XLIX
La primavera de
1945 fue particularmente lluviosa. Catalina temía por sus viñas pero ya no tenía fuerzas para
levantarse e ir a examinarlas
porque, desde hacía algunos meses, sentía un cansancio y
una debilidad que ya no la dejaban de la
mañana a la noche. Perdía el apetito y, lo sabía, la vida. No quería quejarse ni
confiar sus miedos a Tomasa pero
ésta no se dejaba engañar, aunque no supiera qué hacer
para que su madre quisiera ir al médico
más a menudo.
–¿Para qué? Hija
mía –decía suspirando–. No te preocupes, ya se
pasará. Pero madre e hija sabían que
sucedería lo inevitable. Tomasa se aseguraba de que, durante el día, Catalina tomara
sopas revitalizantes y leche con
yema y, por la noche, en la intimidad de su habitación, lloraba por esa madre que ya no era la
misma. Catalina, con las mejillas
grisáceas y hundidas por un enemigo poderoso aunque
invisible, parecía haber abandonado el
precepto que durante toda su vida
la había acompañado. «La vida es una lucha, hija mía, ¡la vida
no es más que una
lucha!»
Sin embargo,
Catalina dejó de luchar y se fue dulcemente una
noche de diciembre de 1946, rodeada de los
suyos. Don Pío, cansado de llorar
por la mujer que había iluminado su vida, la siguió de cerca.
Se apagó un año después dejando a
Tomasa desconcertada y agotada por las penas Se cubrió con vestidos graves y negros que
realzaban la palidez de su tez y
perfilaban aún más las ojeras de sus grandes ojos
oscuros. Aquel dolor profundo la embistió
a los treinta y cinco años, en la
cumbre de su belleza. Su amigo don Abundio iba todos los
días durante algunos meses con el
propósito de ofrecerle consuelo, pero la joven se esforzaba por llenar el vacío que le había
dejado la doble pérdida
volcándose en su familia, tratando de construir una nueva
fortaleza. La puerta de su casa, que nunca
cerraba con llave, era una invitación permanente a la ternura y al consuelo que
ella prodigaba a unos y otros.
Bajaba regularmente a librar a sus sobrinos y sobrinas de
una madre perdida en los meandros de la
locura, velaba al niño que estuviera enfermo, cuidaba a los hijos de Pablo y Blanca
cuando éstos se ausentaban
durante un fin de semana, siempre cosiendo, y a veces,
hasta entrada la noche.
Sentada delante del
enésimo vestido por hacer, de vez en cuando pensaba en el desastre de vida que llevaba, sin marido,
sin niños, con muchos hombres que
la miraban encandilados pero ante los cuales su
condición de mujer casada la obligaba a
bajar la cabeza. Pensaba cada vez
más en la carta de Luiggi y en su invitación; no había vuelto
a recibir ninguna desde entonces
y ella tampoco le había escrito, pero no tenía ninguna duda de que el amor era paciente. Había
llegado el momento de pensar en
ella y de forzar un poco el destino. Después de
pasar algunas noches agitadas, tomó la
decisión de ir a reunirse con aquel al que no conseguía olvidar, pero también
necesitaba un pretexto, que fuera
honesto, para impedir la desconfianza de su hermana Mercedes.
–Tendré que
ausentarme algún tiempo, Mercedes, me voy a Italia, al Vaticano,
–¿Al
Vaticano?
–Voy a ver al Papa
para anular mi matrimonio, no sirve de nada continuar casada, no puedo proyectar mi futuro mientras
siga siendo la esposa de ese
maldito Pepe Bajos.
–Pues sí, habrías
hecho mejor en escucharme, sabía bien que bajo el sombrero y esos aires de señor, no era más que
un inútil. ¿Crees que te va a
recibir el Papa?
–Llevo una
recomendación muy buena que mi amigo don Abundio me ha conseguido; creo que podrá servirme, tengo
que intentarlo.
–¡Anda
ésta!
–Sé lo que piensas
pero créeme, nos ha salvado y diga lo que diga
ese tarugo de Pablo, quiere mucho a
nuestra familia y haría lo que estuviera en su mano por hacernos un
favor,
–Ya veremos cómo es
ese favor, ya veremos –refunfuñó Mercedes limpiando una gran cacerola roja.
Tomasa cogió el
tren para un largo viaje que la conduciría a
Turín . donde el frescor de la mañana fue
su primera sorpresa.