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–¡Qué bárbaro, Tomasa! ¿Fue usted sola hasta Turín ? ¿Y no tuvo miedo? –se sorprendió Cleyde viendo la silueta hundida en la sillita de mimbre con una espesa manta de lana cubriéndole las rodillas.
–Pues sí, hasta Turín; no sé si tenía miedo o no, pero tenía que hacerlo. Dime Maryam, ¿a qué día estamos hoy?
–Ya le he dicho que todavía no es domingo, que sólo es miércoles
–suspiró la chica pacientemente.
–Sí, llegué a Turín una mañana; hacía muy fresco, más fresco que en Aranda pero recuerdo que mi corazón palpitaba a todo trapo y que tenía la sensación de sofocarme. Me preguntaba cómo me recibiría Luiggi después de todo ese tiempo, si no me encontraría demasiado cambiada, aunque aún era guapa, aún más guapa que durante la guerra. Llevaba un conjunto lila, que me había hecho para el bautizo de Tomasita, con mi conjunto de amatista. Era la más bella. Por cierto Cleyde, ¿a qué día estamos?, ¿a domingo?
–¡Qué no! Ya le ha dicho Maryam hace un momento que era miércoles. Entonces, ¿ese Luiggi?
–No te pongas nerviosa si no quieres que os eche a ti y a tu hija.
–Sí, sí, perdone Tomasa pero ya van diez veces que le decimos que hoy no es domingo –pronunció Maryam lo más dulcemente que pudo mirando a su madre, que perdía la paciencia, fijamente a los ojos.
–Cuando por fin llegué a su casa, creí que me iba a desmayar allí mismo o, peor todavía, que me quedaría tiesa delante de su puerta.
–Claro, después de tantos años de espera, volver a verle por fin…
–¡No, no era eso! Creí que realmente había llegado mi hora cuando una mujer morena, no muy bonita, me abrió la puerta. Al fondo, me pareció ver un niñito de unos cuatro años y comprendí rápidamente.
–¡El muy cerdo se había casado con otra! Ves Maryam, ves lo difícil que es encontrar un hombre en condiciones, ves cómo hago bien en salir con Antonio, puede que no sea tan guapo como ese Luiggi, pero es de pueblo, tiene sentido del honor y…
–Sí, eso seguro, muy guapo no es –se burló la anciana encantada por ese instante de diversión en medio de recuerdos tan desagradables
–pero decidme, entonces, no es domingo, ¿eh chicas?
–Pues no, no lo es, ¿y qué pasó después?
–Pues que Luiggi apareció enseguida. Se puso pálido y luego se sonrojó, o al revés; tardó un momento en reaccionar y al ver a su mujer alterarse, me hizo entrar y me presentó a Antonia. Me acogieron como a una reina, me enseñaron la ciudad, Antonia me preparó unas comidas..., pero yo me sentía medio desfallecida, viéndole ahí, delante de mí, magnífico y perteneciendo a otra. No lograba darme cuenta de que estaba en esa casa como invitada y no como su novia como yo había soñado, y que, eso, jamás lo conseguiría.
–¡Menuda historia! Yo no sé lo que habría hecho ¿Cómo pudo mantener la calma y hacer como si no pasara nada? –quiso saber Cleyde cada vez más apasionada por ese sorprendente pasado.
–Pero, ¿qué te crees? Yo era una auténtica señora, jamás habría montado un escándalo por muchas ganas que hubiera tenido de chillar, de golpear a esa Antonia demasiado fea y ordinaria para mi guapísimo Luiggi. Aún estaba espléndido.
–Y, ¿ni siquiera le dio una explicación?
–Sí, sí, desde el primer día, cuando Antonia se marchó al mercado con el niño, nos dimos un gran paseo y entonces me contó cómo me había esperado, aguardando mis cartas que no llegaban.
Estaba convencido de que le había olvidado, de que no quería saber nada más de él. Acabó por resignarse, por aceptar con el corazón roto que debía pensar en hacer su vida y casarse. Según él, no amaba realmente a su mujer y mi llegada le había recordado aquel error, pero no renunciaría a su vida, se debía a su familia. Era muy italiano, ¡no podía culparle! Fue muy claro y yo hice lo que pude por soportar la noticia sin llorar, después de todo, era culpa mía, le había desatendido, había dejado escapar la felicidad.
–Sí pero, ¡es injusto! Usted tenía que ocuparse de muchas cosas y de su familia, ¡es totalmente injusto! –se rebeló Cleyde.
–Es así, hay que saber sufrir y hacer lo que uno tiene que hacer en la vida. Pero no me has dicho qué día es hoy, ¿qué día es?
–Domingo, no. Y acabó marchándose, ¿no?

 

–Pues claro, me fui al Vaticano. Aunque hubiera perdido a Luiggi tenía que conseguir algo, hacer de ese viaje un éxito, al menos en parte. Así que fui al Vaticano, donde no me recibió el Papa sino un obispo muy importante que trató de disuadirme de anular mi matrimonio.
–¡Pobre Tomasa! No me diga que no obtuvo la anulación tampoco.
–No, no obtuve nada en absoluto; salí derrumbada de la entrevista, preguntándome el sentido de todo aquello, el porqué.
–¿Y?
–Bueno, no podía ni pensar , no hacía más que llorar; toda la pena que había contenido ante Luiggi volvió a surgir en ese momento, mientras pasaba los días dando vueltas sin hacer nada. No podía quedarme más pero tampoco me decidía a volver a Aranda después de esos dos fracasos tan dolorosos.
–¿Entonces?
–Entonces decidí, tras una última confesión, hacer una visita a mi hermano mayor Félix que vivía en Francia.
–¿En Francia? Pues sí que se dio buenos paseos en aquella época, y que… –Cleyde se detuvo justo a tiempo, estuvo a punto de añadir «y que ahora no pueda usted moverse de la silla». Su cabeza se desvió por un momento pensando en que debería dirigirse al día siguiente sin falta al seguro para pedir una silla de ruedas; sería mucho mejor poder pasear con la anciana, no podía quedarse encerrada durante más tiempo en esa casita.
–Mi hermano vivía con su mujer, Louise, y sus cuatro hijos en un pueblecito de Dordogne. Llegar hasta allí fue una auténtica aventura pero el cansancio del viaje me hizo olvidar un poco todas mis decepciones o, al menos, ponerlas a un lado. Pero, por cierto…

 

–No, no estamos a domingo, sino a miércoles y, ¡es hora de irse a la cama , “la viajera”! –esta vez, Cleyde ya no podía más, Maryam se quedaría en casa y ella iría a reunirse con Antonio al club Milano’s. No debía dejar pasar su oportunidad. Ella también había esperado demasiado. Tomasa se acurrucó en su silla y empezó a gimotear:
–Quiero que sea domingo, quiero que sea domingo…
El balcón de la costurera
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