VIII

 

El año de su decimoquinto cumpleaños estuvo repleto de acontecimientos. A pasitos, de ojal en ojal, de sugerencia en sugerencia, Tomasa progresó muy rápido y la mujercilla morena le confió cada vez más responsabilidades. No tenía asignada ninguna tarea concreta pero podía participar en todas las etapas de la confección. Algunas empleadas se pasaban la vida haciendo cuellos o preparando patrones pero, para empezar, Tomasa pudo terminar algunos vestidos, obviamente de los clientes menos importantes, que la modista jefe o su empleada más experimentada habían empezado. Luego, enseguida le concedieron el inmenso privilegio de confeccionar una pieza ella sola, de principio a fin. De vez en cuando sentía tras su espalda la cálida respiración de su maestra que se alejaba nada más emitir un leve gruñido de aprobación.
El mayor acontecimiento consistió en la confección de un traje en dos piezas encargado nada menos que por la mujer del alcalde en persona. Tomasa vivió tres semanas de especial intensidad, inclinada horas enteras, hasta que el cuerpo y las manos se le quedaban entumecidos, sobre una tela nueva que la misma Liquete había traído de Barcelona. Los irisados reflejos azul de Prusia quedaban impresos en lo más profundo de la joven y de noche en su cama, con los ojos muy abiertos, imaginaba los detalles que se podían añadir.
Sin embargo este modelo planteó un enorme problema porque, después de múltiples pruebas, resultó que a su futura propietaria no le quedaba en absoluto bien. Por muchas vueltas que la modista jefe le hubiera dado, con un dedo sobre sus labios pequeños y gruesos, por muchas noches que hubiera pasado examinando al detalle las etapas de la confección de la pieza, ella no llegaba a comprender. Sus ojeras comenzaron a preocupar a sus empleadas y cada una se acercaba a ella con un comentario o una sugerencia. Fue entonces cuando Tomasa, después de mucho dudar, se levantó y se puso a susurrar unas palabras al oído de Liquete que en un momento pasó de tener el rostro enfurruñado a que se le iluminara. ¡Pues claro!, ¡eso era lo que no encajaba! Se paliaría la ausencia de cuello de la esposa del alcalde atrayendo la atención exactamente en este punto con un gran cuello ribeteado con dos filas de perlas, imitación Chanel. Precisamente había visto un modelo parecido, gris antracita en lugar de azul Prusia, en el último número de Vogue consagrado a esa joven y valiente modista parisina. Así que esto le iría muy bien, le añadiría a la mujer del alcalde la elegancia de la que carecía.

 

La idea de Tomasa fue repetida en voz alta y recibida con un coro de murmullos y risas. Ella vio el gesto grave de su maestra que la miraba con sus ojillos negros y le pareció ver como se le arrugaba la nariz.
Al día siguiente, tras apenas unas horas de sueño porque había que meterse en faena para entregar el modelo la mañana de después, la costurera jefe nombró a Tomasa su discípula directa y le anunció que la semana siguiente se iría a Barcelona a buscar una formación adecuada a su talento. La joven intentó comprender como pudo el alcance de estas noticias y hasta que acabó la tarde se pinchó los dedos dos veces más de lo que solía. Mientras trataba de calmar el fuego que le ardía en las mejillas, pensaba en su madre. ¿Se iría por mucho tiempo? ¿Sabría adónde ir? ¿Qué haría sin la presencia de Catalina?
La puerta del taller se abrió lentamente ante una chiquilla graciosilla y torpe que avanzaba a pasitos. Parecía un ratón: sus ojos verdes e inquietos se fijaron en la fuerte y aplicada silueta de Tomasa. Esa morena y abundante melena alrededor de la cara ya definida y sus ojos profundos, le recordaban algo. Se miraron un instante y se sonrieron.
Enseguida la costurera jefe se acercó a la chiquilla y de manera afectuosa le pasó un brazo alrededor de sus frágiles hombros.
–Señoras y señoritas, les presento a Blanca, nuestra nueva aprendiza. Procuren ayudarla. Blanca acabó en medio del taller, animada por las sonrisas de las mujeres, los tintineos de las máquinas y los tejidos levemente perfumados.
Cuando Tomasa y Blanca salían, muy entrada la tarde, tenían la costumbre de caminar juntas, muy pegadas, sintiendo cada una el calor del cuerpo agotado de la otra; luego se separaban en silencio.
En una ocasión, en verano, Blanca acompañó a Tomasa hasta su casa porque quería que le prestara algunos números de Vogue que le había dado su maestra. La nueva aprendiza progresaba de manera bastante lenta y parecía aburrirse. En efecto, de vez en cuando Tomasa la sorprendía soñando con sus ojillos verdes y sus manitas apoyadas sobre las rodillas. Pensaba que si la chiquilla veía los extraordinarios modelos que se hacían en París y Barcelona, o incluso en Nueva York, acabaría cogiéndole gusto. Al llegar a la calle de San Ginés a Blanca le hubiera gustado mezclarse en ese barullo de niños felices que jugaban al aro o a la pelota. En el suelo, se enfrentaban a las tabas una niña morena y un chico de su edad que la miró fijamente antes de gritar:
“He ganado”, “te he vencido”. Blanca se dijo que no le gustaría ser su amiga, su fogosidad y sus ojos demasiado oscuros le dieron un poco de miedo. Tomasa le dijo riéndose:
–No le hagas caso, es Pablo, mi hermano pequeño. Siempre está igual, quiere ganar todo el tiempo y da mucha guerra.
Ésa, la chica mayor que está tan delgada es mi prima Angelita, y el bebé que tiene en brazos es su hermana Cristina, bueno, en fin, su hermanastra porque mi tío se volvió a casar. Se ocupa de ella todo el tiempo porque –bajó de pronto la voz y se inclinó hasta el oído de Blanca – su madre,… eh, bueno, ¡a su madre le da por beber! Viven en esa casita, al lado de la nuestra. Debajo de nuestra casa, en la planta baja, está mi hermano mayor, Marcelino, y su mujer. Creo que ella no anda muy bien de los cascos.
Blanca estaba aturdida con tantas presentaciones furtivas y, levantando la nariz, admiró el florido balcón de la casa de su protectora. Su madre, por lo contrario, no tenía el tesón para plantar flores; ponía como pretexto que era cosa de ricos.
Luego, al salir con varios números de Vogue bajo el brazo, se fue dando pasitos cortos y mirando una vez más ese enjambre de niños que ocupaba gran parte de la calle. Con las prisas se le cayó una revista provocando la risa del hermano pequeño de Tomasa, «¿cómo se llamaba?». En cualquier caso él se levantó para ayudarla y se volvió a sentar alzando los hombros. Esta chica no parecía muy despabilada, debía de ser por sus ojos verdes, demasiado claros.
El balcón de la costurera
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