II
Cleyde oía cada vez
más cerca un ruido de cacharros o cazuelas y
por fin se levantó. No habría podido
precisar exactamente qué le producía tanto dolor de cabeza. Todavía le zumbaban los
oídos y, al mirarse al espejo
antes de refrescarse con agua fría, sus cincuenta y
cuatro años le saltaron a la cara. Sus
ojos hinchados y con ojeras abotargaban un rostro que debió de haber sido bello pero
que había perdido el brillo y el
frescor de la juventud que poseía su hija Maryam.
Recién llegadas de
Brasil, las dos se habían acostumbrado a su trabajo
pero Cleyde tenía más necesidad que su
hija de conservar cierta libertad.
Renunció a peinarse
el cabello toscamente rubio, pero se lo recogió para sentirse más cómoda y fue a ver lo que
pasaba en la cocina. Desde el
comedor, que siempre estaba en penumbra porque no
tenía ventanas, pudo ver a la anciana de
espaldas que parecía mover la cabeza, insegura al principio y cada vez más decidida.
Tras dudar varios segundos, se
acercó con cuidado e interrogó a su hija haciendo
un gesto con la cabeza. Maryam sujetaba un
plato hondo y batía perezosamente
un puré naranja y perfumado.
–Venga Tomasa, no
mire tanto el color, ¡ya verá qué sabor !
–¡Pero bueno!, ¡si
no hemos comido papilla naranja ni siquiera durante la guerra! ¡Nada de naranja!
–Le estoy diciendo
que lo que importa es cómo le sabe, si no lo
prueba no lo sabrá nunca –le dijo la joven
lanzando a su madre una mirada
inquieta.
–Maryam tiene razón
–dijo Cleyde apoyándola con la voz todavía pastosa–, esto es lo que se da en nuestro país a
las abuelas como usted. Es muy
nutritivo.
–¡Abuela lo serás
tú! –Chilló Tomasa–, ¡lo serás tú! Yo nunca seré abuela porque no soy madre. No vuelvas a llamarme
así. Además, esta mañana eres tú
la que parece una abuela, ¡prueba tú misma tu
puré naranja! Nosotros siempre hemos
comido cosas sólidas, ¡qué yo tengo dientes! Puede que las abuelas necesiten papillas
naranjas, ¡pero no las señoras!
Las señoras necesitan chuletillas, cocidos, cosas que
tengan consistencia.
–Pero el mango la
tiene, ¡mírelo!
–Comíamos uvas
recién cogidas que son carnosas y no tienen ese
color naranja.
–Ya comerá uvas, ya
las comerá, pero ahora no ¡ Que no estamos en septiembre!
–Los domingos
íbamos a comer paella a la orilla del Duero, y no
nos daba pereza llevar el pollo sin
desplumar. Los hombres se acercaban al río a buscar ramas y hacer un buen fuego
bajo la parrilla…
Madre e hija
comprendieron que ese día no conseguirían nada y
sacaron una caja de galletas algo
reblandecidas, pero marrones.