XVII
Los días iban
transcurriendo felices; las primeros clientas iban
llevando a otras y Tomasa tuvo que
incorporar a otras dos jóvenes costureras y a la joven Cristina que echaba una mano
cuando terminaba con la casa y la
cocina enhebrando agujas e hilvanando algunas piezas. De vez en cuando, su hermana Mercedes le
prestaba a su hija Ana que
empezaba también a hacer pequeñas tareas. Pero ella
no tenía tiempo ni paciencia para
repetirle las explicaciones a pesar del amor que le profesaba Anita, con ocho años, lo hacía lo
mejor que podía pero siempre
necesitó que le repitieran las cosas varias veces; de
una vez a otra no se quedaba con los
detalles. A fuerza de la paciencia de una de las empleadas acabó por cogerle el gusto a
rematar los ojales.
Pasaron los años
apaciblemente y el taller de Tomasa prosperaba
al ritmo de los encargos, cada vez más
numerosos, aunque ella tenía a veces la impresión de pasarse la vida sentada en una
silla de mimbre o bien alrededor
de la gran mesa dando ordenes, consejos, o corrigiendo
un trazo impreciso. Disponía de los
domingos para acompañar a sus padres a misa y luego, dar un paseo por el parque de la
Virgen de las Viñas donde se
encontraba con sus amigas, ya comprometidas, que le
iban contando cómo habían empezado a
preparar su matrimonio, su ajuar.
Algunas aprovechaban para hablarle del vestido soñado que
su amiga les haría con su
talento. 1933 fue el año en que Tomasa ganó más
dinero; la inestabilidad del país empujó a
algunas mujeres a cometer alguna
locura y a hacer gastos superfluos. Tomasa se regaló a sí
misma un espléndido bolsito
negro, de cuero espeso y muy de moda, que olía
a nuevo y a bien hecho y decidió no
separarse de él nunca más, como símbolo de su éxito y de su nuevo estatus de mujer
importante.
Se contaron los
últimos cotilleos, a quiénes habían visto con
quién, durante la fiesta de la Virgen de
las Viñas el domingo anterior, incluso que se creía haber visto en el baile, tras la
misa dedicada a la Virgen, a su
hermano menor Pablo en buena compañía. Tomasa sabía
de sobra que su hermano salía mucho con
sus amigos, que su mirada había
cambiado, que de vez en cuando debía de alternar con
muchas chicas, como todos hacían,
¡pero , frecuentar a alguna, ¡qué ocurrencias…! Eso debía de ser un error, sus amigas
habían malinterpretado lo que
hubieran visto, estaban equivocadas. La joven
Rosita, en voz baja, inclinándose hacia
Tomasa, le confió como una cotorra que su prima creía que se trataba de Blanca, la
muchacha de ojos verdes. Pero no
era nada seguro, era de lejos y además no sabía
más.