VII

 

La pelirroja se disponía a bajar a comprar un trozo de ternera, como de costumbre; al menos era fácil cocinar, acompañado de sus eternas e infames verduras, así su esposo tenía la impresión de comer un buen plato y se hacía en un santiamén, cuando el teléfono la sorprendió. ¿Quién podía ser? Puede que por fin fuera la cita con el dermatólogo que llevaba pidiendo desde hacia tanto tiempo, o el dentista, o incluso el ginecólogo. Al escuchar al otro lado del hilo telefónico una voz entrecortada por sollozos, sus mejillas enrojecieron de cólera. No eran más que las estúpidas de las brasileñas, la madre o la hija, poco importaba, ambas tenían el mismo acento; ni siquiera eran capaces de hablar correctamente.
–Dios mío, ¡qué desgracia!
–Tranquilícese, le advierto que mi marido no está, se ha ido a regar. Si se trata otra vez de la calefacción…
–No, no, no es la calefacción. Dios mío, Dios mío, qué desgracia, ella está… –Cleyde no pudo terminar de lamentarse porque el llanto le afectó sobremanera y Maryam tuvo que reemplazarla.
–¿Sí? ¿Hola? ¡Qué desgracia! Esta mañana bien temprano, Dios mío qué tristeza, ella está…
–Ella está ¿qué? –gritó exasperada la pelirroja con su vocecilla, pero con un punto de esperanza.
–¡Está muerta! –lloriqueó Cleyde arrebatándole el aparato de las manos a su hija. Tengo que hablar con su marido.
Dejó de sujetar el teléfono, lo colgó y, poco acostumbrada a hacer todo tan deprisa, estuvo a punto de engancharse los pies con el cable.
Tenía que avisar a su marido lo antes posible. Primero llamarle al móvil, después escoger la ropa adecuada a las circunstancias, comprobar su peinado, ¡ay, por fin había llegado el día, gracias a Dios!
Ante el armario, qué bien había hecho en comprarse la blusa negra en las últimas rebajas, se puso a soñar y, por primera vez en su vida, tuvo la impresión de que algo bueno iba a pasar.
Cuando llegó su esposo, cansado, de mal humor, le recibió con los ojos llorosos, los labios apretados y toda vestida de negro; impecable, le puso una mano en el brazo.
Se plantaron ante la puerta de la casa de Tomasa, sin hablarse, y subieron las escaleras cada uno inmerso en sus pensamientos.
Cuando atravesaron la puerta, Tomasa distinguió dos cuervos grotescos y les soltó:
–¡Vaya una vestimenta!, ¿es que vais de entierro?, ¿quién se ha muerto? No he oído nada por la radio, y eso que la escucho todas las mañanas, pero… –inquiría Tomasa.
Maryam, que sujetaba a su madre, la interrumpió:
–¡Ah! ¡Están aquí! Son ustedes muy amables por haber venido.
Mamá trató de explicárselo por teléfono pero no pudo. Que desgracia, su madre murió ayer por la noche de un ataque al corazón y ha sido mi prima Jacinta quién nos ha avisado ésta mañana. Mamâ quería hablar con ustedes y pedirles permiso para ir a Manaos, no le llevará mucho tiempo y además estoy yo –explicó Maryam sujetando con fuerza a su madre que gemía tras ella.
–Han sido muy amables viniendo los dos, y además vestidos de luto por nosotras…. –pudo al fin pronunciar Cleyde entre sollozos.
El sobrino, dividido entre el alivio de ver viva a su tía y la ira, se volvió lentamente hacia su esposa, a la que parecía faltarle el aire , le lanzó una mirada furtiva llena de desprecio y dijo con la voz más alegre posible:

 

–¡Ah, bueno!, lo siento, os acompaño en el sentimiento; por supuesto que puedes ir, no te preocupes, y además si hace falta ayuda, aquí está mi esposa –y pasó rápidamente el brazo por encima del cuello de la desgraciada Cleyde, dándole unos golpecitos en el hombro antes de bajar de nuevo.
Su esposa, detrás de él, intentaba recordar en qué momento se había sentido más humillada, más traicionada, pero no lo consiguió.
Cuchillos afilados martillaban sus sienes y la imagen de la anciana sentada, con las mejillas sonrosadas y la lustrosa cabellera, le pareció insoportable, el odio le helaba la sangre y, sin poder decir nada, decidió acercarse esa misma tarde a la biblioteca a coger un libro de su autor preferido, el único capaz de comprender lo que desde hacía tanto tiempo la acongojaba.

 

El balcón de la costurera
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