XV
El destino de
Tomasa iba adquiriendo mejor cariz desde que,
después de unas semanas de discusiones y
agotadoras controversias, acabó
por convencer a Catalina para que la ayudara a montar su
propia escuela de corte y confección . Su
madre no veía con buenos ojos los
hábitos de independencia y los deseos de plenitud que
parecía haber traído de
Barcelona. Tenía miedo de que en el pueblo se la viera
como una calientacamas como, sin duda
alguna, lo eran todas allí, en esa gran ciudad donde además pasaban cosas muy extrañas;
se decía que cada vez ocurrían
más actos terroristas perpetrados por los anarquistas, todos los días y en plena calle. Temía que
ese viento de locura hubiera
prendido en el alma de su hija; había cambiado, eso se
notaba hasta en el peinado, el que era
algo más sofisticado, e incluso en las cejas, depiladas como esa actriz americana.
Admiraba por un lado su belleza
cada vez más estilosa y, por otro, tenía miedo de las
consecuencias de ese cambio. Todo parecía
más firme, desde sus caderas
hasta su voluntad.
Así pues, Catalina
renunció y, ayudada por don Pío y por su yerno Macario, se esforzó en comprar el mejor material,
aconsejada por Liquete que no
ocultaba su alegría al ver que Tomasa ocupaba su
lugar, ya que empezaba a estar cansada y
era incapaz de seguir los continuos cambios de la moda. Todas las chicas la
animaban a ir un poco más allá
pero ella aspiraba a mantener la técnica de siempre, que
dominaba a la perfección. ¿Para qué
buscarle los cinco pies al gato ?
Liquete le contó
entonces las novedades sobre sus antiguas amigas del
taller, y así supo que Blanca había
abandonado rápidamente el aprendizaje, cuando ella se fue a Barcelona, porque no
se sentía lo suficientemente
motivada. Le anunció el matrimonio de algunas, los
nacimientos en casa de otras y sobre todo
la ayudó a disponer mejor la estancia del taller y a escoger los primeros hilos y
tejidos.
La misma Tomasa
echó el ojo a una gran mesa de madera clara y a unas sillas de paja para sus futuras alumnas.
Cuando, agotada, contempló la
gran sala con balcón transformada en taller, un escalofrío
de gozo le recorrió la columna. Las
paredes se pintaron en color cáscara de huevo, elegante y luminoso. Según ella, el
logro más importante y su mayor
satisfacción era la pequeñísima habitación de al
lado, convertida en probador. Oscura por
naturaleza, su escaso tamaño adornado de una gruesa cortina de terciopelo verde le
confería un aire de camarín o
boudoir y su carácter íntimo le haría ser durante años
y años el lugar preferido de las
clientas, de sus alumnas, sus sobrinas,…
Catalina y Pío
prefirieron quitarse de en medio e instalarse en
casa de su hija mayor, que vivía a un paso
de distancia. El corazón de Tomasa se volvió a encoger al ver a sus padres abandonar
la casa; le pareció ver dos
siluetas más pequeñas de lo que eran en realidad, pero
sabía que con el pretexto de echar una
mano aquí o allá, o de contarle una noticia del barrio, estarían allí todos los días.
Sabía que era el precio que tenía
que pagar por seguir lo que desde hacia tiempo le
dictaba el corazón. Pero para eludir la
soledad que tanto odiaba, trajo consigo a su prima Cristina, cada día más abandonada.
Hicieron un pacto mudo y natural:
Tomasa le proporcionaría el amor que le tenía
desde siempre, así como el sustento y el
confort material y, a cambio, Cristina se encargaría de la casa y de las miles de
pequeñas cosas de las que su
prima mayor ya no se podría ocupar. Le abrió la puerta con
una sonrisa
sincera:
–¿Ves Cristina, lo
buena que es tu prima? –le repetía Tomasa constantemente durante el primer día, sin el menor
atisbo de orgullo, con toda
sencillez. La chiquilla se apresuró a satisfacerla
devorándola con lo
ojos.