XXXVII
Los hombres del
general Pardo apenas se dieron cuenta de que
ya estaban en 1937; el mes de febrero se
eternizaba y la lluvia, incesante
desde enero, no conseguía lavar las crueles imágenes que
habían quedado impresas en el fondo de la
retina de Pablo y de los demás.
Había pasado el mes
de diciembre bordeando muros descarnados y devastados por los bombardeos de Madrid.
Pablo había visto los bares de la
Gran Vía apagados, las fachada del teatro Lope de
Vega sucia como nunca, la Plaza Mayor gris
con mujeres de negro deambulando
de acá para allá, atontadas, con los brazos llenos de
paquetes. Había visto ojos devorados por
el miedo, garras surgiendo de cualquier parte para ensañarse con los cuerpos exangües.
La mirada de Pablo parecía
rabiosa y congelada después de haber disparado con
el fusil. El primer hombre al que mató le
había mirado antes de caer de rodillas y él volvió a ver a su madre con el
pensamiento. Recordó la calle en
la que jugaba, su madre asomada al balcón llamándole para
comer, a sus hermanas, a Blanca
retocándose los finos cabellos y finalmente a Lucía. Dejó de pensar en ello porque le
ardía la garganta, no debía
pensar; Andrés, no muy lejos, le llamaba. Pablo estaba
feliz de dejar el centro de
Madrid; en las afueras, la muerte era menos brutal, más aceptable.
Al no saber con
exactitud dónde atacarían esta vez los Nacionales, el general Pardo decidió reforzar la
carretera que iba hacia Madrid y
la orilla derecha del Manzanares. Desde el amanecer, los
hombres tuvieron que enfrentarse al barro
frío y empezaron a erigir una
nueva barricada. La lluvia les goteaba por el cuello y al cabo de
las horas inundaba la barricada
sin piedad. A menudo tenían que volver a empezar porque un río de barro acababa torpedeando sus
esfuerzos.
Todos llegaban con
chistes, o canciones que berreaban lo más fuerte
posible:
«Si me quieres
escribir ya sabes mi paradero
Tercera Brigada
Mixta
Primera línea de
fuego».
Al día siguiente,
Andrés, que montaba guardia al amanecer, dio
la alerta:
–¡Preparaos
muchachos, los Nacionales se acercan!
Todos estaban
preparados con el fusil a la espalda y escucharon
las primeras metralletas desgarrando el
aire húmedo. Mikel gritaba en una
lengua incomprensible, mientras que Juanito, temblando y
sollozando, repetía:
–Quiero que esto
acabe, quiero volver ya, quiero ver a mi madre
otra vez, quiero volver a ver los
manzanos, quiero…–cegado por las lágrimas mezcladas con la lluvia, disparaba a todas
partes con los ojos cerrados. Fue
Pablo quien se dio cuenta:
–¡Joder Juanito!
¿Qué estás haciendo? ¡Nos vas a matar a todos,
venga, ponte detrás de mí y no dispares
más!, ¡suelta el fusil y pásame las municiones coño!, ¡para!
La barricada cedió
bajo la presión del agua y se encontraron cara a cara con unos hombres tan jóvenes como ellos que
gritaban y temblaban. Con el
barro hasta la cintura, la boca seca y la sangre
helada, Pablo abatió a un muchacho
rechoncho que llevaba una cruz sobre el uniforme y luego vació su fusil sobre un grupo
de tres hombres que venían a por
él. Se dio la vuelta y vio a Andrés que le hizo un
rápido gesto con una mano mientras que con
la otra parecía sujetarse la
espalda. Su fusil estaba sin municiones pero no tuvo tiempo
de pedirle a Juanito que le
pasara más porque una lluvia de estrellas explotó en el interior de su cabeza. Vio a su madre
sonriéndole quien le decía, «la
vida es una lucha hijo mío», a su padre dándole un
golpecito en el hombro, una gran luz
resplandeciente, y después, nada más. Andrés, herido en el hombro y en la pierna se
arrastró hasta su amigo
vociferando: –¡Joder Pablo, ¿qué
coño has hecho? ¡Te han dado!, ¡te han volado la cabeza! –luego se quitó la camisa, indiferente
al frío, y vendó la cabeza inerte
de Pablo blasfemando y escupiendo de rabia para
alejar a la muerte de su
amigo.