arreglaba la falda que se le había corrido con la caída. La estación de metro les acogió con una bocanada de calor, de olor a miedo, con un guirigay de voces y miradas perdidas.
Luiggi dirigió suavemente a sus protegidas hacia un rincón menos poblado y se interesó de nuevo por el estado de Angelita que aún no había despegado los labios. Tomasa fue la primera en tomar la palabra:
–¿Quién es usted?, ¿de dónde viene? Y, ¿qué hace aquí tan solo?
Al joven, no se le habían escapado las miradas de odio y miedo que suscitaba su presencia. Mezclando con mucho talento gestos y sonrisas, las dos mujeres acabaron comprendiendo con alguna dificultad que Luiggi era italiano, de Turín , y que pertenecía a la división de los «fiamme nere» del general Coppi, que era, como otros muchos de su edad, un alistado de oficio, un «voluntario involuntario», pero que era comunista y que esperaba convencer a los soldados fascistas de su unidad para que se unieran a él y a los hermanos obreros. Por el momento, no era más que un ideal, un sueño, porque llevaba la camisa negra que le había impuesto el Duce y había matado, a pesar suyo, por instinto de supervivencia y doliéndole el alma , a un hermano español, como él decía. Con sus ojos negros como ese cielo, les prometió llevarlas a casa y las disuadió de acercarse a Moncloa esa tarde, pues era demasiado arriesgado.
Les habló de su madre que lloraba de rodillas la víspera de su partida, de su amor por sus hermanas y hermanos, de su amor por la vida y, cuando pudieron abandonar su cobijo, Tomasa olvidó que era un camisa negra, olvidó que estaba sucio y mal afeitado y no se atrevió a mirarle más a los ojos hasta que hubieron alcanzado el piso de Angelita.
Ésta insistió en que subiera para contarle a su marido cómo las había salvado y para refrescarse un poco si quería. Tomasa esperaba con todas sus fuerzas que aceptara, temiendo al mismo tiempo que se le acercara demasiado. Cansado, aceptó encantado un vaso de vino y un cigarrillo que encendió mirando a Tomasa y guiñándole un ojo. Esa chica era bella como una italiana pero tenía modales de española. Se quitó la camisa y la camiseta, que también era negra, y aparecieron unos hombros levemente musculosos y moldeados por meses de combates. Las dejó con una sonrisa y prometió volver para saber de ellas pues Angelita se había dado cuenta de que le dolía un poco el tobillo y de que lo tenía algo inflamado.
Una semana después, Tomasa no se atrevía a confiarle a su prima su preocupación por Luiggi; les había dicho que volvería para tener noticias de ellas. Claro que podía ser uno de esos zalameros de los que su madre le había aconsejado que desconfiara.
En el pisito, las dos jóvenes no podían ni imaginar los tormentos por los que estaba pasando su amigo; había conseguido arrastrar a algunos camaradas en su empeño contra ese absurdo combate y, como agua del cielo, le habían caído, lanzadas por los aviones republicanos, miles de folletos que prometían salvoconductos y no menos de 50
pesetas al que desertara y 100 al que se incorporara a esa República agonizante. Luiggi aplaudió y agradeció a la virgen su ángel de la guarda por esta inesperada ayuda pero tuvo que enfrentarse a algunos compatriotas que estaban allí por convicción y que escupían todo su desprecio ante todo lo que, como ellos decían, era «rojo». Decidió que lucharía en esa guerra por Tomasa; no le daba tiempo volver a verla, pero todo lo que hiciera a partir de ese momento sería por esta mujer.
Angelita había salido muy temprano para solicitar un nuevo permiso de visita a la prisión y decidió coger el metro lo antes posible, así en caso de alerta estaría resguardada, al menos eso creía; estar bajo tierra la alejaba del ruido y le producía una sensación de seguridad.
Mientras tanto, Tomasa, levantada desde hacia mucho, se disponía a preparar un caldo con un resto de pan seco para el hijo de Pablo; no podía evitar compararle con Pablito y la culpabilidad le estremecía el corazón . No, no debía encariñarse con ese niño, era el hijo de la otra que, sin ser menos ilegítima, había llegado después, y en su espíritu , la vida de Aranda tenía prioridad. Andaba en estas consideraciones y no oyó el ruido del timbre de la puerta de entrada; fue el marido de su prima el que abrió. Tomasa, con el plato de caldo humeante en la mano, pasaba delante de la entrada para ir hacia el comedorcito, cuando la silueta de una mujer muy delgada la sobresaltó y una gota de caldo le quemó la mano. La mujer, o al menos eso era lo que parecía, llorando en silencio en los brazos del ciego, le lanzó una mirada de asombro. Las dos mujeres se miraron de arriba abajo un instante, cuando el marido de Angelita, intuyendo lo que pasaba y tratando de dominar su inmensa alegría las presentó:
–Lucía querida, te presento a Tomasa, la hermana de Pablo.
Tras estas palabras y sin saber cómo darle a su prima la noticia de la reclusión de Pablo, contuvo el llanto y decidió saborear el reencuentro sin más. Las dos mujeres, cada una perdida en sus pensamientos, tratando de controlar su creciente desazón, se juzgaban en silencio de tal manera que Tomasa no tuvo tiempo de reparar en un cestito sobre el que había una colcha descolorida al lado de aquella mujer que se llamaba Lucía. Después de todo lo que le había contado su prima, la imaginaba de otra manera. No quedaba mucho de humano en esa silueta y esa cara que debieron de ser bonitas. Con la espalda encorvada, la tez grisácea y las mejillas prematuramente surcadas, Lucía fue la primera en avanzar hacia Tomasa, pero no se atrevió a ir más lejos y esperó. Cuando Tomasa iba a abrir la boca para decir algo, se escuchó un leve ruido que llegaba de la cesta. Lucía se volvió enseguida, inclinándose para sacar a un ser diminuto que tampoco parecía encontrarse muy bien. Le dio unos golpecitos en la espalda y le tapó con manta de lana muy basta y con los ojos febriles y la rabia contenida por un visible agotamiento se disculpó:
–Ya no tengo leche y el pequeño está muy débil, allí en Argelès me lo quitaron todo, ¡me quitaron hasta la leche! Quiero ver a mi hijo mayor, ¿dónde está mi hijo?, he vuelto aquí por él aunque me vayan a detener.
Tomasa se acercó de nuevo a Lucía que secaba sus mejillas transparentes y le pasó una mano por la espalda:
–Escúchame, está durmiendo, no te preocupes, le vas a ver, pero ven a sentarte con el pequeño. Tienes que comer para coger fuerzas, después ya se verá. Verás como todo se arregla, encontraremos una solución.
Lucía, dócil, se dejó conducir hacia aquella cocina que tan bien conocía y los olores familiares le reconfortaron el alma. Luego, después de tragarse un tazón de caldo y un vaso de achicoria, fue rápidamente a la habitación de sus primos donde pensaba que dormía su hijo mayor. Tomasa la siguió inmediatamente y, sin preguntarse si madre e hijo necesitarían intimidad para reencontrarse, exclamó:
–Mira, ¡mira lo guapo que es!
Lucía, indignada, le clavó la mirada y se volvió hacia su hijo que abrió sus grandes ojos aterrados y se puso a llorar.
–Es mamá corazón mío, es mamá, no tengas miedo –le susurró lo más dulcemente que pudo. Emocionada, cogió el cuerpecito que se le resistía y lo estrechó en su seno acariciando continuamente sus cabellos y susurrando una vieja nana que no había tarareado desde hacia mucho tiempo. El niño dejó de llorar y de agitarse poco a poco y con los ojos clavados en los de su madre repitió:
–¿Mami, mamita?
–¡Sí, soy mamá!, ¡mamá ha vuelto! –Lucía reía y lloraba a la vez, sin tener ya en cuenta la presencia de Tomasa que analizaba sus propios sentimientos a la vista de ese espectáculo conmovedor.
Oyeron cómo se abría la puerta dando paso a una Angelita mucho más exaltada que nunca:
–Está bien, gracias a Dios, está bien; he podido verle durante los dos minutos que me han dejado y tengo un pase más largo para ti Tomasa, ¡es para mañana! –al ver justo en medio del pasillo a Lucía, a la que reconoció a pesar de los meses de dolor que inevitablemente la habían afeado y envejecido, dio un grito:
–Dios mío, Dios mío Lucía, ¿qué haces aquí? ¿Cómo has venido?
¿Estás segura de que nadie te ha visto volver? –Angelita se retorcía las finas manos para no ir de un lado a otro.
–Te lo ruego Angelita, te lo ruego, nada de preguntas, ahora no.
¿Dónde está Pablo ? Le he mandado veinte cartas desde el campo de...
–enseguida se mordió el labio porque creía que se le había ido la lengua, quería olvidar para siempre Argelès, el campo de concentración y todo, podía considerarse simplemente feliz de estar viva y de haber encontrado a su niño, ¡qué precioso era!
–¡Mi pobre Lucía! A Pablo lo hicieron prisionero durante la batalla del Manzanares y lo han recluido en Moncloa, bueno, en la cárcel Modelo, pero no te preocupes, está bien, le he visto hace un momento.
Se cuidó mucho de explicarle que le habían herido gravemente en la cabeza, que había sido capturado, que estuvo tres días en coma y luego fue operado, encerrado, juzgado y condenado a muerte, todo eso en la misma semana. Ahora sólo había que esperar, pero esperar¿a qué?
No quería pensar en ello, no debía dejarse llevar por la desesperación sino ocuparse de esa pobrecilla que tenía casi tanto aspecto de moribunda como su hermano Pablo.
–¡Dios mío, Dios mío! –se dejó caer sobre una silla y agarró bien fuerte a su niño, sollozando– ¿por cuánto tiempo hemos de sufrir? ¿Se acabará alguna vez esta estúpida guerra? Peor para la República pero
¡que se acabe ésto!
Tomasa no pudo dejar de pensar que la situación era de lo más singular; veía a su hermano entre dos mujeres que lloraban su ausencia, dos mujeres abandonadas, la una por él y la otra por las circunstancias. Se necesitaba mucho más que un milagro para arreglar todo eso, y su fe se tambaleaba por primera vez. Pensó en su madre, volvió a ver su rostro severo y se preguntó qué pensaría ella de la situación.
El balcón de la costurera
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