IV
Un día a finales de
abril de 1917, Tomasa tomaba el aire todavía
fresco de la primavera en lo alto de un
balcón casi sin flores. Su madre acababa de plantar dos o tres macetas de geranios que no
florecerían hasta unas semanas
más tarde, cuando el buen tiempo hubiera disipado los últimos rigores invernales. Ese año las
últimas nieves habían dejado de
caer antes que otros años y Catalina decidió
adornar su balcón de rojo, que era lo que
se solía hacer. Tomasa dejó su
mente vagar y sobrepasar las sobrias y elegantes líneas del
hierro forjado, para ir a posarse
en aquello que su madre le había anunciado y prometido la víspera:
–Ven aquí un
momento Tomasa, escúchame. Iremos como todos
los años a la romería de San Marcos y como
te has convertido en una jovencita, le he encargado a la Liquete un vestido a
medida como a tu hermana.
Al oír estas
palabras, Tomasa, con su altura de diez años,recolocó la cabeza y
los hombros como si la perspectiva de tener un
nuevo vestido, hecho por la famosa
costurera de Aranda llamada Liquete, le hiciera crecer aún más rápido. Un nuevo
escalofrío recorrió su espalda
cuando, con la ayuda de su madre, se puso, en la intimidad
gris de la pequeña habitación de sus
padres, el vestido de franela gris oscuro cerrado en su parte superior por un cuello de
encaje negro adornado con una
cinta del mismo color. Acarició con sus dedos
temblorosos el canesú delicadamente
plisado. El vestido tenía un largo hasta media pierna según las exigencias de la moda pero
la novedad era la ausencia de
lazo posterior; se cerraba por detrás como los de su
madre, con sencillos botones nacarados.
Era un vestido muy bonito, de corte delicado y con un acabado elegante. ¿Cómo se
movería y comportaría Tomasa para
no decepcionar a su madre y hacer honor a ese conjunto de señorita? Convendría que se quedara
sentada hasta que toda la familia
estuviera preparada y se prometió acabar el día sin
una arruga y sin la menor mancha sobre el
vestido. Por fin Catalina, tapada
con una capa oscura, anunció la salida ordenando que no se
hiciera ruido por la calle porque
solamente los obreros gritaban y hablaban de esa manera.
Tomasa parecía
perdida en sus fantasías, lejana a esa efervescencia contenida, imaginando otros modelos de
vestidos parecidos, otros
detalles de encaje, botones o lazos, otras variedades y
posibilidades hasta el infinito,
acariciando de vez en cuando la suavidad de la tela y saboreando el contacto contra sus
muslos, que se mantenían
calientes gracias a ella. La familia había sacado para la
ocasión la carreta tirada por dos robustos
caballos y conducida por uno de
sus jornaleros, que vio la ocasión de ganar dos pesetas más y
de que la buena de doña Catalina
le atribuyera nuevas responsabilidades.
A su lado, don Pío
ponía mucha atención en sujetar su sombrero,
porque en unos kilómetros, podía pasar de
todo. Se trataba de llegar hasta
la aldea de Sinovas, que se encontraba apenas a tres
kilómetros de Aranda, para
después peregrinar hasta la ermita de la Virgen de las
Viñas. Catalina impuso silencio hasta que
llegaran porque necesitaba recogerse en lo más recóndito de su alma, para adorar a
esa Virgen a la que tanto debía.
La mirada lejana, de cuando en cuando se posaba
sobre algún conocido que pasaba y ella le
sonreía dulcemente. El camino se
hacía apaciblemente, todos juntos aunque cada uno con sus
oscuros pensamientos, cuando un ruido de
silbatos y petardos les sacó de
golpe de sus ensoñaciones.
Tomasa percibió a
lo lejos, acercándose como una nube de abejorros, a un puñado de hombres vestidos
ordinariamente con un mono azul y
un pañuelo rojo. Iban riendo y cantando con el puño en
alto; algunos parecían estar borrachos,
aunque podía ser por la excitación del momento. En cualquier caso, cuando
pasaron a su lado, a Tomasa le
pareció ver que uno de ellos le guiñaba un ojo mientras
cantaba: «Alfonso, Alfonso, Alfonso; vete
y llévate a ese cabrón de Arleguí». Pablo, con cinco años, y sus ojazos a punto de
salírsele de las orbitas, se
volvió hacia su padre enérgicamente queriendo saber quién
era ese Arleguí. Don Pío le explicó que
era el nuevo jefe de policía y que había asesinado a unos sindicalistas de la UGT y
que… No tuvo tiempo de acabar su
exposición porque Catalina le apretó el brazo
hasta hacerle daño al ver la cara
iluminada de su hijo menor. No eran más que unos infelices, que la Virgen de las Viñas no
había acogido porque eran unos
impertinentes y que se exponían a terribles desgracias. También añadió que, en lugar de desperdiciar
su energía, harían mejor en
descansar los días festivos e ir como ellos a pedir
protección y misericordia a la Santa
Virgen, y que lo que tenían que hacer, en vez de ir en busca de problemas, era ocuparse
de su familia.
Bastante dura era
ya la vida.
Se cuidó mucho de
explicar que desde el principio de la Gran Guerra, que se eternizaba al otro lado de los Pirineos,
los precios se habían duplicado,
los obreros cada vez se reunían más, y había
familias enteras que se dormían agotadas
cada noche con el estómago vacío
y sólo soñaban con revueltas y con cambiarlo todo. A veces se
oía cantar a los más pequeños
«¡vivan los soviets!». La sombra del primer partido comunista español ya empezaba a dibujarse.
Catalina sabía todo eso pero era
su deber proteger a su familia frente a los vientos de
inestabilidad. Nada la ponía más nerviosa
que la amenaza de un cambio, pues
ella tenía los pies bien puestos sobre la tierra y quería
continuar con lo que sus padres le habían
enseñado y transmitírselo de nuevo a sus hijos. Agarró con fuerza la mano de Tomasa
que escrutaba la mirada de su
madre con los labios apretados; ella era el faro, la guía
inquebrantable, y por vez primera la niña
creyó notar un imperceptible
temblor en la grieta entre sus labios resecos.
El resto de la
peregrinación se desarrolló sin ningún problema y
hacia la una llegaron a la entrada de la
ermita de la Virgen de las Viñas.
El jornalero les ayudó a bajar y les alcanzó las cestas para
el almuerzo tradicional. Don Pío
llevó los alimentos ayudado por su hijo menor mientras que Catalina y el resto de sus hijos se
pusieron en marcha y entraron en
el bosquecillo de la ermita de la Virgen de las
Viñas con paso decidido. Las familias
revoloteaban por aquí y por allá y se instalaban a la sombra de los pinos y los álamos,
extendiendo un gran mantel de
algodón. Cada año, según se iban encontrando, se
juntaban y se sentaban con distintas
familias. Los hombres se pasaban el botijo de mano en mano, bebiendo a chorro y
limpiándose la barbilla cuando
una gota de vino se les escapaba. Las mujeres
repartían la tradicional tortilla de
patatas, el chorizo, la torta de pan, y los niños alrededor jugaban a la gallinita ciega. Se
contaban las faenas de tal torero
o tal otro, se comentaba la última cosecha o bien el
último chisme, y el mediodía se
iba desgranando alegremente con el aliento cálido de finales de abril, que se mezclaba con los
efluvios de la morcilla, el
chorizo u otros fiambres regionales.
Saciados y ebrios
de alegría y de cháchara, escuchaban
canciones y luego
cantaban a coro al son de la charanga o orquesta
local. Después, los más jóvenes se
desafiaban con endiabladas carreras de sacos y otros juegos. A Doña Catalina le encantaba
respirar ese aire de fiesta que
ella dedicaba a la Virgen, y aceptaba por las buenas toda
esa ligereza aunque no participara en los
divertimientos de forma activa.
Al día siguiente, retomaría el camino del deber.